Fue precisamente su gran capacidad de contemplación la que le permitió ver en los más pobres de los pobres el rostro de su Amado y darse a ellos con una generosidad que no conoció límites
La canonización de la madre Teresa de Calcuta constituye un escenario óptimo para tratar sobre una cuestión multisecular de gran calado, que por desgracia constituye un tema tabú en nuestros días. Me refiero al arte de contemplar y más específicamente a la experiencia contemplativa, tan humana como netamente espiritual de transcenderse a uno mismo para navegar en un mundo maravilloso donde lo humano y lo divino se funden y la vida humana cobra pleno sentido.
Por más que tantas veces se haya presentado a Teresa de Calcula como una activista social en favor de los pobres, ella fue sobre todo y ante todo una contemplativa. Yo recuerdo habérselo escuchado en una de sus últimas entrevistas, con unas palabras semejantes a las siguientes: “No soy una activista social, no soy una enfermera con un profundo sentido de la solidaridad. Soy una contemplativa”. Fue precisamente esa gran capacidad de contemplación la que le permitió ver en los más pobres de los pobres el rostro de su Amado y darse a ellos con una generosidad que no conoció límites.
De la importancia de la contemplación nos han hablado por activa y por pasiva muchos sabios durante varios siglos, tanto en Oriente como en Occidente. Aristóteles dejó escrito que el destino del ser humano era la contemplación de lo divino. Nuestro Salvador de Madariaga lo repitió también con insistencia: “El fin de la vida es la contemplación. Y no hay contemplación sin ocio”. Razón no les faltaba.
La madre Teresa se ha unido a este grupo selecto de seres humanos, verdaderamente admirables, de altísimo nivel contemplativo, que han sabido superar todo tipo de obstáculos para entregarse al servicio de los demás sin pausa ni tregua. La contemplación y el servicio, llevados a su extremo, son conceptos intercambiables. De ahí el profundo atractivo que generan las personas contemplativas entre los hombres de todas las condiciones y culturas. El contemplativo, lo quiera o no, acaba siendo un líder intercultural, que se encuentra igual de cómodo hablando con el Presidente de los Estados Unidos que con el último pobre de la barriada más miserable. Y es que en la persona contemplativa, la barrera entre el yo y el tú se diluye hasta formar un nosotros indisoluble. Teresa de Calcuta fue una maestra en este arte de diluirse en el otro.
La persona contemplativa es, como bien dijo el filósofo alemán Josef Pieper, la persona más feliz del mundo, pues la verdadera felicidad no se encuentra en el tener sino en el ser, y la contemplación permite adquirir una mayor consciencia de lo que realmente uno es, es decir, de su propia misión. A mayor nivel de consciencia, mayor nivel de contemplación. No hay duda en ello. El contemplativo vive su propia existencia con mucha más intensidad (de luz) que los demás. Comprende como pocos que el Ser solo es uno y que ese Ser es por esencia Amor, y por tanto tiene una naturaleza unitiva. Todos, pues, estamos llamados a unirnos a Él. De lo contrario, no sería el Ser. Por eso, a medida que crece en los contemplativos esa consciencia de su ser participativo, así como de su propia misión, crece también su capacidad y su deseo de amar, es decir de unirse a los demás fundiéndose en el mismo Ser.
Muchas veces se confunde la contemplación con el pensamiento más profundo o con la meditación. Pero son cosas distintas. Contemplar es conocer más allá de los límites mentales y racionales, aunque se necesite de ellos en un primer momento. Sin razón no hay contemplación, pero la contemplación supera con creces las propias barreras impuestas por la racionalidad. Contemplar es conocer por comunión, por iluminación, por intuición, no por argumentos. Por eso, el contemplativo capta el todo antes que la parte, y los árboles nunca le impiden ver el bosque. Observa el mundo de arriba abajo y no de abajo arriba, como el común de los mortales. De ahí la grandeza de la vida contemplativa.
La persona contemplativa vive en el espacio-tiempo pero, en el fondo, lo trasciende dado su carácter instrumental. Algo parecido sucede con su propio ámbito mental, también instrumental. Tantas veces, es la propia mente, con sus rigideces, miedos y angustias, la que impide la contemplación. En muchas escuelas de negocios, son famosos los cursos en los que se enseña a los ejecutivos la importancia de pararse a pensar: “Just stop and think”. Nada más lejos de la verdadera contemplación.
La persona con una actitud contemplativa lo primero que hace es dejar de pensar, parar su mente, porque quien piensa, quien razona, no contempla. El curso que yo propondría a los empresarios llevaría por título: “Stop thinking and start contemplating”. Y es que la razón se enriquece con la contemplación, como lo hace la tierra con los rayos del sol. El contemplativo no es un irracional, sino en una persona que ve en la razón una herramienta útil, que sirve para lo que sirve, pero que no constituye un fin en sí mismo. Esto explica que los grandes contemplativos, a pesar de su condición, hayan gozado siempre de inmenso sentido común. De nuevo me remito a Teresa de Calcuta.
La persona contemplativa atrae porque esencializa, porque busca siempre y en todo momento una unión que trasciende cualquier dualismo racionalista: materia / espíritu; vida / muerte; ciencia / fe; salud / enfermedad; amigo / enemigo; creyente / no creyente; hombre / mujer; alma / cuerpo; rico / pobre; sujeto / objeto; política / religión; terrestre /celeste; palabra / silencio; acción / contemplación. No es que el contemplativo niegue estas importantes dualidades, ni les quite importancia, pues nada más alejado de la contemplación que el relativismo, pero las comprende en su verdadera dimensión y las sabe poner en su sitio.
El contemplativo distingue, pero trasciende todas las categorías racionales, sin ver incompatibilidad en ellas. Para el contemplativo, por ejemplo, el silencio es fuente de palabra, y la palabra, manantial de silencios. Tampoco ve oposición alguna entre la materia y el espíritu pues es capaz de espiritualizar lo material y materializar lo espiritual. Menos todavía entre acción y contemplación. El contemplativo no se ausenta del mundo, sino que lo recontextualiza, lo redimensiona. Vive en él, pero no depende de él. No vive apegado a él. No se aferra a las cosas. No se encapricha. Por eso, no tiene miedo a dejarlo cuando llega el momento.
El contemplativo ve el todo antes que la parte, y es capaz de amar la parte como si fuera un todo. De ahí que la persona contemplativa, como lo fue la Madre Teresa, sea una persona profundamente enamorada. Nunca se encuentra sola. Se sabe amada, querida, parte de un proyecto maravilloso. Y se siente feliz. Su sonrisa es tan sencilla como convincente y atractiva.
Para mí, por encima de su impresionante labor social, el gran mensaje que la Madre Teresa ha venido a recordar al mundo, a la humanidad entera, es que todo ser humano en cuanto tal, con independencia de su religión, raza o cultura, es un ser llamado a la contemplación. Ahí radica precisamente la razón última de su dignidad.
Rafael Domingo es catedrático en la Universidad de Navarra e investigador en la Universidad de Emory.
Fuente: elespanol.com.
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