Algo tienen los santos que se refleja en su sonrisa; algo que no estamos acostumbrados a ver en la mayoría de los rostros de las personas
La frase creo que es de Santa Teresa, no la recién canonizada, sino la nuestra, la española, la de Ávila: “Un santo triste es un triste santo”. No necesitaba decir más la carmelita abulense para diseccionar con más claridad el alma de lo que debe ser un cristiano que marcha hacia la santidad. Y otra Teresa −esta vez sí, la de Calcuta, la recién canonizada, que también es “nuestra”−, solía repetir que “la revolución del amor comienza con una sonrisa”.
Fíjese ahora en la imagen que encabeza este artículo. Todos los días vemos fotografías de personas sonrientes: desde la modelo que anuncia detergente hasta el político que compra votos y voluntades con su sonrisa, pasando por el ciclista que se ha hecho con la última etapa de La Vuelta. Sin embargo, pocas sonrisas poseen la franqueza y la sencillez de la religiosa albanesa. No hay trampa ni cartón, ni intereses torticeros, ni deseos electoralistas. Simple y llanamente, una sonrisa acompañada de una mirada henchida de luz, de transparencia, de fulgor.
Al llegar a un país del que desconocía la lengua, solía repetir: “Tal vez no hablo su idioma, pero puedo sonreír”
Hay pocas imágenes, a mi juicio, que transmitan tanta paz como ésta de la ya santa. Y Madre Teresa supo, desde luego, liderar esta revolución del amor y la sonrisa. Cuando viajaba por el mundo, al llegar a un país del que desconocía la lengua, solía repetir: “Tal vez no hablo su idioma, pero puedo sonreír”. Y así, calladamente, humildemente, pasito a pasito, sonrisa a sonrisa, la religiosa albanesa fue impulsando su extraordinaria revolución.
Tuve la ocasión, hace unos 15 años, de conocer a otro revolucionario de la sencillez y de la sonrisa. Fue en Madrid, en la sede de la Nunciatura Apostólica, cuando tuve el privilegio de saludar al cardenal François-Xavier Nguyễn Văn Thuận, el célebre obispo vietnamita que pasó 13 largos años en campos de concentración en su país.
Su porte era humilde; su semblante, de paz, y del cuello le colgaba la cruz de alambre que había elaborado durante su terrible cautiverio. No hablaba el castellano pero, como Santa Teresa de Calcuta, poseía ese lenguaje universal de la sonrisa que tiende puentes con cualquiera que te rodea. Apenas intercambiamos unas palabras en inglés, pero dejó un rastro de serena felicidad entre todos los que allí nos encontrábamos.
Algo tienen los santos que se refleja en su sonrisa. Algo que no estamos acostumbrados a ver en la mayoría de los rostros de las personas que esperan en la parada del autobús o en la cola del supermercado. Algo que, quizás, solo saben regalarnos los niños con su alegría. Y eso es algo que ni se improvisa ni se consigue con el esfuerzo, sino sólo con la santidad de vida.
A la vez que canonizaban a la santa de los pobres, algunos colgaban tuits vejatorios contra ella, tratando de ridiculizarla. Era como tapar el sol con un dedo, porque la grandeza de Madre Teresa es reconocida en todo el planeta. Pero estos pobres amargados insistían en sus burlas y críticas. Y aquí es donde la sonrisa se convierte en la prueba irrefutable: la de la santa es franca, cordial, sin malicia, auténtica, mientras que la de los amargados es burlona, socarrona, descarnada, vulgar y, a la postre, desesperanzada.
Me quedo con la luz y la serenidad de Madre Teresa y de los santos como ella. Nadie es capaz de esbozar una sonrisa similar si no tiene una conexión con lo divino.