Al hombre se le ha olvidado, o bien no quiere entender que la libertad nace cuando el “yo” se entrega al “tú”, porque entonces se asume la forma de Dios, porque la forma de Jesucristo es la entrega
El Derecho de Familia es un derecho fundamental y de carácter especial dentro de nuestro ordenamiento jurídico, rama del derecho civil que cuenta con una finalidad justificadora, que en el debate actual sobre el “matrimonio gay” y los acuerdos de unión civil ha perdido nitidez. Esta finalidad no es otra que la de promover, incentivar y favorecer una realidad prelegal: la familia, es decir aquella comunidad social básica e indispensable para la realización de la persona humana femenina y masculina y para la procreación y socialización de los hijos, que tiene su origen en el matrimonio con diversidad de sexo.
La causa de la perdida de nitidez de esta finalidad justificadora del Derecho de Familia se da por el olvido de tres aspectos fundamentales del matrimonio, punto de origen familiar. Estos son la inadvertencia del concepto de vínculo, de misterio y trascendencia. Estos tres aspectos son indispensables para entender correctamente qué es verdaderamente el matrimonio.
Durante bastante tiempo se ha despreciado la institución del matrimonio por considerarlo limitador de la libertad, o despreciado por considerarlo como una situación negativa que ofrecería algunas ciertas ventajas, lo que ha llevado a preguntarse al hombre actual ¿es bueno o malo casarse?
Esta situación me lleva en primer lugar a rechazar la equivocada figura poética de “ser libres como los pájaros”, que refleja en cierto modo la perspectiva errónea desde la cual hoy se mira el matrimonio. Además del sustrato dañino que contiene dicha figura poética por desvirtuar la libertad, la libertad de los pájaros es una libertad muy poco libre y rudimentaria, porque está gobernada por una fuerza instintiva, forzosa, por tanto no libre. El pájaro vuela, pero no sabe por qué, ni siquiera se lo plantea, y por eso no puede quererlo ni no quererlo. Y lo más importante: no puede querer-quererlo.
Si se habla de libertad, prefiero la figura del árbol más que la del pájaro. El árbol crece de a poco, y se hace cada vez más fuerte en medida que crecen sus raíces. Su inmovilidad viene dada porque ha sido capaz de asentarse en un lugar, con raíces tan fuertes que es capaz de resistir fuertes vientos y tormentas. Pocas cosas lo derriban por completo.
Estas raíces, ocultas a la mirada del hombre, y que permiten al árbol alcanzar toda su plenitud, tienen mayor similitud con el ser humano que el pájaro. La persona, para ser cada vez más perfecta, necesita al igual que el árbol, de raíces. Son las raíces las que vinculan a la tierra y permiten vivir y crecer, sin ellas nos secamos y permanecemos vacíos.
Raíces o vínculos, que no esclavizan como pareciera ser la idea generalizada de la posmodernidad, sino que por el contrario permiten inclusive medir la calidad de un hombre. Es triste ver hoy personas que no viven sus vínculos, ya que en ellos no hay en realidad egoísmo, sino mutilación, olvidan que los vínculos llenan de sol.
El vínculo genera, haciendo una analogía novelesca, que si viene la persona con quien lo hayamos formado, a las cuatro de la tarde, desde las tres seré feliz. Cuanto más avance la hora más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré inquieto y agitado ¡es el precio de la felicidad! Y al final del día, cuando ya se haya ido, ya la estaré extrañando. La grandeza de la libertad va unida a un lazo.
Por eso se afirma que el matrimonio equivale a un lazo constituido por el vínculo sagrado, pero se ha pretendido desvirtuarlo considerándolo como atentatorio contra libertad, cuando por el contrario el vínculo “la permite”. Esto se debe al “yo” tan frecuente de nuestro tiempo.
Hoy es más libre el que dice “yo” más fuerte, el que puede imponer su voluntad siempre, el que adquiere más independencia, el que puede decidir y decide todo lo que tiene que ver con él sin tener que someterse a nada ni nadie. Este es quizás el quiebre más grave del hombre con su felicidad, pues si olvida que él es relación y piensa que alcanzará su felicidad en la afirmación de su independencia, su vida perderá la belleza, se destruirá a sí mismo y la convivencia estará llena de conflictos.
Lo afirmaba Joseph Ratzinger, cada uno es tanto más él mismo cuanto más relación es. Es decir, yo soy yo cuando acepto y vivo mis relaciones, de manera que cada uno se hace dueño de su propia vida estableciendo relaciones.
Al hombre se le ha olvidado, o bien no quiere entender que la libertad nace cuando el “yo” se entrega al “tú”, porque entonces se asume la forma de Dios, porque la forma de Jesucristo es la entrega.
El matrimonio, cuando es discutido socialmente, tiene una nota característica: es analizado como problema, “el problema del matrimonio”, “el problema del ‘matrimonio gay’”, “el problema del divorcio”, etc.
Pero hay que distinguir, como nos gusta afirmar a los abogados. Hay que distinguir entre “problemas” y “misterios”, porque tratar a los misterios como problemas, y a los problemas como misterios, es un error que lleva a quebrar un Derecho de Familia justo.
La diferencia entre problema y misterio radica en que el problema es una dificultad objetiva y su solución depende de la técnica: técnica matemática, técnica científica, técnica legislativa. Conocida la técnica se encuentra la solución, y el problema se acaba. Pero hay que advertir que los problemas los encuentro fuera de mí, pero el problema “no lo vivo yo”, y es por esto que otros pueden resolver el problema por mí, indicarme la solución o incluso presentármelo ya resuelto.
El misterio es diferente. Éste no conlleva una solución de tipo técnico, porque esta solución no es de carácter racional en ese sentido. El misterio no se resuelve como el problema porque yo estoy implicado en el misterio, soy parte de él y nadie lo resuelve por mí. Gabriel Marcel sostenía “Los misterios no son verdades que están por encima de nosotros, sino verdades que nos abarcan”.
El matrimonio no es un problema, el matrimonio es un misterio, pero toda la discusión en torno a él se analiza como lo primero. Reconocer esto no es debilidad, como pudiera sostener más de alguno que lea esta columna, sino que por el contrario, es algo bueno, pero difícil de reconocerlo en una cultura ideológicamente racionalista. Los hijos de Descartes me criticarán.
El misterio no debe ser reducido a un problema, eso es degradarlo. Esto es lo que pasa cuando se analiza el matrimonio como un problema, se degrada. Aquello equivale a no respetarlo, porque cada uno termina acomodándolo a su medida con actitudes tan comunes, pero poco señaladas en el debate nacional. De ahí derivan las tres actitudes más comunes: quitar lo que no me gusta (por ejemplo la monogamia, la heretosexualidad, etc.), negar lo que no se entiende (por ejemplo la fidelidad pase lo que pase y hasta que la muerte los separe), y añadir caprichosamente algo que lo hace a mi medida (por ejemplo anticonceptivos, con tantas personas y de tales sexos).
Los misterios no se resuelven con técnicas como los problemas. Se resuelven acogiéndolos y aceptándolos tal como son. Nos falta contemplar el misterio y reconocer que en este caso, el misterio del matrimonio es el que nos abarca a nosotros.
El matrimonio es de esos misterios, de esas realidades que son “alusivas” de otra realidad más, es referencial de otra realidad, la cual si de algún modo está oculta, no por eso deja de estar presente.
Esta realidad a la que alude el matrimonio o a la que hace referencia es a algo que lo trasciende, refleja algo que no es él mismo, sino que es un signo que está más allá del mismo. Una obra musical de Coldplay, no es constitutiva de cada uno de sus miembros, sus canciones no son ellos, pero si son un reflejo de ellos, sus canciones son una referencia de lo que ellos mismos son.
Con el matrimonio pasa algo similar. Esto porque el hombre es el único que es imagen de Dios, y no en un sentido metafórico. Y aun así, Dios quiso una imagen aún más alusiva o clara de sí mismo, en razón de su propia imagen pluripersonal (Padre, Hijo, Espíritu Santo). “El hombre llega a ser imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad cuanto en el momento de la comunión. Él, en efecto, es desde el ‘principio’ no solamente imagen en la cual se refleja la soledad de una Persona que rige el mundo, sino también, y esencialmente, imagen de una inescrutable comunión de personas”, afirmaba san Juan Pablo II.
Por tanto el matrimonio es referencial, ya que encuentra su fundamento en otra realidad de la que el matrimonio es solo una imagen limitada. Por esto es alusivo, porque hace referencia a algo que lo trasciende. Así el matrimonio es un signo de algo que está más allá.
De esta manera el matrimonio es también “recuerdo”, un recuerdo de cómo es Dios y no una mera convención de las partes que pactan las condiciones en las que se unen, es “alusivo” porque no es diseñado por la ley como vehículo de lo que el hombre quiera en cada caso, y es “eterno” porque es imagen de lo trascendente y por tanto no caduco, aunque así lo señale la actual Ley de Matrimonio Civil chilena.
Estos tres datos, vínculo, misterio y trascendencia son las claves para que el matrimonio sea nuevamente respetado como lo que es, solo así el Derecho de Familia podrá recuperar su finalidad justificadora, con la convicción de que el matrimonio es una “realidad que se descubre”, y que por tanto no se fabrica a la medida de cada uno con la facultad de hacer y deshacer.
Gonzalo Carrasco A. es Abogado y Editor de vivachile.org.
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