Con hora nueva o vieja, me parece imprescindible recuperar esos tiempos de estar juntos y contar, sin interferencias de cacharros ni de unas prioridades personales algo desquiciadas
Las dudas sobre la conveniencia de cambiar la hora retornan cada primavera. Sin embargo, comparecen con menos frecuencia, aunque también son antiguas, las dudas sobre nuestro peculiar horario de trabajo y comidas, casi único en el mundo. Hace muchos años comentaba con Alejandro Llano esa anomalía relojera y le decía que deberíamos adoptar un horario como el de todo el mundo: adelantar la jornada laboral y recortar el almuerzo, de modo que se pudiera salir antes de trabajar. No sé si pensará lo mismo ahora, pero me contestó entonces que, siendo como somos, aunque mi propuesta tenía sentido, probablemente terminaríamos entrando más temprano a la oficina, comiendo rápido y mal, y saliendo a la misma hora de siempre. Me entró la risa, porque tenía razón. Al asunto no le falta enjundia, porque en el horario nos jugamos muchas cosas.
Hay algo razonable en plegarse a los ritmos que marca el sol, de los que España se ha apartado hace más de setenta años. En los pueblos, por lo menos aquí, en Galicia, se notaba más. Hasta el punto de que la gente se regía por dos horarios: el oficial a partir de 1940 y el anterior, al que llamaban «a hora vella». Se oían frases como «Salimos a las cuatro de la hora vieja». Porque esta se arrimaba más a la del sol, y en el campo no había sintonía de mayor eficacia tanto para el trabajo como para el descanso. En invierno como en verano, la salida y la caída del sol marcaban lo que se podía hacer y lo que no.
Mi madre recuerda con ilusión indescriptible las noches largas de invierno, con los diez hermanos reunidos con sus padres y la abuela en torno al fuego del hogar, la repisa de piedra con brasas en el centro sobre el que pendía poderosa la cadena del pote. Las mujeres calcetaban, mi abuelo hilaba y no queda muy claro qué hacían mis tíos, salvo contar muchas cosas y acaso aguantar madejas o devanar ovillos. Quizá por eso mis tíos son grandes narradores criados en la escuela de la lareira.
A menudo se acercaban algunos hijos de los vecinos y, de entre todos, preferían a Ricardodo Carpinteiro −así llamaban a los de su casa, aunque no había ningún carpintero en ella−, porque contaba mejor y con más gracia. También ellos iban a las casas vecinas, pero por lo visto debían estar todos de vuelta a la hora del rosario. Lo rezaban y se iban a la cama. Mi bisabuela, entonces, pasaba por las habitaciones para rociar con agua bendita las camas. En la de los chicos, mi tío Ricardo siempre le gastaba la misma broma: «Toda el agua cayó del lado de Pepe, y yo me he quedado sin nada». Entonces mi bisabuela, riéndose, repetía la operación cargando la mano hacia Ricardo.
En casa de mi padre ocurría lo mismo. Había siesta obligatoria en verano, algo dolorosísimo para mí y para los demás niños, y no quedaba tiempo para ella en invierno. Las noches se parecían en todo a las de la casa de mi madre, salvo en que se dirigía el rosario por turno y los pequeños nos alegrábamos −también alguno de los mayores− cuando le tocaba a mi abuelo, porque siempre llegaba rendido a la noche, cabeceaba de sueño y, en cada cabeceo, se saltaba algún misterio o media letanía.
Supongo que ya se me adivina la intención. Quiero decir que, con hora nueva o vieja, me parece imprescindible recuperar esos tiempos de estar juntos y contar, sin interferencias de cacharros −la televisión, los teléfonos móviles− ni de unas prioridades personales algo desquiciadas. También porque mejoraría nuestra salud física y literaria.