El Prelado del Opus Dei repasa la parábola del hijo pródigo para reflexionar sobre el perdón de Dios, de quien debemos aprender a vivir esta obra de misericordia
«Deseemos vivamente que la decisión de perdonar y pedir perdón se convierta en una actitud habitual en nosotros, en cada familia, entre los amigos».
Una de las obras de misericordia que más necesita el mundo −ahora y siempre− consiste en perdonar al que nos ofende. “¡Qué difícil nos puede parecer muchas veces perdonar! −ha señalado el Santo Padre−. Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices”.
Este vivir felices se alza ante nosotros como un deseo de todos los seres humanos. Pero nadie puede alcanzar la felicidad por cuenta propia, a espaldas de Dios y de los demás. Con alguna frecuencia, quizá crece la sensación de que quienes nos rodean resultan más bien un obstáculo: porque nos ofenden; porque nos maltratan; porque nos causan dolor físico o moral... males que experimentó el mismo Jesucristo, crucificado por aquellos a quienes vino a traer la salvación.
El Señor, rostro visible de la misericordia del Padre, perdonó sin dar cabida al resentimiento: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”, rezó mientas pendía del leño de la Cruz. De ese modo, rompió decididamente el círculo vicioso del odio que sólo genera más odio, del círculo de la venganza, del rencor; e hizo que de esa Cruz manara una fuente de misericordia, capaz de cambiar la historia de cada mujer y de cada hombre.
La Cruz del Señor nos ayuda a comprender que todos necesitamos del perdón: de perdonar y de ser perdonados. Quien no asimila esta realidad, se vuelve incapaz de sondear la buena profundidad del amor que le une a otra persona o a Dios.
Repasemos la parábola del hijo pródigo. El joven, cegado por la inexperiencia y el orgullo, se alejó de la casa paterna y dilapidó todo lo que había recibido. Si regresó a casa, se debió a que habría palpado muy de cerca, en otros momentos, la misericordia paterna, su comprensión, y sabía de sobra que no sería rechazado. Al reencontrar a su padre, éste le entregó, con un abrazo, su don más grande: el perdón. Y procedió así sin humillarle, sin recordarle ni siquiera por un instante sus anteriores advertencias y consejos. Sólo entonces, el joven alcanzó a comprender el verdadero tesoro del amor paterno que había ignorado y dejado atrás, y que, afortunadamente, al volver contrito, había recuperado.
También cada uno de nosotros necesita acudir con frecuencia al sacramento del perdón, para entender de alguna manera la hondura del amor divino. “Dios no se cansa de perdonar −recuerda el Papa−, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. En efecto, por desgracia alimentamos incluso la determinación de acostumbrarnos a la frialdad del pecado. Por eso, si ya nos beneficiamos de este sacramento, hagámoslo con las mejores disposiciones a nuestro alcance, yendo con mayor frecuencia o preparándonos mejor. Para lograrlo, arrojémonos en los brazos misericordiosos de Dios, eliminemos radicalmente los prejuicios y las excusas que nos impiden percibir en el alma esa caricia de la comprensión del Señor. ¿Acaso no recordamos la felicidad experimentada la última vez que nos reconciliamos con una persona? ¿No resulta la petición de perdón un gesto humano capaz de “poner rostro” a ese Dios, que tantas veces apartamos de nuestra vida y cuya bondad hemos olvidado?
Muchos cristianos desconocen la belleza de la Confesión. Convenzámonos: este sacramento no ha pasado ni pasará de moda nunca. Posee y poseerá una potencia siempre actual. Más aún, es un sacramento que abre nuestra vida al futuro, porque nos devuelve la esperanza. Recemos por tanto para que el Año Jubilar de la Misericordia permita a tantos cristianos recuperar la senda de vuelta a la casa paterna.
Quizá a alguno se le antoje que, para confesarse, se requiere una preparación previa muy compleja, y no es así: basta desear la gracia, hacer un buen examen de conciencia −quizá con la ayuda de un guión o con la colaboración de una persona competente− y luego, confiadamente, acudir al sacerdote. No pasemos por alto que fueron los sufrimientos interiores y exteriores, el conocimiento de la propia miseria y el recuerdo del amor paterno, lo que movió interiormente al hijo pródigo para ponerse en marcha. En una situación similar se encuentran muchas personas a nuestro alrededor: sólo necesitan a alguien que les acompañe en ese viaje de regreso a la casa del Padre.
Por otro lado, así como Dios absuelve también nosotros debemos saber perdonar cuantas veces sea necesario en la vida cotidiana. Puede ocurrir que quizá a causa de malentendidos, diferencias de caracteres, divergencias políticas o culturales, o cuestiones de otro tipo, algunos hombres y mujeres arrastran durante años el recuerdo de las ofensas causadas por amigos o por terceros. Desgraciadamente, con una disposición en el alma de ese género, los conflictos pueden prolongarse en el tiempo, sin que ninguno dé su brazo a torcer.
Inmersos de lleno, como estamos, en el Año de la misericordia, ¿no descubrimos este tiempo como ocasión magnífica para ofrecer nuestra reconciliación, aunque hayamos sido nosotros los ofendidos? El Señor da siempre el primer paso para perdonarnos, aunque no merezcamos su gracia; ¿no nos decidimos a seguir el ejemplo del Maestro? “Esfuérzate, si es preciso −escribió san Josemaría−, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti”.
Deseemos vivamente que la decisión de perdonar y pedir perdón se convierta en una actitud habitual en nosotros, en cada familia, entre los amigos. Pensemos que, sin la disposición de perdonar, todos los escenarios en los que nos movemos −también la propia familia− se convierten en ambientes desoladores, egoístas, tristones, que emponzoñan las almas o las entristecen. Bien precisa es la lección de Jesucristo: amar sin descanso, también al que nos hiere.
Por tanto, si los demás corresponden a nuestro perdón, demos gracias a Dios; pero si no obtenemos esa respuesta que desearíamos, no nos desanimemos, porque la misericordia es gratuita, no espera nada a cambio. Jesucristo murió rezando por los que le crucificaban y le ofendían. Su muerte redentora fue causa de que el velo del odio cayera de los ojos de las almas. Y sólo entonces, al contemplar cómo expiró Jesucristo, el centurión que estaba junto a la Cruz pronunció este hermoso acto de fe: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.
Si los cristianos perdonamos prontamente las ofensas recibidas, con alegría y sencillez de corazón, muchos se sentirán atraídos por el amor de los hijos de Dios, y llegarán a encontrar al Padre bueno que a todos desea abrazar con su misericordia.
Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei.
Fuente: opusdei.es.
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