En la tercera bienaventuranza, el Señor invita a cultivar un corazón manso, dispuesto a cooperar con Dios con serenidad, humildad y firmeza. Nuevo editorial dirigido a gente joven
La gente que escuchaba al Señor en la montaña se miraba sin decir palabra: cada bienaventuranza era una sorpresa. La fuerza de su discurso comenzaba a entusiasmarles, ya que el Maestro se dirigía a los pobres y a los que lloran, personas que hasta entonces habían desarrollado un papel secundario en la historia de Israel.
Ellos eran muchos, bastaba ver el mar de gente que se congregaba en torno a la colina: sólo necesitaban un líder, un Mesías que les lanzara a la acción y les librase de su miseria. Pero, con la tercera bienaventuranza, Jesús les abre de nuevo un océano desconocido e inesperado. Para su sorpresa, dijo: Dichosos los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Si alguno de los presentes buscaba en el Nazareno a un líder social o un justiciero revolucionario, quedaría defraudado al oír estas palabras. El Señor les está invitando a vencer la ira con la serenidad, el odio con el perdón, la rabia con la mansedumbre. ¿Tenían, por tanto, que continuar sufriendo? ¿quería el Mesías que renunciaran a luchar por la justicia?
¿De qué mansedumbre habla Jesús? Para entenderlo mejor, hace falta adelantar unas páginas en el Evangelio y leer que Él mismo dirá: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón[1]. La mansedumbre que nos propone Cristo, por tanto, es una característica del corazón, lugar en el que se generan y agitan las pasiones que llenan de altibajos nuestra vida, haciéndonos capaces de lo mejor y de lo peor, dignos de heredar la tierra o de arrastrarnos por ella.
Alejandro Magno −el famoso guerrero que conquistó un imperio en el siglo IV a. C.− tenía sólo 16 años cuando su padre Filipo, el emperador de Macedonia, le nombró jefe del ejército. Como los soldados se negaban a ser liderados por un chico tan joven, con el fin de humillarlo, el día de su nombramiento le regalaron un caballo que jamás nadie había logrado cabalgar. Se llamaba Bucéfalo. El animal era pura energía: ¡qué gran servicio podría prestar en la batalla! Por desgracia, se trataba de una montura incontrolable: en cuanto alguien intentaba subirse, se encabritaba y le lanzaba por los aires.
A nosotros nos puede ocurrir así: estamos llenos de energía y ganas de hacer cosas grandes, pero no siempre somos capaces de controlar nuestro carácter. Cuando, como Bucéfalo, recae sobre nuestras espaldas una responsabilidad, a veces no sabemos gestionarla: querríamos acabar un trabajo, pero nos vence la desgana; procuramos ser amables, pero enseguida nos enfadamos; planeamos llenar una tarde, pero pronto nuestros propósitos se esfuman ahogados en la desgana o el desánimo…
En todos esos casos, las pasiones echan por tierra nuestros buenos deseos, porque no es fácil controlar los propios sentimientos. “No logro entender lo que hago −escribió san Pablo, un poco cansado de sí mismo− pues lo que quiero, no lo hago; y, en cambio, lo que detesto, eso hago”[2].
En la juventud empezamos a llevar las riendas de nuestra vida, y por eso las pasiones irrumpen con fuerza en ella: precisamente están pensadas para ayudarnos a superar los obstáculos que encontraremos a lo largo de los años. Si bien resultan necesarias, es importante aprender a gestionarlas para que no cuajen en nuestra personalidad de manera incontrolada.
Los enfados desmedidos y sin justificación, la desgana ante cualquier esfuerzo, la preocupación excesiva por tener de todo o la sensualidad desenfrenada son señales de que aún no hemos logrado dominar nuestras pasiones y, como Bucéfalo, con su enorme fuerza, tarde o pronto serán capaces de arrojar por tierra nuestros buenos deseos.
Al sentir los primeros tirones violentos del caballo, el joven Alejandro Magno comprendió el problema: Bucéfalo se asustaba con la sombra que el jinete proyectaba en el suelo. El animal, nervioso, corcoveaba para librarse del fantasma que creía ver, agitaba su cuerpo y levantaba las patas, bufando enfurecido. Sin embargo, el soldado, ante la sorpresa de todos sus hombres, no se dejó caer.
¿Cómo lograr encauzar a las pasiones? Necesitamos ser guiados por un jinete que, como Alejandro, conserve la serenidad en el momento de la prueba. Así como el hijo de Filipo sabía que necesitaba ese temple para llegar a ser un gran emperador, también nosotros hemos descubierto algo valioso en lo que gastar una vida y que marca un objetivo claro a nuestra voluntad: ser discípulos del Señor, mejorar el ambiente en el que nos ha tocado vivir y llegar al Cielo.
Al igual que Alejandro, también nosotros somos hijos de un Rey, hijos de Dios, y en el buen uso de las pasiones podremos demostrarlo. “Los hijos... ¡Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus padres! Y los hijos de Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran guardar la dignidad de la realeza! Y tu... ¿no sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu Padre-Dios?”[3]
Estamos llamados a heredar el reino de Dios, a cambiar este mundo y a vivir para siempre, ¿no son motivos suficientes para canalizar en esos ideales todas las energías que Dios nos ha dado en vez de usarlas alimentando nuestro orgullo o gastándolas en caprichos que valen el tiempo que duran?
Una vez, un joven preguntó a san Josemaría: “Padre, ¿usted de joven fue rebelde?” “Oh, sí −respondió el santo−. De joven fui rebelde y ahora lo sigo siendo. Porque no me da la gana protestar por todo sin dar una solución positiva, no me da la gana llenar de desorden la vida. ¡Me rebelo contra todo eso! Quiero ser hijo de Dios, tratar a Dios, portarme como un hombre que sabe que tiene un destino eterno y además pasar por la vida haciendo el bien que pueda, comprendiendo, disculpando, perdonando, conviviendo... ¡esta es mi rebeldía! De modo que yo soy más rebelde que ninguno. Tú sé muy rebelde, que no es malo...”[4].
Y es que el manso no es un ser apático o pasivo, que hace lo que le dicen los demás: quien obra así es un pusilánime, un instrumento débil en el que poco puede apoyarse el Señor. El manso es más bien un rebelde que sabe dar buen uso a sus fuerzas y que recurre a decisiones enérgicas cuando son necesarias para el cambio, como demostró el Señor expulsando a los mercaderes del Templo.
La mansedumbre puede manifestarse tanto externa como internamente. La primera nos llevará a moderar nuestro genio; a discutir cuando sea necesario, pero respetando a la persona que piensa de modo diverso −no alzando la voz o hiriéndole con nuestra palabra−; a respetar la autoridad de padres o profesores, aunque nos impongan límites que no comprendemos bien; o a vivir las normas básicas de educación, como muestra de respeto hacia uno mismo y hacia los demás.
En el interior, la mansedumbre es igualmente necesaria. Aceptar los consejos que llegan de quien nos quiere bien −que no siempre supone entenderlos, al menos inicialmente−; no agredir a los demás en nuestra imaginación; perdonar siempre, rechazando cualquier tipo de venganza que corroe el alma; no rebuscar torcidamente segundas intenciones en las acciones o palabras ajenas; o aceptar la voluntad de Dios si nuestros planes se tuercen sin que podamos evitarlo, son algunos ejemplos.
Dice el Papa Francisco que “la mansedumbre es la virtud de los fuertes”[5], ya que ese dominio de uno mismo exige un corazón grande, relativizar las contrariedades, aceptar los propios defectos, y ponerse siempre al servicio de los demás, “porque quien no vive para servir, no sirve para vivir”[6]. Por tanto, el manso luchará sin pausa contra el orgullo: ese mentiroso que disimula las propias carencias y transmite el miedo a ser usados por los demás.
Alejandro Magno logró a duras penas mantenerse sobre el animal y, girándolo, le hizo mirar directamente al sol. De ese modo, Bucéfalo no podía ver su propia sombra. Siguieron unos segundos de tensa espera, hasta que jinete y montura se acostumbraron el uno al otro, gustándose mutuamente, reconociéndose capaces de grandes aventuras. Desde entonces, aquel caballo gastó todas sus energías en los campos de batalla, acompañando al conquistador en sus continuas victorias.
Jesús venció también mansamente, llevando la cruz sobre sus hombros en Jerusalén, como un animal de carga arrastra el arado, dejando tras de sí un surco en el que luego crecerá la vida.
Sólo imitándole −mirando al Sol−, lograremos dar sentido a la maravillosa energía que encierran nuestras pasiones, serenos, constantes, capaces de heredar la tierra que Dios quiere poner en nuestras manos. “Si respondes a la llamada que te ha hecho el Señor, tu vida −¡tu pobre vida− dejará en la historia de la humanidad un surco hondo y ancho, luminoso y fecundo, eterno y divino”[7].
* * *
−¿Soy violento con los demás? ¿dejo que mis malhumores hieran a quienes me rodean? ¿les echo la culpa de cualquier cosa que se tuerza en mi día? ¿admito con serenidad mi parte de responsabilidad?
−¿Sé perdonar? ¿evito cualquier juicio negativo contra los demás? ¿me empeño especialmente con quienes no me caen bien?
−¿Escucho cuando me hablan? ¿acepto con sencillez cuando me señalan algo que he hecho mal o me revuelvo con orgullo?
−¿Soy manso con Dios o creo saberlo ya todo? ¿Soy constante en mi formación cristiana?
−¿Huyo de la apatía? ¿pido ayuda a Dios "si todo me da igual"? ¿le pido que me ayude a ver mis defectos y a descubrir las necesidades de los demás?
Juan Narbona / Javier Bordonaba
Fuente: opusdei.es.
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[1] Mt, 11, 29.
[2] Romanos 7,15.
[3] San Josemaría, Camino, 265.
[4] San Josemaría, Encuentro con jóvenes en Perú, 13-VII-1974.
[5] Francisco, Carta al periodista Alfredo Leuco, 15-IV-2015.
[6] Francisco, Homilía en La Habana (Cuba), 20-IX-2015.
[7] San Josemaría, Forja, 59.
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