Petición del Papa al Congreso Diocesano en Roma
Con el discurso del Papa Francisco se abrió la tarde de este 16 de junio en la Catedral de Roma, la Basílica de San Juan de Letrán, el Congreso Diocesano sobre el tema “La Alegría del Amor, el camino de las familias a Roma a la luz de la Exhortación Apostólica ‘Amoris Laetitia’ del Papa Francisco”.
El Congreso inició con el saludo del Cardenal Vicario de la Diócesis de Roma, S.E. Agostino Vallini, al cual siguió la oración inicial y el discurso del Papa Francisco sobre el tema del Congreso. Los trabajos proseguirán hasta la tarde del viernes 17 con cinco laboratorios temáticos en las 36 prefecturas de la diócesis de Roma. Las conclusiones, con la relación del Cardenal Vicario y la presentación de las líneas pastorales, tendrán lugar el 19 de setiembre, siempre en la Catedral de Roma, por la mañana con los párrocos y sacerdotes y por la tarde con los agentes laicos. En esa ocasión será otorgado el mandato a los catequistas para el nuevo año pastoral.
Buenas tardes. Veo las cinco naves llenas. Así que hay ganas de trabajar...
“La alegría del amor: el camino de las familias en Roma”: este es el tema de vuestro Convenio diocesano. No empezaré hablando de la Exhortación[1], porque será objeto de examen en varios grupos de trabajo. Quisiera recuperar con vosotros algunas ideas/tensiones-clave surgidas durante el camino sinodal, que nos pueden ayudar a comprender mejor el espíritu que se refleja en la Exhortación. Un Documento que pueda orientar vuestras reflexiones y vuestros diálogos, y así «traiga valor, estímulo y ayuda a las familias en su esfuerzo y en sus dificultades» (AL, 4).
Me gustaría hacerlo con tres imágenes bíblicas que nos permitan tomar contacto con el paso del Espíritu en el discernimiento de los Padres Sinodales. Tres imágenes bíblicas.
1. «Quítate las sandalias de los pies, porque el lugar en el que estás es suelo santo» (Ex 3,5). Esta fue la invitación de Dios a Moisés ante la zarza ardiente. El terreno que atravesar y los temas que afrontar en el Sínodo, necesitaban una determinada actitud. No se trataba de analizar un tema cualquiera; no estábamos ente una situación cualquiera. Teníamos delante los rostros concretos de tantas familias. He sabido que, en algunos grupos, antes de iniciar los trabajos, los Padres sinodales compartían sus propias realidades familiares. Este dar rostro a los temas −por así decir− exigía (y exige) un clima de respeto capaz de ayudarnos a escuchar lo que Dios nos está diciendo en nuestras situaciones. No un respeto diplomático o políticamente correcto, ¡no!, sino un respeto cargado de preocupaciones y preguntas honestas que miran a la atención de las vidas que estamos llamados a apacentar. ¡Cómo ayuda dar rostro a los temas! ¡Y cómo ayuda a advertir que detrás de los papeles hay un rostro! ¡Cómo ayuda! Nos libera de apresurarnos para obtener conclusiones bien formuladas pero muchas veces carentes de vida; nos libera de hablar en abstracto, para podernos acercar y comprometernos con personas concretas. Nos protege de ideologizar la fe mediante sistemas bien organizados pero que ignoran la gracia. ¡Muchas veces nos volvemos pelagianos! Y eso se puede hacer solo en un clima de fe. Es la fe que nos empuja a no cansarnos de buscar la presencia de Dios en los cambios de la historia.
Cada uno de nosotros ha tenido su experiencia de familia. En algunos casos surge el hacimiento de gracias con mayor facilidad que en otros, pero todos hemos vivido esa experiencia. En ese contexto, Dios viene a nuestro encuentro. Su Palabra vino a nosotros no como una secuencia de tesis abstractas, sino como una compañera de viaje que nos ha sostenido en medio del dolor, nos ha animado en la fiesta y siempre nos ha indicado la meta del camino (AL, 22). Esto nos recuerda que nuestras familias, las familias de nuestras parroquias con sus rostros, sus historias, con todas sus complicaciones no son un problema, son una oportunidad que Dios nos pone delante. Oportunidad que nos reta a suscitar una creatividad misionera capaz de abrazar todas las situaciones concretas, en nuestro caso, de las familias romanas. No solo de las que vienen o se hallan en las parroquias, que sería más o menos fácil, sino poder llegar a las familias de nuestros barrios. Este encuentro nos reta a no dar nada ni nadie por perdido, sino a buscar, a renovar la esperanza de saber que Dios sigue actuando en nuestras familias. Nos reta a no abandonar a nadie porque no esté a la altura de los que se pide de él. Y eso nos impone salir de las declaraciones de principio para meternos en el corazón palpitante de los barrios romanos y, como artesanos, ponernos a plasmar en esa realidad el sueño de Dios, cosa que pueden hacer solo las personas de fe, las que no cierran el paso a la acción del Espíritu. Y que se ensucian las manos. Reflexionar sobre la vida de nuestras familias, tal y como se encuentran, nos pide quitarnos el calzado para descubrir la presencia de Dios. Esta es una primera imagen bíblica. Ir: está Dios, ahí. Dios que anima, Dios que vive, Dios que está crucificado… pero es Dios.
2. Ahora la segunda imagen bíblica. La del fariseo cuando rezando decía al Señor: «O Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, y tampoco como ese publicano» (Lc 18,11). Una de las tentaciones (cfr. AL, 229) a la que estamos continuamente expuestos es tener una lógica separatista. Es curioso. Es para defendernos... Creemos que ganamos en identidad y seguridad cada vez que nos diferenciamos o nos aislamos de los demás, especialmente de los que están viviendo en una situación distinta. La identidad no se hace en la separación, sino en la pertenencia. Mi pertenencia al Señor: eso me da identidad. No separarme de los demás para que no me “contagien”.
Considero necesario dar un paso importante: no podemos analizar, reflexionar y mucho menos rezar sobre la realidad como si nosotros fuésemos por caminos o senderos diversos, como si estuviésemos fuera de la historia. Todos necesitamos convertirnos, todos necesitamos ponernos ante el Señor y renovar cada vez la alianza con Él y decir con el publicano: ¡Dios mío, apiádate de mí que soy un pecador! Con este punto de partida, quedamos incluidos en la misma “parte” −no separados− y nos ponemos ante el Señor con una actitud de humildad y de escucha.
Justamente, mirar a nuestras familias con la delicadeza con que las mira Dios nos ayuda a poner nuestras conciencias en su misma dirección. El acento puesto en la misericordia nos sitúa ante la realidad de modo realista, pero no con un realismo cualquiera, sino con el realismo de Dios. Nuestros análisis son importantes y necesarios y nos ayudarán a tener un sano realismo. Pero nada es comparable al realismo evangélico, que no se queda en la descripción de las situaciones, de las problemáticas −menos aún del pecado−, sino que va siempre más allá y logra ver detrás de cada rostro, de cada historia y situación, una oportunidad, una posibilidad.
El realismo evangélico se compromete con el otro, con los demás y no hace de los ideales y del “deber ser” un obstáculo para encontrarse con los demás en las situaciones en que se hallan. No se trata de no proponer el ideal evangélico, al contrario, nos invita a vivirlo en la historia, con todo lo que comporta. Esto no significa no ser claros en la doctrina, sino evitar caer en juicios y actitudes que no asumen la complejidad de la vida. El realismo evangélico se ensucia las manos porque sabe que “trigo y cizaña” crecen juntos, y el mejor grano −en esta vida− estará siempre mezclado con un poco de cizaña. «Comprendo a los que prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a ninguna confusión. Pero creo sinceramente que Jesús quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu esparce en medio de la fragilidad: una Madre que, en el momento mismo en que expresa claramente su enseñanza objetiva, “no renuncia al bien posible, sino que corra el riesgo de ensuciarse con el fango de la calle”». Una Iglesia capaz de «asumir la lógica de la compasión con las personas frágiles y de evitar persecuciones o juicios demasiado duros e impacientes. El mismo Evangelio nos pide ni juzgar ni condenar (cfr. Mt 7,1; Lc 6,37)» (AL, 308).
Y aquí hago un paréntesis. Ha llegado a mis manos −vosotros la conocéis seguramente− la imagen de ese capitel de la Basílica de Santa María Magdalena en Vézelay, en el Sur de Francia, donde comienza el Camino de Santiago: en una parte está Judas, ahorcado, con la lengua fuera, y en la otra parte del capitel está Jesús Buen Pastor que lo carga a sus espaldas, lo lleva consigo. Es un misterio, esto. Pero esos medievales, que enseñaban la catequesis con las figuras, habían entendido el misterio de Judas. Y Don Primo Mazzolari tiene una bonita homilía, un Jueves Santo, sobre esto, un hermoso discurso. Es un cura no de esta diócesis, pero de Italia. Un cura de Italia que ha entendido bien esta complejidad de la lógica del Evangelio. Y el que más se manchó las manos es Jesús. Jesús se ensució más. No era uno “limpio”, pero iba a la gente, entre la gente, y tomaba a la gente como era, no como debería ser. Volvamos a la imagen bíblica: “Te doy gracias, Señor, porque soy de la Acción Católica, o de esta asociación, o de Caritas, o de esto o de aquello…, y no como esos que viven en los barrios y son ladrones y delincuentes…”. ¡Esto no ayuda a la pastoral!
3. “Los ancianos tendrán sueños proféticos” (cfr. Jl 2,28)[2]. Esa era una de las profecías de Joel para el tiempo del Espíritu. Los ancianos soñarán sueños y los jóvenes tendrán visiones[3]. Con esta tercera imagen quisiera subrayar la importancia que los Padres sinodales dieron al valor del testimonio como lugar donde se puede encontrar el sueño de Dios y la vida de los hombres. En esta profecía contemplamos una realidad obligatoria: en los sueños de nuestros ancianos muchas veces reside la posibilidad de que nuestros jóvenes tengan nuevas visiones, tengan nuevamente un futuro −pienso en los jóvenes de la periferia romana− un mañana, una esperanza. Pero si el 40% de los jóvenes menores de 25 años no tiene trabajo, ¿qué esperanza pueden tener? Aquí en Roma. ¿Cómo encontrar el camino? Son dos realidades −los ancianos y los jóvenes− que van juntas y que se necesitan la una a la otra, están conectadas. Es bonito encontrar esposos, parejas, que ya ancianos siguen buscándose, mirándose; que se siguen queriendo y escogiendo. Es tan bonito ver “abuelos” que muestran en sus rostros arrugados por el tiempo la alegría que nace de haber tomado una decisión de amor y por amor. A Santa Marta vienen tantas parejas que cumplen 50, 60 años de matrimonio, y también a las Audiencias de los miércoles, y yo siempre los abrazo y les agradezco su ejemplo, y pregunto: “¿Quién de vosotros ha tenido más paciencia?” Y siempre dicen: “¡Los dos!” A veces, bromeando, uno dice: “¡Yo!”, pero luego dice: “No, no, es una broma”. Y una vez hubo una respuesta muy bonita, creo que todos lo pensaban pero fue una pareja casada desde hacía 60 años la que logró expresarla: “¡Todavía estamos enamorados!”. ¡Qué bonito! Los abuelos que dan ejemplo. Yo siempre digo: enseñádselo a os jóvenes, que se cansan enseguida, que después de dos o tres años dicen: “Me vuelvo con mi madre”. ¡Los abuelos!
Como sociedad, hemos privado de su voz a nuestros ancianos −¡esto es un pecado social de hoy!−; les hemos privado de su espacio; les hemos privado de la oportunidad de contarnos su vida, sus historias, sus experiencias. Les hemos arrinconado y así hemos perdido la riqueza de su sabiduría. Descartándoles, descartamos la posibilidad de entrar en contacto con el secreto que les permitió seguir adelante. Nos hemos privado del testimonio de cónyuges que no solo han perseverado en el tiempo, sino que conservan en su corazón la gratitud por todo lo que han vivido (cfr. AL, 38).
Esta falta de modelos, de testimonios, esta falta de abuelos, de padres capaces de narrar sueños, no permite a las jóvenes generaciones “tener visiones”. Se quedan arados. No les permite hacer planes, porque el futuro genera inseguridad, desconfianza, miedo. Solo el ejemplo de nuestros padres, ver qué fue posible luchar por algo que valía la pena, les ayudará a alzar la mirada. ¿Cómo pretendemos que los jóvenes vivan el desafío de la familia, del matrimonio como un don, si continuamente oyen decir de nosotros que es un peso? Si queremos “visiones”, dejemos que nuestros abuelos nos cuenten, que compartan sus sueños, para que podamos tener profecías del mañana.
Y aquí quisiera detenerme un momento. Esta es la hora de animar a los abuelos a soñar. Necesitamos los sueños de los abuelos, y escuchar esos sueños. La salvación viene de ahí. No es casualidad que Jesús niño sea llevado al Templo y acogido por dos “abuelos”, que habían contado sus sueños: el anciano Simeón había “soñado”, el Espíritu le había prometido que vería al Señor. Esta es la hora −y no es una metáfora−, esta es la hora en que los abuelos deben soñar. Hay que empujarles a soñar, a decirnos algo. Ellos se sienten descartados, cuando no despreciados. A nosotros nos gusta, en los programas pastorales, decir: “Esta es la hora del valor”, “esta es la hora de los laicos”, “esta es la hora…”. Pues si yo tuviese que decirlo, ¡esta es la hora de los abuelos! “¡Pero, Padre, usted va para atrás, usted es preconciliar!”. Es la hora de los abuelos: que los abuelos sueñen, y los jóvenes aprenderán a profetizar, y a realizar con su fuerza, con su imaginación, con su trabajo, los sueños de los abuelos. Esta es la hora de los abuelos. Y sobre esto me gustaría mucho que vosotros os detengáis en vuestras reflexiones, me gustaría mucho.
Tres imágenes para leer la Amoris laetitia:
a) la vida de cada persona, la de cada familia debe ser tratada con mucho respeto y mucho cuidado. Especialmente cuando reflexionamos sobre estas cosas;
b) guardémonos de poner en juego una pastoral de guetos y para guetos.
c) demos espacio a los ancianos para que vuelvan a soñar.
Tres imágenes que nos recuerdan que «la fe no nos aparta del mundo, sino que nos mete más profundamente en él» (AL, 181). No como aquellos perfectos e inmaculados que creen saberlo todo, sino como personas que han conocido el amor que Dios tiene por nosotros (cfr. 1Jn 4,16). Y en esa confianza, con dicha certeza, con mucha humildad y respeto, queremos acercarnos a todos nuestros hermanos para vivir la alegría del amor en la familia. Con esta confianza renunciamos a los “recintos” «que nos permiten mantenernos a distancia del nudo del drama humano, para que aceptemos verdaderamente entrar en contacto con la existencia concreta de los demás y conozcamos la fuerza de la ternura» (AL, 308). Esto nos impone realizar una pastoral familiar capaz de acoger, acompañar, discernir e integrar. Una pastoral que permita y haga posible el andamiaje adecuado para que la vida que se nos ha confiado encuentre el apoyo que necesita para desarrollarse según el sueño −permitidme el reduccionismo−, según el sueño del “más anciano”: según el sueño de Dios. Gracias.
Cardenal Vallini: Ahora el Santo Padre escuchará tres preguntas que han surgido en el camino preparatorio de nuestro Convenio.
Primera pregunta
Santidad, buenas tardes. En la Exhortación Evangelii gaudium, Usted dice que el gran problema de hoy es el “individualismo cómodo y avaro”; y en Amoris laetitiadice que hay que crear redes de relación entre las familias. Usa una expresión que en italiano suena un poco mal: “la familia ampliada”. Familia ampliada, redes de relaciones entre familias, no solo en la Iglesia sino también en la sociedad, donde los más pequeños, los más pobres, las mujeres solas, los ancianos puedan ser acogidos. Es necesaria una revolución de la ternura, una fraternidad mística. Pues bien, también nosotros sentimos el virus del individualismo en nuestras comunidades; también nosotros somos hijos de este tiempo. Entonces necesitamos una ayuda para crear esta red de relaciones entre las familias, capaz de romper la cerrazón y de encontrarse. Esto, quizá, puede significar cambiar tantas cosas en nuestras parroquias, tantas cosas que tal vez con el tiempo han sedimentado: hostilidad, divisiones, viejos resentimientos. Esta es la pregunta.
Papa Francisco: Es verdad que el individualismo es como el eje de esta cultura. Y ese individualismo tiene muchos nombres, tantos nombres de raíz egoísta: se buscan siempre a sí mismos, no miran al otro, no miran a las otras familias… Se llega, a veces, a ver crueldad pastoral. Por ejemplo, hablo de una experiencia que conocí cuando estaba en Buenos Aires: en una diócesis cercana, algunos párrocos no querían bautizar a los niños de madres solteras. ¡Como si fueran animales! Y eso es individualismo. “No, nosotros somos los perfectos, ese es el camino…”. Es un individualismo que busca también el placer, es hedonista. Voy a decir una palabra un poco fuerte, pero la digo entre comillas: ese “maldito bienestar” que nos ha hecho tanto daño. El bienestar. Hoy Italia tiene una caída de natalidad terrible: está, creo, bajo cero. Y eso empezó con la cultura del bienestar, hace algunos decenios… He conocido a tantas familias que preferían −pero, por favor, no me acuséis los animalistas, porque no quiero ofender a nadie−, preferían tener dos o tres gatos, un perro, en vez de un hijo. Porque tener un hijo no es fácil, y luego sacarlo adelante… Pero lo que más se convierte en un reto con un hijo es que estás haciendo una persona que será libre. El perro, el gato, te darán cariño, pero un cariño “programado”, hasta cierto punto, no libre. Tú tienes uno, dos, tres, cuatro hijos, y sarán libres, y tendrán que ir por la vida con los riesgos de la vida. Ese es el reto que da miedo: la libertad. Y volviendo al individualismo, yo creo que tenemos miedo de la libertad. También en la pastoral: “¿Qué van a decir si hago esto? ¿Se puede?...”. Y tiene miedo. Tú que tienes miedo, ¡arriésgate! En el momento en que estás ahí, y debes decidir, ¡arriésgate! Si te equivocas, está el confesor, está el obispo, ¡pero arriesga! Es como aquel fariseo: la pastoral de las manos limpias, todo limpio, todo en su sitio, todo bonito. Pero fuera de ese ambiente, ¡cuánta miseria, cuánto dolor, cuánta pobreza, cuánta falta de oportunidades de desarrollo! Es un individualismo hedonista, es un individualismo que tiene miedo de la libertad. Es un individualismo −no sé si la gramática italiana lo permite− diría “enjaulante”: te enjaula, no te deja volar libre.
Y luego, sí, la familia ampliada. Es verdad, es una palabra que no siempre suena bien, pero según las culturas; la Exhortación la escribí en español… He conocido, por ejemplo, familias… Justo el otro día, hace una semana o dos, vino a presentar las credenciales el embajador de un país. Estaba el embajador, la familia y la señora que limpiaba en su casa desde muchos años: eso es una familia ampliada. Y esa mujer era de la familia: una mujer sola, y no solo la pagaban bien, la pagaban normal, sino que cuando tuvieron que venir al Papa a dar las credenciales: “tú vienes con nosotros, porque tú eres de la familia”. Es un ejemplo. Eso es dar puesto a la gente. Y entre la gente sencilla, con la sencillez del Evangelio, esa sencillez buena, hay ejemplos así, de ampliar la familia…
Y luego, la otra palabra-clave que tú has dicho, además del individualismo, del miedo a la libertad y el apegamiento al placer, tú has dicho otra palabra: la ternura. Es la caricia de Dios, la ternura. Una vez, en un Sínodo, salió eso: “Debemos hacer la revolución de la ternura”. Y algunos Padres −hace años− dijeron: “Pero eso no se puede decir, no suena bien”. Pues hoy lo podemos decir: falta ternura, falta ternura. Acariciar no solo a los niños, a los enfermos, acariciar mucho a los pecadores… Y hay buenos ejemplos de ternura… La ternura es un lenguaje que vale para los más pequeños, para los que no tienen nada: un niño conoce a su padre y a su madre por las caricias, luego por la voz, pero siempre está la ternura. Y a mí me gusta oír cuando el padre o la madre hablan al niños que empieza a hablar, también el padre y la madre se hacen niños [el Papa imita el tono], habla así… Todos lo hemos visto, ¿verdad? Esa es la ternura. Es abajarme al nivel del otro. Es el camino que hizo Jesús. Jesús no consideró privilegio ser Dios: se anonadó (cfr. Fil 2,6-7). Y habló nuestra lengua, habló con nuestros gestos. El camino de Jesús es la senda de la ternura. Así pues: el hedonismo, el miedo a la libertad, ese es el individualismo contemporáneo. Hay que salir por la senda de la ternura, de la escucha, del acompañar, sin pedir… Sí, con ese lenguaje, con esa actitud las familias crecen: está la pequeña familia, luego la gran familia de los amigos o de los que vienen… No sé si he respondido, pero me parece, me ha salido así.
Segunda pregunta
Santidad, buenas tardes. Vuelvo a un tema que usted ya ha apuntado. Sabemos que como, comunidades cristianas, por una parte no queremos renunciar a las exigencias radicales del Evangelio de la familia: el matrimonio como Sacramento, la indisolubilidad, la fidelidad del matrimonio; y, por otra parte, a la acogida llena de misericordia con todas las situaciones, incluso las más difíciles. ¿Cómo evitar que en nuestras comunidades nazca una doble moral, una exigente y una permisiva, una rigorista y una laxista?
Papa Francisco: Ambos son falsos: ni el rigorismo ni el laxismo son verdades. El Evangelio elige otro camino. Por eso, esas cuatro palabras −acoger, acompañar, integrar, discernir− sin meter la nariz en la vida moral de la gente. Para vuestra tranquilidad, debo deciros que todo lo que está escrito en la Exhortación −y cito las palabras de un gran teólogo que ha sido secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Schönborn, que la presentó− todo es tomista, de principio a fin. Es la doctrina segura. Pero queremos, tantas veces, que la doctrina segura tenga esa seguridad matemática que no existe, ni con el laxismo, de manga ancha, ni con la rigidez. Pensemos en Jesús: la historia es la misma, se repite. Jesús, cuando hablaba a la gente, la gente decía: “Este habla no como nuestros doctores de la ley, habla como quien tiene autoridad” (cfr. Mc 1,22). Aquellos doctores conocían la ley, y para cada caso tenían una ley específica, para llegar al final a casi 600 preceptos. Todo reglado, todo. Y el Señor −la ira de Dios yo la veo en ese capítulo 23 de Mateo: es terrible ese capítulo− sobre todo a mí me impresiona cuando habla del cuarto mandamiento y dice: “Vosotros, que en vez de dar de comer a vuestros padres ancianos, les decís: ‘No, he hecho la promesa, es mejor el altar que vosotros’, estáis en contradicción” (cfr. Mc 7,10-13). Jesús era así, y fue condenado por odio, siempre le ponían trampas delante: “¿Se puede hacer eso o no se puede?” Pensemos en la escena de la adúltera (cfr. Jn 8,1-11). Está escrito: debe ser lapidada. Es la moral. Está clara. Y no rígida, esa no es rígida, es una moral clara. Debe ser lapidada. ¿Por qué? Por la sacralidad del matrimonio, la fidelidad. Jesús en esto es claro. La palabra es adulterio. Está claro. Y Jesús se hace un poco el tonto, deja pasar el tiempo, escribe en la tierra… Y luego dice: “Empezad: el primero de vosotros que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Faltó a la ley, Jesús, en ese caso. Se fueron, comenzando por los más viejos. “Mujer, ¿nadie te ha condenado? Yo tampoco”. ¿Cuál es la moral? Era lapidarla. Pero Jesús falta, falta a la moral. Esto nos hace pensar que no se puede hablar de la “rigidez”, de la “seguridad”, de ser matemático en la moral, como la moral del Evangelio.
Luego, sigamos con las mujeres: cuando aquella señora o señorita [la Samaritana, cfr. Jn 4,1-27], no sé qué era, comenzó a hacer un poco la “catequista” y a decir: “¿Hay que adorar a Dios en este monte o en aquel?”. Jesús le dijo: “¿Y tu marido?” “No tengo”. “Has dicho la verdad”. Y, en efecto, tenía tantas medallas de adulterio, tantos “títulos”… Y sin embargo fue ella, antes de ser perdonada, el “apóstol” de Samaria. Entonces, ¿qué se debe hacer? ¡Vayamos al Evangelio, vayamos a Jesús! Eso no significa tirar el grano con la paja[4], no, no. Eso significa buscar la verdad; y que la moral es un acto de amor, siempre: amor a Dios, amor al prójimo. Es también un acto que deja sitio a la conversión del otro, no condena inmediatamente, deja espacio.
Una vez −hay muchos curas aquí, pero perdonadme− mi predecesor, no, el anterior, el Cardenal Aramburu, que murió después de mi predecesor, cuando fui nombrado arzobispo me dio un consejo: “Cuando veas que un sacerdote vacila un poco, resbala, llámalo y dile: ‘Hablemos un poco, me han dicho que estás en esta situación, como de doble vida, no sé…’; y verás que aquel sacerdote comienza a decir: ‘No, no es verdad, no…’; tú interrúmpelo y dile: ‘Escúchame: ve a casa, piénsalo, y vuelve dentro de quince días, y lo hablamos’; y en esos quince días aquel sacerdote −así me decía él− tenía tiempo de pensar, repensar delante de Jesús y volver: ‘Sí, es verdad. ¡Ayúdeme!’”. Siempre hace falta tiempo. “Pero, Padre, ese cura ha vivido y celebrado Misa en pecado mortal en esos quince días. Así dice la moral; Usted ¿qué dice?”. ¿Qué es mejor? ¿Qué ha sido mejor? ¿Que el obispo haya tenido esa generosidad de darle quince días para pensarlo, con el riesgo de celebrar la Misa en pecado mortal? ¿Es mejor eso o lo otro, la moral rígida? Y a propósito de la moral rígida, os contaré un hecho al que asistí yo mismo.
Cuando estábamos en teología, el examen para escuchar Confesiones −ad audiendas se llamaba− se hacía en tercero, pero nosotros, los de segundo, teníamos permiso para asistir y prepararnos; y una vez, a un compañero nuestro, se le propuso un caso de una persona que va a confesarse, pero un caso tan intricado, respecto al séptimo mandamiento, “de justitia et jure”; era un caso completamente irreal...; y ese compañero, que era una persona normal, dijo al profesor: “Pero, padre, eso en la vida no se encuentra”. “¡Sí, pero está en los libros!”. Eso lo he visto yo.
Tercer pregunta
Santidad, buenas tardes. Donde quiera que vayamos, hoy oímos hablar de crisis del matrimonio. Y entonces le quería preguntar: ¿cómo podemos reforzar hoy la educación de los jóvenes en el amor, en particular al matrimonio sacramental, superando sus resistencias, el escepticismo, las desilusiones, el miedo a lo definitivo? Gracias.
Papa Francisco: Te tomo la última palabra: vivimos también una cultura de lo provisional. A un obispo, he oído hace unos meses, se le presentó un chico que había terminado los estudios universitarios, un buen joven, y le dijo: “Quiero ser sacerdote, pero por diez años”. Es la cultura de lo provisional. Y esto pasa en todas partes, hasta en la vida sacerdotal y en la vida religiosa. Lo provisional. Y por eso, una parte de nuestros matrimonios sacramentales son nulos, porque los esposos dicen: “Sí, para toda la vida”, pero no saben lo que dicen, porque tienen otra cultura. Lo dicen, y tienen buena voluntad, pero no tienen conciencia. Una señora, una vez, en Buenos Aires, me echó en cara: “Los curas sois astutos, porque para ser curas estudiáis ocho años, y luego, si las cosas no van y el cura encuentra una chica que le gusta… al final le dais permiso para casarse y formar una familia. Y a nosotros laicos, que tenemos que hacer el sacramento para toda la vida e indisoluble, nos dan cuatro charlas, ¡y eso para toda la vida!”. Para mí, uno de los problemas es este: la preparación al matrimonio.
Y luego la cuestión está muy vinculada al hecho social. Recuerdo, lo llamé −aquí en Italia, el año pasado−, llamé a un chico que conocí hace tiempo en Ciampino, y se casaba. Lo llamé y le dije: “Me ha dicho tu madre que te casas el próximo mes… ¿Dónde?” “Pues no lo sabemos, porque estamos buscando una iglesia que se adapte al vestido de mi novia… Y luego tenemos que hacer muchas cosas: los bombones y buscar un restaurante que no esté lejos…”. ¡Esas son las preocupaciones! Un hecho social. ¿Cómo cambiar eso? No lo sé. Un hecho social en Buenos Aires: yo prohibí hacer matrimonios religiosos, en Buenos Aires, en los casos que llamamos matrimonios de apuro, matrimonios “de penalti”, cuando está llegando el bebé. Ahora están cambiando las cosas, pero eso existe: socialmente debe estar todo en regla: llega el bebé, pues nos casamos. Y prohibí hacerlo, porque no son libres, ¡no son libres! Quizá se quieren. Y he visto casos hermosos, en los que luego, tras dos o tres años, se han casado, y los he visto entrar en la iglesia: papá, mamá y el niño de la mano. Pero sabían bien lo que hacían. La crisis del matrimonio es porque no se sabe lo que es el sacramento, la belleza del sacramento: no se sabe que es indisoluble, no se sabe que es para toda la vida. Es difícil. Otra experiencia mía en Buenos Aires: los párrocos, cuando daban cursos de preparación, siempre había unas 12 o 13 parejas, no más, no llegaban a 30 personas. La primera pregunta que hacían: “¿Cuántos de vosotros vivís juntos?”. La mayoría levantaba la mano. Prefieren convivir, y eso es un reto, requiere trabajo. No decir en seguida: “¿Por qué no te casas por la Iglesia?”. No. Acompañarles: esperar y hacer madurar. Y hacer madurar la fidelidad. En el campo argentino, en la zona del Noroeste, hay una superstición: que los novios tengan el hijo, que convivan. En el campo pasa eso. Luego, cuando el hijo tiene que ir al colegio, hacen el matrimonio civil. Y luego, ya de abuelos, hacen el matrimonio religioso. Es una superstición, porque dicen que hacerlo religioso enseguida ¡asusta al marido! Debemos luchar también contra estas supersticiones. Sin embargo, os digo de verdad que he visto tanta fidelidad en esas convivencias, tanta fidelidad; y estoy seguro de que eso es un matrimonio verdadero, tienen la gracia del matrimonio, precisamente por la fidelidad que tienen. Pero hay supersticiones locales. Es la pastoral más difícil, la del matrimonio.
Y luego, la paz en la familia. No solo cuando discuten entre sí, y el consejo es siempre no terminar el día sin hacer las paces, porque la guerra fría del día después es peor. Es peor, sí, es peor. Pero cuando se mezclan los parientes, los suegros, porque no es fácil ser suegro o suegra. No es fácil. He oído una cosa bonita, que gustará a las mujeres: cuando una mujer sabe por la ecografía que está encinta de un varón, ¡desde ese momento empieza a estudiar para ser suegra!
Hablando en serio: la preparación al matrimonio, hay que hacerla con cercanía, sin asustarse, lentamente. Es un camino de conversión, muchas veces. Hay, hay chicos y chicas que tienen una pureza, un amor grande y saben lo que hacen. Pero son pocos. La cultura de hoy nos presenta a esos chicos, que son buenos, y debemos acercarnos y acompañarlos, acompañarlos hasta el momento de la madurez. Y ahí, que hagan el sacramento, ¡pero alegres, gozosos! Hace falta mucha paciencia, mucha paciencia. Es la misma paciencia que hace falta para la pastoral de las vocaciones. Escuchar las mismas cosas, escuchar: el apostolado de la oreja, escuchar, acompañar… No asustaros, por favor, no asustaros. No sé si he respondido, pero te hablo de mi experiencia, de lo que he vivido como párroco. ¡Muchas gracias y rezad por mí!
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
[1]Se refiere a la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia (AL), que irá citando durante el discurso (ndt).
[2]“Vuestros ancianos soñarán sueños”, dice literalmente Joel (ndt). Por cierto, el original dice (Cfr. Jl 3,1), cuando lo correcto es (Cfr. Jl 2,28), como hemos puesto.
[3]Esa es la cita completa original de Joel (ndt).
[4]Buttare l’acqua sporca con il bambino: literalmente: “tirar el agua sucia con el niño”. Frase hecha en italiano, de origen alemán, que significa eliminar, sobre todo inadvertidamente, algo valioso al tirar algo indeseable (ndt).
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