El Papa en el Jubileo de los Enfermos y de las personas discapacitadas
Un concepto realista y una proclamación de esperanza en la homilía del Papa Francisco durante la misa celebrada en Roma por el Jubileo de los Enfermos y de las personas discapacitadas.
Homilía del Santo Padre
«Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2,19). El apóstol Pablo usa palabras muy fuertes para expresar el misterio de la vida cristiana: todo se resume en el dinamismo pascual de muerte y resurrección, recibido en el Bautismo. De hecho, con la inmersión en el agua es como si cada uno hubiese muerto y sepultado con Cristo (cfr. Rm 6,3-4), mientras que, cuando emerge del agua, manifiesta la vida nueva en el Espíritu Santo. Esta condición de renacimiento implica a toda la existencia, en todos sus aspectos: también la enfermedad, el sufrimiento y la muerte se insertan en Cristo, y hallan en Él su sentido último. Hoy, en la jornada jubilar dedicada a los que lleva las señales de la enfermedad y de la discapacidad, esta Palabra de vida encuentre en nuestra Asamblea una particular resonancia.
En realidad, antes o después, todos estamos llamados a afrontar, a veces a enfrentar, las fragilidades y enfermedades nuestras y ajenas. ¡Y de qué modos tan distintos se asumen esas experiencias tan típica y dramáticamente humanas! En todo caso, nos plantean de manera más aguda y apremiante el interrogante sobre el sentido de la existencia. En nuestro ánimo puede suceder también una actitud cínica, como si todo se pudiese resolver padeciendo o contando solo con las propias fuerzas. Otras veces, al contrario, se pone toda la confianza en los descubrimientos de la ciencia, pensando que ciertamente en alguna parte del mundo existe una medicina capaz de curar la enfermedad. Desgraciadamente no es así, y aunque esa medicina existiese, sería accesible a poquísimas personas.
La naturaleza humana, herida por el pecado, lleva inscrita en sí la realidad del límite. Conocemos la objeción que, sobre todo en estos tiempos, se pone ante una existencia marcada por fuertes limitaciones físicas. Se considera que una persona enferma o discapacitada no puede ser feliz, porque es incapaz de llevar el estilo de vida impuesto por la cultura del placer y de la diversión. En la época en que una cierta cura del cuerpo se ha convertido en un mito de masas y, por tanto, en negocio económico, lo que es imperfecto debe ser tapado, porque atenta a la felicidad y a la serenidad de los privilegiados y pone en crisis el modelo dominante. Mejor tener a esas personas separadas, en cualquier “recinto” −tal vez dorado− o en las “reservas” del pietismo y del asistencialismo, para que no molesten al ritmo del falso bienestar. En algunos casos, incluso, se sostiene que es mejor desembarazarse cuanto antes de ellas, porque se han convertido en un peso económico insostenible en un tiempo de crisis. Pero, en realidad, ¡qué engaño vive el hombre de hoy cuando cierra los ojos ante la enfermedad y la discapacidad! No comprende el verdadero sentido de la vida, que comporta también la aceptación del sufrimiento y de las limitaciones. El mundo no es mejor porque esté compuesto solo por personas aparentemente “perfectas”, por no decir “disfrazadas”, sino cuando crecen la solidaridad entre los seres humanos, la aceptación recíproca y el respeto. ¡Qué ciertas son las palabras del apóstol: «Lo débil del mundo escogió Dios para confundir a los fuertes» (1Cor 1,27)!
También el Evangelio de este domingo (Lc 7,36-8,3) presenta una particular situación de debilidad. La mujer pecadora es juzgada y marginada, mientras que Jesús la acoge y la defiende: «Ha amado mucho» (v. 47). Esa es la conclusión de Jesús, atento al sufrimiento y al llanto de aquella persona. Su ternura es signo del amor que Dios reserva a los que sufren y son excluidos. No existe solo el sufrimiento físico; hoy, una de las patologías más frecuentes es también la que toca al espíritu. Es un sufrimiento que implica al ánimo y lo pone triste porque se ve privado de amor. La patología de la tristeza. Cuando se experimenta la desilusión o la traición en las relaciones importantes, entonces nos descubrimos vulnerables, débiles y sin defensa. La tentación de encerrarnos en nosotros mismos se hace muy fuerte, y se corre el riesgo de perder la ocasión de la vida: amar a pesar de todo. ¡Amar a pesar de todo!
Por otro lado, la felicidad que cada uno desea puede expresarse de tantos modos y puede lograse solo si somos capaces de amar. Ese es el camino. Es siempre una cuestión de amor, no hay otro camino. El verdadero reto es el de quien ama más. ¡Cuántas personas discapacitadas y que sufren se abren a la vida en cuanto descubren que son amadas! ¡Y cuánto amor puede surgir de un corazón solo por una sonrisa! La terapia de la sonrisa. Entonces la fragilidad misma puede ser consuelo y apoyo a nuestra soledad. Jesús, en su pasión, nos amó hasta el fin (cfr. Jn 13,1); en la cruz reveló el Amor que se da sin límites. ¿Qué podremos reprochar a Dios por nuestras enfermedades y sufrimientos que no esté ya impreso en el rostro de su Hijo crucificado? A su dolor físico se añaden la burla, la marginación…, mientras Él responde con la misericordia que a todos acoge y a todos perdona: «en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5; 1Pt 2,24). Jesús es el médico que cura con la medicina del amor, porque carga sobre sí nuestro sufrimiento y lo redime. Sabemos que Dios sabe comprender nuestras enfermedades, porque Él mismo las padeció en primera persona (cfr. Hb 4,15).
El modo en que vivamos la enfermedad y la discapacidad es índice del amor que estemos dispuestos a ofrecer. El modo en que afrontamos el sufrimiento y el límite es criterio de nuestra libertad de dar sentido a las experiencias de la vida, incluso cuando nos parezcan absurdas e inmerecidas. No nos dejemos turbar, por tanto, por estas tribulaciones (cfr. 1Ts 3,3). Sabemos que en la debilidad podemos ser fuertes (cfr. 2Cor 12,10), y recibir la gracia de completar en nosotros lo que falta a los sufrimientos de Cristo, a favor de la Iglesia su cuerpo (cfr. Col 1,24); un cuerpo que, a imagen del cuerpo del Señor resucitado, conserva las llagas, signo de la dura lucha, pero llagas transfiguradas para siempre por el amor.