La nueva convocatoria de elecciones generales nos sitúa ante la calidad de nuestra capacidad de pacto. Se han dado descalificaciones para todos los gustos o disgustos. En estos meses, no se ha sabido muy bien si alguien deseaba comprometerse con otro o sencillamente atendía a su juego, a salvar su silla, o mermar al contrario. No sé si es la historia de las dos Españas reeditada y amenazada con ser no dos, sino tres, cuatro… Parece como si los españoles estuviéramos condenados a no entendernos porque nuestra cultura del pacto se supone poco menos que nula. Tenemos fama de peleones, pero observamos igualmente que hay una gran parte del pueblo que −por hartazgo, cansancio, mentiras, corrupción, etc.− permanece sensiblemente aletargada, sin capacidad de reacción.
Pero nuestra historia se ha hecho con pactos trascendentales, que dieron muy buenos resultados. Por ejemplo, el Compromiso de Caspe, que solventó, previa la Concordia de Alcañiz, la sucesión del Rey de Aragón, de Valencia y del Principado de Cataluña a la muerte de Martín II en 1409. Allí intervinieron por parte de Valencia Bonifacio Ferrer, San Vicente Ferrer y Pedro Beltrán, en sustitución de Ginés Rabassa, buen jurista, pero enfermo. Como es sabido, fue elegido Fernando de Trastámara que, por casamiento con Isabel de Castilla, uniría todos esos reinos y el Principado de Cataluña. Otro ejemplo de paz lograda mediante pacto es el Tratado de Tordesillas que repartiría las zonas de influencia de España y Portugal de los territorios transoceánicos descubiertos.
Después de muchas batallas, algo podría decirse de lo sucedido anteriormente con las invasiones germánicas, hasta la unidad lograda por los visigodos. También hubo pactos que consolidaron la España visigoda. Algo parecido sucedió antes con la invasión de la Península Ibérica por Roma: Los pueblos que la habitaban acabaron romanizándose prácticamente en su integridad, imponiéndose el derecho, la religión y el modo de vida romanos. No fue de forma pacífica, pero Iberia, siendo la última conquistada, fue la primera romanizada, y acabó imponiéndose un estilo de vida destruido cuando los citados bárbaros aparecieron, hasta conseguir de nuevo la unidad con otro modo de vivir.
Más cerca de nosotros, España se levantó contra el ejército de Napoleón, en una guerra un tanto desigual. El famoso Bando del Alcalde de Móstoles prendió inmediatamente en Valencia, Cartagena, Zaragoza, Gerona −famosa por su heroica resistencia−. El Tratado de Valençay restituía el trono a Fernando VII, aunque con grandes pérdidas humanas y económicas para el país. Estoy escribiendo de guerras más que de pactos. Lo hago porque esa historia muestra algo que parece escasear en nuestros días: un sano espíritu de cuerpo, de país, de patriotismo, que necesitamos para obviar las diferencias y sacrificarnos en aras de la unidad. No hablo de soluciones políticas concretas, me parece más un tema ético: mirar por el bien común.
La visión clásica de la vida social, reivindicada hoy por A. MacIntyre, pone como fin de la ciudad −en palabras de Aristóteles− la vida buena, que no es sólo la conveniencia o el simple vivir. El “vivir bien” supone la convivencia con terceros. Escribe Yepes Stork: los hombres se asocian no sólo para sobrevivir y satisfacer sus necesidades materiales perentorias, sino sobre todo para alcanzar los bienes que conforman la vida buena, solamente lograda gracias a la amistad en sentido amplio, a las buenas relaciones interpersonales entre el conjunto de los ciudadanos, que son en sí uno de los principales elementos de la vida buena. La “Ética a Nicómaco” señala la familia, los hijos y el hogar, una moderada cantidad de riquezas, los buenos amigos, una templada buena suerte, la fama, el honor, la buena salud y, sobre todo, una vida nutrida en la contemplación de la verdad y la práctica de la virtud. Esta relación admite añadidos y discusión.
Sócrates escribía: Voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y viejos, de que nuestra primera preocupación no se refiera a nuestros cuerpos o posesiones, sino a que nuestra alma sea lo mejor posible, diciéndoos: “las riquezas no dan la virtud, sino que la virtud da las riquezas y todos los otros bienes, tanto al individuo como al Estado”. La historia de la vida y muerte de Sócrates, narrada por Platón, es un buen modelo en el que se sintetizan muchos ideales vividos como tareas y, muy en concreto, el ideal de la virtud y su realización heroica. Lo decisivo para la felicidad, decía Julián Marías, son las formas de presencia y de trato con los demás.
Tal vez todo esto suene a músicas celestiales a ciertos políticos, empresarios, profesionales del Marketing o jugadores de encuestas. Algo que he leído hoy mismo subyace en muchos planteamientos: La filosofía relativista se presenta a sí misma como el presupuesto necesario de la democracia, el respeto y la convivencia. Pero parece no darse cuenta de que el relativismo posibilita la burla y el abuso de quien conserva el poder en sus manos, de quienes promueven sus propios intereses económicos, ideológicos, de poder político, etc. a costa de los demás. Pero lo que demandamos, como dijo Pablo VI, son expertos en humanidad.