Investigación sobre el poder del uniforme. Esto es lo que he aprendido: en un día brillante de verano, en una gran ciudad, un cura con sotana es algo digno de contemplar
Estaba como cura, de pie en la barra de la Billy Goat Tavern, bajo las grandes planchas de cemento que sostienen el centro de Chicago. Justo ahí. No soy cura −no debería decirlo−; solo llevaba el uniforme de un cura. Eran las 10:30 del viernes por la mañana, en la barra de formica de un bar bien iluminado. Estaba visitando a mi camarero favorito, como es mi costumbre cuando voy a Chicago. Sea cura o no. Mi uniforme era una clásica sotana a la vieja usanza. Veinte botones que culminan en un alzacuellos tradicional. (…) No dejaba de patearla al caminar por Chicago, por culpa del viento. Realmente, parecía que iba barriendo la calle.
Cuando entré, mi amigo inmediatamente me sirvió (…) una cerveza de barril. Giré los hombros por el restaurante medio lleno; un pequeño círculo de viejos conocidos me rodeaba. Me gustaría decir que era consciente de ser el hombre más visible de la sala −yo, el cura− pero, ¿a quién iba a engañar? La gente me llevaba mirando desde veintitrés manzanas antes. Una hora con el uniforme, y esto es lo que he aprendido: en un día brillante de verano, en una gran ciudad, un cura con sotana es algo digno de contemplar. La gente establece contacto visual con el cura. Te saludan o inclinan un poco la cabeza. O solo te miran, abiertamente, con respeto, desde lejos. Si es una pareja, el hombre corta su conversación y te dice de repente: “Buenos días, padre”. Una costumbre aprendida en la escuela, y recuperada con gusto. ¡Veintitrés manzanas y el mundo no podía dejar de mirarme! ¡A un cura de a pie!
Y entonces, en un mal momento, levanté la copa, asentí a Jeff, el camarero, y bebí un trago. Solo cuando puse la copa encima de la barra advertí que una mujer, detrás de la ventana, había grabado todo con su móvil. “Vas a estar en Internet antes de comer”, me dijo el camarero sin mirarme, y añadió, “Padre”. Cogí la cerveza, tomé un sorbo, y le dije: "No soy cura". Se giró, entornó los ojos, y me echó un vistazo de arriba abajo. “¿Y eso qué es, entonces?”, dijo. Se refería al vestido. “Es un uniforme”, le dije. Eso era verdad. Ese fue siempre mi plan. Ser honesto. Y le pareció suficiente, porque volvió a centrarse en su caja registradora. Un par de minutos después me dijo: “Una cosa es cierta; un cura, en algún lugar, se va a meter en problemas por esto”.
* * *
No tengo uniforme. La mayor parte del tiempo trabajo solo o tengo conversaciones en la mesa de un restaurante de alguna ciudad desconocida. Como mucho, me enfrento a un aula ante chicos de 21 años. A no ser que cuentes una chaqueta de chándal, una camiseta y un par de pantalones vaqueros, demasiado caros para ser de uniforme, no tengo grandes requisitos a la hora de vestir. A veces me pongo una chaqueta. Tengo una camisa azul muy buena cuando la uso. Es mi preferida. Se trata de cierta libertad ganada en algún cambio en la sociedad del siglo pasado por alguna oleada populista. La gente lo ve como una especie de liberación. Somos individuos, después de todo. No somos robots ni drones. No somos nuestro trabajo.
Sin embargo, gran cantidad de gente utiliza uniforme para el trabajo todos los días. Admito que a menudo he deseado usar uniforme, uno que exigiera algo de mí y tal vez del mundo que me rodea. Un buen uniforme impone. Te asegura que te vean. Sugiere con sencillez tu misión. Una vez que te lo pones, cada uniforme exige su propia postura. Todo el mundo reacciona. Se hacen a un lado, te lanzan miradas de complicidad, te dejan sitio; o se apartan, tratan de olvidar sus prejuicios, y te ignoran.
Así que compré cuatro uniformes, los modifiqué con el asesoramiento de las personas que los usan de verdad, y me puse cada uno un día completo para ver la reacción de la gente. Un cura, un guarda de seguridad, un mecánico y un médico. (…) Sin carné de identidad, sin crucifijo ni rosario en la mano. La idea no era engañar a la gente. No quería ni timarles ni sobreactuar. (….) No di ninguna bendición falsa, no di ningún consejo, ni hice ningún diagnóstico.
Compré la sotana en una tienda religiosa al oeste de Canaryville, en el lado sur de Chicago. Al principio intenté con la camisa negra y la tirilla blanca. De manga larga y de manga corta. Quería parecerme a los jesuitas que me enseñaron a leer y escribir. El uniforme te ahorra la molestia de decidir qué ponerte cada mañana. El empleado de la tienda era un ex dominico. “No está de moda entre los sacerdotes”, me dijo. Es raro que un sacerdote estadounidense lleve sotana fuera de la iglesia. “Pero, me dijo, se está volviendo más corriente. Su uso se estaba perdiendo, pero los seminaristas de ahora y los sacerdotes jóvenes suelen llevar sotana. Son más conservadores y quieren ser visto como lo que son” (…). En ese momento, la tercera generación de propietarios de la tienda salió de su oficina para decirme que no estaba de acuerdo: “Ningún sacerdote se pondría eso en público”. “Sólo diles que eres griego”, me dijo el empleado. “Pareces bastante griego”.
En general, cuando te pones un uniforme, nadie te toca. Excepto al cura. La gente quiere tocar al cura. La mayoría en la muñeca. A mí me pasó doce veces, sólo un toquecito en mitad de la conversación. Un deseo de conexión, un reconocimiento de ciertos aspectos que ni podía imaginar. Curiosamente, el traje del cura era el uniforme más exigente al desgaste físico. Todo el día dando abrazos y arrodillándome para hablar con los niños, o inclinándome por las selfies.
Supongo que es un sacrilegio decir esto, aunque no me voy a preocupar por eso ahora, pero ir barriendo la ciudad con el dobladillo de la sotana de aquí para allá era como si representase a una chica guapa, pero como un hombre célibe que vive en un apartamento de dos habitaciones en Hyde Park. Te lo digo: la gente te mantiene la mirada, sin lujuria. Yo estaba fascinado, mirado con cariño tantas veces (…). Me pareció que el mundo era mejor.
Delante de un restaurante, una anciana me agarró la muñeca con firmeza y me llevó aparte para preguntarme algo. ¡Vaya −pensé−, esto va en serio! Me había preparado para decir que solo era un uniforme. “Padre”, afirmó con vehemencia, “¿es usted griego ortodoxo?”. Le dije que no. La verdad es bastante fácil cuando vas de uniforme. Antes de que pudiera decir nada más, me soltó el brazo, frunció el ceño, y se alejó de mí. “Es usted ruso!”, se volvió y me gritó a unos veinte pasos, levantando un dedo en plan maldición. “Usted es ruso. ¡Rusia!”, dijo ella, haciendo rodar la “r” mientras se iba. “¡Ruso!”, gritó por la calle.
Nadie preguntó mi nombre. Nadie me llamó padre Tom. Pero era lo que el uniforme me hacía ser. La gente quiere creer. Especialmente la gente necesitada. Durante todo el día me enfrentaba a hombres y familias sin hogar, tirados por la calle. A veces se acercaban y me sujetaban por la muñeca. Dos veces me pidieron la bendición, que no les pude dar, al menos, como ellos querían. Quería ser capaz de hacer un servicio al mundo, y me di cuenta de que no podía hacer nada. El uniforme viene con algo de responsabilidad; de lo contrario es solo un traje. Me arrodillé, mostrando un billete de diez dólares, y diciendo: “No soy cura, pero te comprendo”. Y no fue solo una vez; tuve que hacerlo un par de docenas de veces. Chicago es una ciudad grande, con gran cantidad de almas perdidas. Eso me hizo sentir más triste de lo que podía imaginar.Es fácil ponerse una sotana, pero no es nada fácil llevarla, en absoluto.
Ya avanzada la tarde, me quedé frente al edificio Tribune, vestido del padre Tom, y vi a un mago haciendo un truco con un billete de veinte dólares y un limón. Me puse a un lado, con las manos detrás de la espalda, tratando de no parecer muy interesado por la magia. Y entonces vi el movimiento del mago muy claramente, el momento en que mete el billete de veinte en el limón. ¡Pillado! Por un momento pensé ser el cura que ha descubierto el truco. O tal vez él quería que el sacerdote lo viera, porque me guiñó un segundo después. Y después, durante el resto de sus trucos, se dirigía a mí, para que le diera la razón, para que me lo creyera, para que fuera testigo de sus trucos. Preguntas como: “¿Esto le parece lo suficientemente correcto, Padre?”. ¿Podría ayudarle en eso? (…) Di media vuelta y me alejé. “Padre”, llamó. “No se vaya. ¡Sólo usted sabe la verdad! Es el hombre más grande aquí”. ¡Demasiado para mí! Agotado, el padre Tom se acercó a un carrito de comida, compró algo, y saludó a un autobús turístico que le tocó el claxon. Ellos le devolvieron el saludo. (…)
Continúa el artículo −largo− describiendo sus peripecias como guarda de seguridad, mecánico y médico. Y termina así:
En Chicago, la noche antes de salir por las calles vestido de sacerdote, fui a un evento de recaudación de fondos en el teatro de Chicago Soho House. Había sido invitado como Tom Chiarella, pero asistí como el padre Tom, el cura. Fueron mis primeras horas en sotana. Y allí, durante la recaudación de fondos, dos bellas damas me descubrieron: “Usted no es cura”, dijo la más joven. Así que ¡me pilaron!; la única vez que pasó en los cuatro días. Les dije la verdad. Entonces les pregunté cómo lo sabían. “Por un montón de cosas”, dijo una. “Tiene usted un tatuaje en su muñeca. Su pelo es demasiado largo…”. "Y mira cómo se pone”, dijo la otra. “Se acerca demasiado”. Miraban como movía los pies. “No son las formas en que un hombre con sotana estaría parado en compañía de mujeres”, dijo la mujer que habló primero. “Simplemente no se está de pie de esa manera. Está demasiado cerca. Y no es consciente de sus caderas. Está en ángulo equivocado”.
Dijeron que tampoco tenía crucifijo. Me senté en un taburete: misión imposible. La sotana era un problema. Nunca habían visto una fuera de la iglesia. Yo sabía que era un riesgo. (…) “Además, es difícil de llevar en público. No tiene bolsillos”, les dije. “Tengo que arremangarme todo para llegar a la billetera”. Me incliné un poco y empecé a mostrarles el problema, la forma en que tenía que subir ese faldón gigante para coger cinco dólares para el aparcamiento. Ambas me despidieron con la mano. “Parece un tipo pervertido, ¿verdad?”, dijeron. Les pregunté si sabían cómo un cura se habría portado con ellas. Ninguna lo hizo. “Hay cosas que sólo un sacerdote sabe”, dijo una de ellas. Pensaron que debía ser un actor. Les dije que no. Con el tiempo les pregunté por su fe, ya que parecían reconocer un cura cuando lo veían. Pero no me lo dijeron. (…)
Tom Chiarella
Traducción parcial de Luis Montoya del artículo original publicado en esquire.com, el 24 de agosto de 2015.
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