El esfuerzo de Francisco estuvo siempre encaminado a lograr que la Iglesia mire las vicisitudes del hombre actual con misericordia y comprensión
El papa no quiere cambiar la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Lejos está de imponer un «divorcio católico». No pretende aprobar las uniones homosexuales, ni busca bendecir las segundas nupcias de los divorciados. ¿Por qué se piensa lo contrario? ¿De dónde surge la percepción casi generalizada de Francisco como un innovador a toda costa, empeñado en destruir el tesoro de fe que está llamado a custodiar?
Las respuestas se esconden detrás del sínodo. Una realidad que es, al mismo tiempo, un término y una actitud. Describe, sí, una asamblea mundial de obispos que se reúne periódicamente para asesorar al pontífice sobre un tema específico. Pero es, además, la «forma de ser» que Bergoglio propone para la Iglesia. Un estilo «consultivo», donde el pueblo tenga un papel fundamental y la jerarquía recupere el ejercicio de una autoridad intangible más que impuesta.
Como afirmó en múltiples ocasiones, el Papa quiere que todos los temas se aborden con franqueza y sin tabúes. Que los fieles adviertan un debate abierto, realista, honesto. Para él no se trata de una postura oportunista, o una receta voluntarista. Está convencido de que es una característica esencial del pueblo de Dios.
Una convicción peligrosa, en el más amplio sentido. Peligrosa si la Iglesia renuncia a ella. Perdería una parte de su ser. Peligrosa también para quienes, desde la jerarquía eclesiástica, pretenden sofocarla en nombre de lo políticamente correcto.
Por eso la propuesta de Bergoglio es arriesgada y audaz. Lo mostró justamente el Sínodo de los Obispos. Un proceso de reflexión que inició en febrero de 2014 y aún no ha concluido. Para él, Francisco eligió un tema que exige respuestas, la familia, y forzó las reglas para que todos pudiesen hablar. Primero lanzó a la cristiandad un cuestionario sobre los asuntos más variados, incluyendo los «candentes»: anticonceptivos, aborto, homosexualidad y divorcio.
«Ahora nadie podrá decirnos que no escuchamos a la gente», confesó a uno de sus colaboradores. Pero las respuestas del pueblo fiel pasaron el tamiz de dos asambleas con obispos en el Vaticano. Reuniones con clérigos de todas las tendencias. La última en octubre de 2015. Debates verdaderos, vivaces, intensos.
Un proceso que corría el riesgo de ser malinterpretado. O instrumentalizado mediáticamente. Es la regla de la prensa moderna: contraposición significa división y división significa espectáculo. Por eso parecieron imponerse dos leyes: la del obispo contra obispo y la del Papa «progresista» que quería acabar con la tradición.
Ni una ni la otra. Los hechos demostraron que el esfuerzo de Francisco estuvo siempre encaminado a lograr que la Iglesia mire las vicisitudes del hombre actual con misericordia y comprensión. Eso no implica cambiar su doctrina, sino actualizar su pastoral.
Finalmente, los obispos aprobaron un documento conclusivo del Sínodo con recomendaciones para el Papa. Un texto que incluyó breves referencias a los aspectos candentes, pero los superó ampliamente. Habló de preparación al matrimonio, falta de fe, pobreza, violencia intrafamiliar y más. Porque la familia católica no se resume en personas homosexuales y en divorciados vueltos a casar.
Ahora corresponde a Francisco redactar una exhortación apostólica que retome los consejos de los obispos. Lo hará fiel a su estilo. Con un lenguaje sencillo y animando a todos a no esconder la cabeza ante los problemas. Porque las heridas del hombre actual solo dejan dos opciones: mirar para el otro lado o comprometerse con misericordia. Y él ya dejó claro que el actual es un tiempo de misericordia.
Andrés Beltramo es periodista, corresponsal en Roma de la agencia mexicana Notimex y de Radio La Red AM910 de Buenos Aires.