El Papa explica la parábola del buen samaritano durante la audiencia general de este miércoles
Queridos hermanos y hermanas:
Con la parábola del buen samaritano Jesús nos enseña que para heredar la vida eterna tenemos que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. El amor cristiano es un amor comprometido que se hace concreto en la vida.
En los gestos concretos de misericordia del buen samaritano reconocemos el modo de actuar de Dios, que se ha revelado en la historia por medio de acciones marcadas por la compasión. Él no ignora nuestros dolores y sabe cuánto necesitamos de su ayuda y de su consuelo, se hace cercano y no nos abandona nunca.
El verdadero amor tampoco hace distinciones entre personas, sino que ve a todos como prójimos que necesitan de nuestra ayuda y cercanía. Por lo tanto, si queremos heredar la vida eterna, no podemos ignorar el sufrimiento de los hombres, si lo hiciéramos estaríamos ignorando a Dios.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Acojamos la llamada de Jesús a ser buenos samaritanos y a hacernos siervos los unos de los otros, como Él nos ha enseñado. Muchas gracias.
Hoy reflexionamos sobre la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37). Un doctor de la Ley pone a prueba a Jesús con esta pregunta: «Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (v. 25). Jesús le pide que responda él mismo, y aquél la da perfectamente: «Amarás el Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (v. 27). Jesús entonces concluye: «Haz eso y vivirás» (v. 28).
Pero aquel hombre plantea otra pregunta, que es muy valiosa para nosotros: «¿Quién es mi prójimo?» (v. 29), se sobreentiende: “¿Mis parientes? ¿Mis paisanos? ¿Los de la mi religión?...”. En definitiva, quiere una regla clara que le permita clasificar a los demás en “prójimo” y “no-prójimo”, en los que pueden ser prójimos y en los que no pueden ser prójimos.
Y Jesús responde con una parábola, que pone en escena a un sacerdote, un levita y un samaritano. Los primeros dos son figuras ligadas al culto del templo; el tercero es un hebreo cismático, considerado como un extranjero, pagano e impuro, o sea, el samaritano. En el camino de Jerusalén a Jericó el sacerdote y el levita se encuentran a un hombre moribundo, al que los bandidos han asaltado, robado y abandonado. La Ley del Señor en situaciones similares preveía la obligación de socorrerlo, pero ambos pasan de largo sin pararse. Tenían prisa… El sacerdote, quizá, miró el reloj y dijo: “Es que llego tarde a Misa… Tengo que decir Misa”. Y el otro dijo: “Pues no sé si la Ley me lo permite, porque hay sangre, y quedaré impuro…”. Van por otro camino y no se acercan.
Y aquí la parábola nos ofrece una primera enseñanza: no es automático que quien frecuenta la casa de Dios y conoce su misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es automático! Tú puede saber toda la Biblia, puedes conocer todas las rúbricas litúrgicas, puedes saber toda la teología, pero del conocer no es automático el amar: amar tiene otra camino, hace falta la inteligencia, pero también algo más… El sacerdote y el levita ven, pero ignoran; miran, pero no hacen nada. Sin embargo, no existe verdadero culto si no se traduce en servicio al prójimo. No lo olvidemos nunca: ante el sufrimiento de tanta gente agotada por el hambre, la violencia y las injusticias, no podemos permanecer espectadores. Ignorar el sufrimiento del hombre, ¿qué significa? ¡Significa ignorar a Dios! Si yo no me acerco a aquel hombre, a aquella mujer, a aquel niño, a aquel anciano o anciana que sufre, no me acerco a Dios.
Pero vayamos al centro de la parábola: el samaritano, o sea, precisamente el despreciado, sobre el que nadie apostaría nada, y que también tenía sus compromisos y sus cosas que hacer, cuando ve al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que estaban ligados al Templo, sino «que tuvo compasión» (v. 33). Así dice el Evangelio: “Tuvo compasión”, es decir, el corazón, ¡las entrañas se le conmovieron! Esa es la diferencia. Los otros dos “vieron”, pero sus corazones permanecieron cerrados, fríos. En cambio el corazón del samaritano estaba sintonizado con el corazón mismo de Dios. Porque la “compasión” es una característica esencial de la misericordia de Dios. Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué quiere decir? Padece con nosotros, nuestros sufrimientos Él los siente. Compasión significa “padecer con”. El verbo indica que las entrañas se remueven a la vista del mal del hombre.
Y en los gestos y en acciones del buen samaritano reconocemos el obrar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma compasión con la que el Señor sale al encuentro de cada uno de nosotros: Él no nos ignora, conoce nuestros dolores, sabe cuánta necesidad tenemos de ayuda y consuelo. Se nos acerca y nunca nos abandona. Que cada uno se haga la pregunta y responda en su corazón: “¿Yo me lo creo? ¿Creo que el Señor tiene compasión de mí, tal y como soy, pecador, con tantos problemas y tantas cosas?” Pensad en eso, y la respuesta es: “¡Sí!”. Pero cada uno debe mirar en el corazón si tiene fe en esa compasión de Dios, de Dios bueno que se acerca, nos cura, nos acaricia. Y si lo rechazamos, Él espera: es paciente y está siempre junto a nosotros.
El samaritano se comporta con verdadera misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo transporta a un albergue, cuida de él personalmente y paga su asistencia. Toso esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino que significa cuidar del otro hasta pagar en persona. Significa comprometerse dando todos los pasos necesarios para “acercarse” al otro hasta hacerse uno con él: «amarás al prójimo como a ti mismo». Ese es el Mandamiento del Señor.
Concluida la parábola, Jesús devuelve la pregunta al doctor de la Ley y le pide: «¿Quién de estos tres te parece que haya sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» (v. 36). La respuesta es finalmente inequívoca: «El que tuvo compasión de él» (v. 27). Al comienzo de la parábola, para el sacerdote y el levita el prójimo era el moribundo; al final, el prójimo es el samaritano que se acercó. Jesús da la vuelta a la perspectiva: no clasificar a los demás para ver quien es prójimo y quién no. Tú puedes ser prójimo de cualquiera que encuentres en necesidad, y lo serás si en tu corazón tienes compasión, es decir, si tienes esa capacidad de padecer con el otro.
Esta parábola es uno estupendo regalo para todos nosotros, ¡y también un compromiso! A cada uno de nosotros Jesús repite lo que dijo al doctor de la Ley: «Ve, y haz tú lo mismo» (v. 37). Estamos todos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano, que es figura de Cristo: Jesús se inclinó hacia nosotros, se hizo nuestro siervo, y así nos salvó, para que también nosotros podamos amarnos como él nos amó, del mismo modo.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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