La búsqueda de la verdad resulta esencial para la concordia, la confianza, la convivencia humana y justa
Estoy un tanto cansado de oír críticas contra los políticos españoles por su evidente y ostensible capacidad para la mentira. No voy a defenderles en modo alguno. Pero más me duele la incapacidad social de reaccionar ante la falta de veracidad, quizá porque el octavo mandamiento no es precisamente el más trabajado y vivido por estos pagos. Demasiado lejos estamos de la ética social propia de países anglosajones o nórdicos.
Sin embargo, el Catecismo de la Iglesia le dedica un espacio merecido y necesario. Actitudes recientes recuerdan demasiado la tragedia de la sociedad rusa, éticamente destrozada por tantos años de un comunismo capaz de inventar y difundir las mayores mentiras: no sólo mitos concretos, como la atribución de las fosas de Katyn a los alemanes. En general, el Kremlin fue maestro en la creación de ilusiones (en el sentido negativo del término) para sembrar la confusión en el mundo. Lo explicó con claridad el historiador francés François Furet en un libro esencial, que sólo tiene un inconveniente, nada pequeño en los tiempos que corren: su extensión. Lo tremendo es que El pasado de una ilusión −así se titula esa obra− no pertenece sólo a la ciencia histórica, sino que está presente en discursos inverosímilmente atractivos de personajes llegados a la carrera de san Jerónimo y a asambleas periféricas con apoyo popular.
Las mentiras de los conservadores son menos ideológicas (así me lo parece): buscan más bien defender intereses diversos −especialmente, económicos− o cuotas de poder. Ese pragmatismo puede resultar incluso ingenuo ante la capacidad deliberada de mentir, sin escrúpulo alguno, de las personas formadas en el marxismo. Víctima del engaño podía ser hasta la propia familia íntima, si era necesario por el interés de la causa.
Pensé en la URSS cuando leí por vez primera el párrafo 2486 del Catecismo de la Iglesia: “La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales”.
En términos positivos, lo había expresado con fuerza Gaudium et Spes 15: “la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible”.
En una sociedad compleja, en la que el exceso y la facilidad de la información puede facilitar por paradoja ocultamientos y engaños, no es fácil dilucidar dónde está la parcela de verdad en cada asunto público objeto de discusiones. Pero su búsqueda resulta esencial para la concordia, la confianza, la convivencia humana y justa. Aunque con frecuencia sea difícil superar problemas, como la propia complejidad de tantos asuntos −puede cubrirse con estereotipos simplista de todo tipo−, el abuso o el déficit de retórica, la falta de criterios básicos en cuestiones de entidad, la confusión −a pesar de la proclamación de lo contrario− entre hechos y opiniones, la subordinación de lo importante a lo anecdótico y secundario, la no valoración de la fiabilidad de las fuentes. Y tantas cosas más.
Frente a tanto subjetivismo, aflora en la memoria el viejo proverbio de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela”. Ante las dificultades no se puede aceptar el triste escepticismo implícito en el verso de otro gran poeta, Ángel González: "Si quieres saber lo que es el agua... / Pregúntaselo a un río, y se alejará murmurando”. Mejor recurrir a las reflexiones de Ortega en El Espectador, con una conclusión neta: “Hace falta afirmarse de nuevo en la obligación de la verdad, en el derecho de la verdad”. Todo, menos el actual acostumbramiento a la mentira dolosa o a culpables silencios.