Se cierra el círculo sobre un debate que comenzó con la maternidad subrogada
Agradezco mucho a Juan Ramón Rallo su enjundiosa respuesta al artículo que publiqué en Actuall. Su texto plantea cuestiones del máximo interés, no sólo sobre la maternidad subrogada, sino también sobre el matrimonio y el divorcio, sus efectos sobre los niños, las parejas homosexuales, el grado de coacción legal admisible en los asuntos reproductivos y familiares, y el tema filosófico más amplio de si es o no coherente un “liberalismo conservador”. Me ha parecido inexcusable entrar a todos esos trapos. Así que tocaré en este artículo los siguientes puntos:
1) Maternidad subrogada y crisis de la familia
2) Mercantilización de la reproducción y “bebé a la carta”
3) Daños psicológicos en las madres subrogadas y en los hijos
4) Matrimonio y divorcio
5) Matrimonio gay
6) ¿Es incoherente el liberalismo conservador?
En primer lugar, el profesor Rallo reprocha la falta de ilación lógica entre dos fenómenos a los que aludí en mi artículo: la introducción de técnicas de reproducción artificial (como la gestación subrogada [GS]) y el retroceso de la nupcialidad (menos bodas, más divorcios). Rallo considera que: “La procreación artificial no abre más la puerta a la filiación extramatrimonial que la procreación natural. […] Una persona que defienda el matrimonio como figura institucional óptima para criar a un hijo no tiene por qué oponerse a la gestación subrogada”.
Yo había hablado de una secuencia casamiento-procreación-gestación-educación: un continuum con un núcleo biológico reforzado por un envoltorio cultural. El matrimonio refuerza, prolonga el apareamiento biológico: la pareja que procreó debe después continuar unida muchos años para asumir la educación de la prole. El “paquete” empezó a deshilacharse por su parte cultural: el compromiso conyugal, la obligación de permanecer juntos más allá de la procreación. Pero he aquí que la técnica permite ya descomponer también la parte biológica de la secuencia: por ejemplo, la GS permite que la madre gestante no sea la misma que la madre genética y la social. El declive de la nupcialidad había desanudado ya la identidad entre el progenitor biológico y el social; ahora, las técnicas de reproducción artificial (TRA) disocian también la identidad madre genética-madre gestante. El “paquete” sigue cuarteándose; se afianza en la conciencia social la creencia de que podemos fragmentar la paternidad en muchos roles que antes permanecían agrupados: progenitor genético, madre gestante, progenitor social.
Mi tesis es que todas las innovaciones −sean culturales o tecnológicas− que acentúan la fragmentación de la secuencia procreación-gestación-educación agravan la crisis de la familia y se refuerzan recíprocamente. El declive de la nupcialidad y los avances de las TRA se retroalimentan: convierten en opcional y reconstruible el modelo familiar que durante milenios se consideró normativo e indisponible. Cada “tabú” que cae (¿por qué habría que casarse para convivir y procrear?, ¿por qué el niño tendría que criarse con su padre y su madre?, ¿por qué no podrían ser padres dos hombres o dos mujeres?, ¿por qué la madre que concibe tendría que ser también la que gesta?) hace más plausible la caída de los demás. Pues se extiende la impresión de que en la reproducción y la familia no hay nada fijo; que todo es reconstruible, que podemos remodelar la secuencia a nuestro capricho.
La crisis de la familia consiste en la opcionalización (“licuación”, en el sentido de Bauman) de lo que antes era normativo: la indisolubilidad de la pareja (divorcio), su heterosexualidad (matrimonio gay), su vocación reproductiva (caída de la natalidad), su exclusividad (banalización del adulterio), su consagración formal (generalización de la unión libre)… La familia estaba sometida a reglas morales y jurídicas rígidas porque lo que estaba en juego se consideraba demasiado importante para ser abandonado al capricho individual: nada menos que la perpetuación de la especie y el bienestar de los niños. El modelo era infantocéntrico y comunitario: se esperaba de los adultos que disciplinaran su vida sentimental y sexual en función de la conveniencia de los hijos (que necesitan criarse con su padre y su madre) y de la comunidad (que necesita que la siguiente generación sea educada en un entorno lo más favorable posible).
El nuevo modelo familiar es individualista y adultocéntrico: lo esencial ahora es el deseo de autorrealización del individuo soberano, que debe ser libre para cambiar de pareja cuantas veces sean necesarias, tener hijos o no, unirse a personas del mismo o de distinto sexo. Los niños deberán adaptarse a los vaivenes de la vida amorosa de los adultos, sufriendo las consecuencias. Y la tecnología reproductiva −convertida en “medicina del deseo”− se pone al servicio de la gratificación individual derribando las últimas barreras naturales: por ejemplo, inseminación artificial o FIV para que puedan tener hijos mujeres solas, o bien parejas de lesbianas; y donación de gametos y GS para que puedan tener hijos las parejas gays.
El profesor Rallo considera que los “conservadores reaccionarios” demostramos fanatismo al oponernos incluso a la versión light de la GS que se propuso en la Asamblea de Madrid: sin fecundación heteróloga (la madre portadora sólo pone el vientre: el óvulo es de la madre comitente), sin retribución, sin posibilidad de GS para individuos (se requería una pareja comitente). Pero una regulación tan restrictiva no se mantendría mucho tiempo: una vez el público haya aceptado la idea misma de la GS, se avanzará pronto hacia la admisión de la GS con fecundación heteróloga, la retribución y la posibilidad de que recurran a ella parejas del mismo sexo e individuos solos. La experiencia histórica lo confirma: el divorcio por causa grave allanó el terreno para el divorcio unilateral; la despenalización del aborto en ciertos supuestos preparó las conciencias para el aborto libre. Todos esos cambios se inscriben en una misma lógica: licuación de vínculos irreversibles, ampliación constante de las opciones disponibles, en el espíritu adultocéntrico que expusimos supra. Como ha indicado Carlos López, el argumento de la “pendiente resbaladiza” no es alarmismo demagógico, sino extrapolación lógica hacia el futuro de las tendencias observadas en el pasado reciente, enraizadas en un Zeitgeist de ampliación permanente de la autonomía personal.
J.R. Rallo considera demagógica mi advertencia acerca de un probable deslizamiento futuro de la GS hacia el “bebé a la carta”: “La GS no guarda relación con los bebés a la carta. Como mucho, este fenómeno podría darse a partir de la fecundación in vitro [FIV], seleccionando aquellos embriones que mejor encajan con las preferencias de los padres, pero la FIV es una técnica distinta de la GS”.
Creo que el profesor Rallo debe informarse mejor: casi todas las GS se realizan hoy día mediante FIV. Puede comprobarse, por ejemplo, en la información ofrecida por el California Center for Reproductive Medicine: “La GS mediante FIV es el método preferido. […] La GS mediante FIV implica la creación de embriones por fecundación in vitro con los gametos de la pareja comitente, o de otros donantes, embriones que después serán transferidos al cuerpo de una madre portadora”.
Que la GS se realice mediante FIV significa que implicará la destrucción o congelación de embriones sobrantes habitual en esa técnica. Pero no es sólo eso: la GS es, allí donde se practica, una transacción comercial (la GS benévola que pretendía instituir la Asamblea de Madrid no es creíble: una investigación reciente del gobierno sueco indicaba que las gestantes “altruistas” suelen ser pagadas subrepticiamente). Y la lógica comercial incluye la soberanía del consumidor y el “control de calidad”. Los compradores esperan un producto que satisfaga sus expectativas, que se corresponda con las características deseadas.
El deslizamiento hacia el “bebé a la carta” es innegable; el California Center for Reproductive Medicine ofrece ya la selección del sexo de la criatura, además de garantizar un “conocimiento de las cualidades especiales de nuestras madres subrogadas […] que garantiza que podremos ofrecerle la mejor gestante, que cumplirá sin dilaciones su sueño familiar”. Otras empresas como CT Fertility o Extraordinary Conception ofrecen servicios similares.
La deriva hacia la selección del fenotipo del bebé por el “comprador” es la consecuencia esperable de la mercantilización de la reproducción humana. Aunque insiste en que la propuesta madrileña excluía la retribución, J.R. Rallo no oculta que es partidario también de la GS retribuida, el alquiler de vientres propiamente dicho: “Que los padres muestren gratitud a la gestante compensándola económicamente por todas las molestias ciertas que ha tenido que soportar para contribuir al desarrollo de su hijo no es más cosificación mercantilizadora que pagar los salarios de los profesores que dan clase a nuestros hijos”. También Daniel Rodríguez Herrera ha propuesto una comparación entre “la mujer libre que alquila su vientre” y el futbolista Messi, que alquila sus piernas al Barcelona. Y Pierre Bergé −excompañero sentimental de Yves Saint-Laurent y campeón de la causa del matrimonio gay en Francia− hizo un célebre comentario en Twitter: “¿Qué diferencia hay entre alquilar tus brazos para trabajar en una fábrica o alquilar tu vientre para gestar un niño para otra persona?”.
Sí hay una diferencia moral entre alquilar servicios (futbolísticos o fabriles) y alquilar el propio cuerpo (órganos o funciones reproductivas). Los regateos de Messi son algo exterior a él, no forman parte de su persona, y por tanto puede venderlos sin degradarse; el útero de la madre gestante sí es parte de ella misma: al alquilarlo, se rebaja al nivel de cosa, de mercancía. El imperativo de no mercantilización del cuerpo se apoya en una antropología unitaria: la persona no es sólo mente, también es cuerpo. No tenemos un cuerpo, sino que somos un cuerpo. El cuerpo posee una dignidad no compatible con la mercantilización: de ahí la repugnancia que nos inspiran la prostitución, la pornografía, la trata de esclavos o el tráfico de órganos. Como recuerdan Angela Aparisi y José López, “los sistemas jurídicos occidentales tradicionalmente han entendido que, frente a la libre disposición de los objetos, las personas, incluyendo el cuerpo humano, sus órganos y funciones más esenciales, no pueden ser objeto de comercio”.
El libertarianismo considera que “la mujer libre” puede alquilar su cuerpo sin pérdida de dignidad: los ultraliberales absolutizan la autonomía, incluyendo en ella la completa disponibilidad del propio cuerpo. Es un planteamiento que habría repelido a los clásicos del liberalismo. El pensador por antonomasia de la autonomía moral (el sujeto se da la ley moral a sí mismo: no la recibe de Dios o algún otro poder heterónomo) fue Immanuel Kant. Pues bien, Kant afirmó que “[el ser humano] no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad” (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, II). Vender una parte del propio cuerpo equivale a venderse íntegramente, pues el ser humano es una totalidad psico-física: “La adquisición de un miembro del cuerpo de un hombre es a la vez adquisición de la persona entera, porque ésta es una unidad absoluta” (Metafísica de las costumbres, §25).
La GS es aberrante porque rompe esa unidad sustancial de la persona, obligando a la gestante a un desdoblamiento deshumanizador. Como explica Etienne Montero: “La madre portadora está condenada a considerar su embarazo desde una perspectiva puramente funcional, y no como un acontecimiento que concierne a todo su ser. Tiene proscrita la formación de todo vínculo sentimental con el niño que porta. […] Tendrá que vivir su embarazo en la indiferencia, en la perspectiva del abandono, con el pensamiento de que no es su hijo”.
La faceta degradante del alquiler de órganos y funciones reproductivas queda confirmada por la sórdida casuística que rodea al fenómeno, y que contradice la imagen idílica de la GS que intentan trasladar J.R. Rallo o Santiago Navajas: situaciones en las que la pareja comitente (por divorcio, malformaciones en el niño o simple cambio de opinión) no quiere finalmente hacerse cargo del hijo, o en las que es la gestante la que al final no quiere entregarlo (como en el caso “Baby M” en EE.UU. en 1987); disputas acerca de si la madre portadora cumplía o no las condiciones de estilo de vida (¿fuma?, ¿bebe?) y salud requeridas para la gestación… La litigiosidad judicial en torno a la GS es muy alta. En Vancouver en 2010 un caso terminó en los tribunales porque, al saber los comitentes que el feto padecía el síndrome de Down, pretendieron que la madre portadora abortara, pero ésta se negó. Algo similar ocurrió en 2014 con la gestante tailandesa Pattaramon Chanbua: la pareja australiana comitente no quiso hacerse cargo de “baby Gammy”, un niño con síndrome de Down (aunque sí aceptó a Pipah, su hermana “normal”).
Por no hablar de las siniestras baby factories, granjas humanas que empiezan a darse en países del Tercer Mundo: la policía nigeriana rescató en 2012 a 32 gestantes de entre 15 y 17 años que eran mantenidas cautivas; en Vietnam se desmanteló la red de venta de bebés “Babe 1013”, liberándose a 21 embarazadas que habían sido engañadas con una oferta de trabajo; en EE.UU. se descubrió una red de abogados que había creado un catálogo de bebés no nacidos para venderlos por 100.000 dólares usando vientres de alquiler.
El profesor Rallo afirma que “no hay evidencias de que ni las mujeres gestantes ni los menores concebidos por GS sufran secuelas psicológicas”.
Sí las hay. El desdoblamiento identitario al que se ve abocada la madre subrogada −gestar “como si la cosa no fuera con una”, sabiendo que el hijo es para otros− puede dañar emocionalmente a la mujer. Stephen Wilkinson, aunque contrario a la prohibición de la GS, reconoce que más del 10% de las madres subrogadas necesitan terapia psicológica tras el parto.
En cuanto a los hijos nacidos de GS, la profesora Susan Golombok, del Centre for Family Research de la Universidad de Cambridge, asegura que son frecuentes en ellos los “problemas de comportamiento, tales como la conducta agresiva o antisocial, así como los problemas emocionales, como la ansiedad o la depresión”. Golombok dirigió la investigación “Children born through reproductive donation: a longitudinal study of psychological adjustment”, en la que fueron estudiadas treinta familias que recurrieron a la GS, comparándolas con familias normales.
Confieso no entender muy bien las consideraciones con las que el profesor Rallo embrolla la evidencia estadística incuestionable de que los niños alcanzan índices superiores de bienestar en el marco configurado por su padre y madre biológicos casados entre sí. Lo que saco en limpio es esto: “El matrimonio no marca la diferencia en la crianza de los menores. Lo relevante es la calidad de las relaciones paterno-filiales, no el tipo de relación jurídica que vincule a los padres”. De la misma forma, difumina el hecho archidemostrado de que el divorcio tiene un impacto muy traumático sobre los hijos con la consideración según la cual “los efectos negativos ya son observables antes del divorcio: es decir, el divorcio es un síntoma de inestabilidad en la pareja, y eso es lo que repercute negativamente sobre los hijos”.
J.R. Rallo nos está diciendo, en definitiva, que lo importante para un niño no es si se cría con sus padres naturales y si éstos están casados o no, sino que haya “una unidad familiar estable, afectuosa entre sí y con sus hijos, y con voluntad de educar y de destinar recursos económicos a los menores”. Ahora bien, la evidencia estadística confirma que el hecho de estar casados incrementa muy significativamente la probabilidad de que se dé esa “unidad familiar estable, afectuosa” y con recursos económicos suficientes que el hijo necesita. Pues lo cierto es que las parejas casadas tienen ingresos más altos que las que cohabitan, gozan de mejor salud, tienen una esperanza de vida más alta, exhiben índices más bajos de conflictividad y violencia doméstica… Y, en consecuencia, los hijos que se educan con sus padres biológicos casados entre sí muestran una probabilidad inferior de ser víctimas de abandono, violencia o abuso sexual; sus padres pasan más tiempo con ellos y les ofrecen más muestras de afecto; los hijos tienen una probabilidad menor de encontrarse en la pobreza, de experimentar problemas emocionales y de comportamiento, de fracasar en los estudios, de caer en la drogadicción o el alcoholismo… Un niño que se cría con sus padres biológicos casados entre sí tiene una probabilidad menor de llegar a ver separarse a sus padres, pues los matrimonios son más estables que las uniones libres. También es inferior la probabilidad de que uno de sus padres sea infiel al otro.
Así que estoy de acuerdo con el profesor Rallo: lo que repercute negativamente en los hijos es “la inestabilidad de la pareja”. Pero él olvida consignar que el matrimonio −cuando vincula a los padres biológicos del niño, no a uno de ellos con nuevos cónyuge− es, según las estadísticas, garantía de estabilidad, y por tanto de bienestar infantil. Fernando Pliego ofreció en su libro Familias y bienestar en las sociedades democráticas un meta-estudio que comparó los resultados de cientos de investigaciones; su conclusión fue que: “En el 84.9% de los registros de información estadística y censal obtenidos de la literatura analizada (en total se capturaron 3.318 registros), se observó que las personas casadas y los niños que viven con sus dos padres biológicos presentan niveles de bienestar significativamente mayores”.
En cuanto a su tesis según la cual lo que realmente daña al niño no es el divorcio, sino la malquerencia anterior entre los padres, de la que el divorcio sería mero síntoma: Rallo suscribe la “teoría del conflicto”, según la cual, como explican Anna Garriga y Jorge Martínez, “como el conflicto es anterior al divorcio, antes de que éste suceda los hijos cuyos padres se van a divorciar tendrán ya peor bienestar que los que viven en familias intactas”; y, como los daños en el bienestar infantil se deben al conflicto, y no al divorcio, la situación de los hijos tenderá a mejorar después de la ruptura, que suprime el conflicto.
Ahora bien, las investigaciones muestran que el divorcio hace daño a los hijos por sí mismo. No es cierto que todos los divorcios vayan precedidos de una situación previa de elevado conflicto: en EE.UU., por ejemplo, más de la mitad de las rupturas no son precedidas por una etapa tempestuosa. Y el divorcio no supone la superación mágica del conflicto: al contrario, en muchos casos la hostilidad se recrudece en el periodo inmediatamente posterior a la ruptura (batalla legal por los hijos, la vivienda, etc.). Finalmente, los estudios muestran que los efectos negativos sobre los hijos permanecen muchos años después de consumado el divorcio, incluso en su edad adulta (lo esperable según la “teoría del conflicto”, sin embargo, sería que, una vez apagado éste por la separación de los padres, la situación de los hijos mejorara).
El profesor Rallo parece defender el matrimonio homosexual: “No es de recibo argumentar circularmente que los homosexuales no deben tener permitido casarse porque no pueden tener hijos (cuando sí pueden tenerlos si el Estado no se lo prohíbe: técnicas de reproducción asistida [TRA]) para luego alegar que no debe permitírseles poder tener hijos por cuanto no constituyen una unidad matrimonial”.
No hay “circularidad”: las parejas del mismo sexo no pueden tener hijos, con TRA o sin ellas. Lo que las TRA pueden ofrecerles es un simulacro de paternidad: una de las integrantes de una pareja de lesbianas puede someterse a inseminación artificial o FIV; en una pareja de gays, uno de ellos puede engendrar un hijo mediante GS “tradicional” (la gestante pondrá, no sólo el útero, sino también el óvulo). Por tanto, el matrimonio homo comporta la generalización de las TRA con fecundación heteróloga, para satisfacer el supuesto “derecho al hijo” de los homosexuales. Y la fecundación heteróloga supone el sacrificio definitivo del principio de que el hijo debe criarse con su padre y su madre: un principio que era la base de la institución familiar en todas las civilizaciones desde hace milenios, y cuyo fundamento evolutivo es el kin altruism, el “nepotismo genético” que lleva a los humanos a preocuparse más por sus descendientes biológicos. Lo entendieron muy bien Aristóteles, Santo Tomás, Locke, Kant (vid. mi trabajo “Una teoría sexual-institucional del matrimonio”). Y lo confirman espectacularmente las investigaciones empíricas: el hijo necesita a sus verdaderos progenitores. Admitir el matrimonio homo y las TRA significa sacrificar el bienestar del niño a los caprichos de los adultos.
Afirma Rallo: “Los hijos de parejas homosexuales no casadas no muestran peores marcadores emocionales, educativos o psicosociales que los de matrimonios heterosexuales”, mencionando varios estudios que parecen avalar dicha conclusión.
Ahora bien, el profesor Rallo conoce sin duda el fenómeno de las advocacy networks especializadas en manufacturar “estudios” diseñados para recubrir con un aura de cientificidad las reivindicaciones que persiguen. Tal parece ser el caso de las investigaciones que “prueban” que al niño le es indiferente criarse con dos papás o mamás. La mayoría de ellas son encargados por las propias asociaciones LGTB, y se basan en muestras muy reducidas (a veces, no muestras aleatorias, sino voluntarios que se ofrecían respondiendo a la convocatoria de revistas LGTB). Muchas no siguen el desarrollo de los niños durante un número suficiente de años, hasta la edad adulta. Tras haberlos revisado, Robert Lerner y Althea K. Nagai concluyeron que “los métodos usados son tan defectuosos, que esos estudios no prueban nada”. A la misma conclusión llegó Steven Nock, de la Universidad de Virginia: “Todos los artículos que revisé contenían al menos una deficiencia fatal en su diseño o ejecución; ni uno de tales estudios fue realizado de acuerdo con los estándares generalmente aceptados de seriedad científica”.
Sí se ha realizado al menos un estudio con una muestra suficientemente amplia (quince mil casos) y métodos rigurosos: el de Mark Regnerus, de la Universidad de Austin, centrado en niños educados por lesbianas. Su conclusión fue que: “Los hijos de mujeres que sostenían una relación con otras mujeres alcanzaban resultados peores que los hijos de familias biológicas intactas, con un papá y una mamá. […] Incluso después de descontar la incidencia de factores como la edad, la raza, […] tales personas exhibían una probabilidad más alta de estar desempleadas, tener mala salud, depresión, haber sido infieles a un cónyuge o partenaire, fumar marihuana, tener problemas con la Justicia […]”.
Hay sólidos motivos para dudar de la ecuanimidad de los estudios que concluyen que los resultados educativos de la homoparentalidad son equiparables en calidad a los de la familia natural. Pues existe consenso general en que esos resultados son mejores cuando el niño se cría con sus progenitores biológicos. Ahora bien, en la pareja homo falta al menos uno de ellos: ¿por qué las parejas homo serían una excepción respecto a la regla general, sobradamente acreditada?
Por lo demás, ciertos aspectos del estilo de vida homosexual permiten alimentar serias dudas acerca de que un hogar LGTB sea el entorno ideal para la crianza de un niño. Por citar sólo algunos: la pedofilia es mucho más frecuente en los homosexuales; las parejas homo son más inestables (por tanto, la probabilidad de que el niño asista a una ruptura es mayor); la violencia doméstica es más frecuente; la promiscuidad (incluso en parejas “estables”) es mucho mayor; la probabilidad de sufrir desórdenes psíquicos y emocionales es superior; la incidencia de enfermedades como la clamidia, el herpes genital, la gonorrea, el cáncer anal, la hepatitis B y C, el SIDA o la sífilis, mucho mayor. Nótese que hablamos de promedios, por supuesto compatibles con excepciones individuales.
Pregunta Rallo: “¿No habría sido más inteligente socialmente −incluso desde la propia perspectiva conservadora− promover que las parejas homosexuales sellen un acuerdo de convivencia leal, estable y con proyección de futuro, esto es, un acuerdo matrimonial?”.
Sigue aquí el profesor Rallo la tesis de Andrew Sullivan y otros publicistas: el matrimonio gay es una idea “conservadora” porque promueve la estabilidad y la fidelidad entre los homosexuales. Pero las estadísticas muestran que, en tanto la fidelidad monógama es la regla en los matrimonios heterosexuales, resulta en cambio más bien la excepción en las parejas del mismo sexo (especialmente las masculinas), estén casadas o no. En las uniones gays “estables” es muy común el régimen de pareja abierta. Así lo reconocen activistas como Michelangelo Signorile: “Para los gays, la palabra “monogamia” no implica necesariamente la exclusividad sexual. […] El término “pareja abierta” tiene para muchos gays una significación específica: una relación en la que los partenaires tienen a menudo relaciones sexuales con persona distinta a su pareja habitual, dejando a un lado los celos, y pueden comentar después en común tales experiencias, o bien compartir amantes”.
Así que, en lugar de que los gays aprendan la fidelidad de las parejas hetero, la legalización del matrimonio homosexual podría generar el efecto inverso: que algunas parejas de hombre y mujer imiten la liberalidad sexual de las parejas gays. Tal era el propósito que Signorile reconocía abiertamente: “Más que ser transformados por la institución matrimonial, los gays […] podrían simplemente transformar a la institución misma, haciéndola más abierta sexualmente, influyendo así incluso a los heterosexuales”. Los mentores del movimiento LGTB no pretenden someterse a la moral mayoritaria, sino atraer a la mayoría hacia sus propias reglas; así lo confesó Frank Kameny, pionero del gay liberationism: “He tendido siempre, no a adaptarme a la sociedad, sino al contrario, a adaptar las normas de la sociedad a lo que yo hacía”.
El profesor Rallo excluye del liberalismo a quienes nos oponemos a la GS, las demás TRA, el divorcio exprés o el matrimonio gay: “En todos estos casos, la postura coherente del conservador es la de defender su visión sobre el “orden natural” aun a costa de reprimir la libertad individual. En cambio, la postura coherente del liberal será la de defender la primacía de la libertad individual por encima de ese supuesto −y no necesariamente compartido por todos− orden natural”.
Me parece que J.R. Rallo procede aquí a una delimitación muy restrictiva del contorno del liberalismo. Resultaría que sólo son verdaderos liberales los anarco-capitalistas o libertarians que estiman que todas las cuestiones sociales pueden ser razonablemente resueltas con el resorte único del libre mercado, la maximización de la libertad individual y el principio antipaternalista de John S. Mill (“Nadie puede ser obligado a realizar o no realizar determinados actos porque eso supuestamente sería mejor para él, porque le haría feliz, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo”).
El inconveniente de una definición tan restrictiva es que deja fuera a los grandes liberales clásicos: Locke, Montesquieu, Kant, Bastiat, Tocqueville, Adam Smith, posiblemente incluso al mismo Hayek. Locke, al que se suele considerar el padre del liberalismo, tuvo muy clara la distinción entre la sociedad civil (basada en la igualdad y libertad de los adultos) y la “sociedad conyugal”, la esfera familiar, cuya premisa antropológica es la contraria: la inferioridad o indefensión en que se encuentran los seres humanos en los primeros años de su existencia.
De ahí que, mientras el criterio que rige la sociedad civil es la tutela de los derechos naturales de los individuos (vida, libertad, propiedad), el principio que preside la sociedad familiar es, en cambio, el del deber natural que incumbe a los progenitores de permanecer juntos para proteger a la prole indefensa: “Como la unión del varón y la mujer no tiene simplemente por objeto la procreación, sino la continuación de la especie, esa unión debe persistir, incluso después de la procreación, mientras sea necesaria para alimentar y proteger a los hijos” (Ensayo sobre el gobierno civil, VII, §79). La sociedad civil opera bajo una lógica de maximización de la libertad y del interés propio, pero la sociedad familiar funciona en base a deberes naturales y al principio del superior interés del menor. La lógica del mercado no debe extenderse al ámbito de la reproducción y la familia. A Locke le habría espantado la volatilización de los vínculos familiares a la que hoy asistimos.
Cabría hacer consideraciones parecidas −para las que ya no hay espacio aquí, y que requerirían otro artículo− sobre los demás clásicos del liberalismo. Tocqueville, por ejemplo, habría asociado el laxismo sexual y la “tiranía del deseo” actuales con el “despotismo blando” que debilita la sociedad civil y deja a ésta a merced del Estado: “Sobre este tipo de hombres [preocupados sólo por “realizarse” y cumplir sus deseos] se levanta un inmenso poder protector [el Estado] que asume la responsabilidad de asegurarles sus goces […]. A ese poder le gusta ver que los ciudadanos disfrutan, siempre que no piensen en otra cosa que en el disfrute” (La democracia en América). ¿Acaso no dice el Estado actual a sus ciudadanos: “Realiza tus deseos, vive libremente tu sexualidad, y no te preocupes de las consecuencias: yo te proporcionaré aborto gratis, cuidaré de los hijos a los que hayas abandonado, o te daré el derecho a “bebés a la carta” sin que tengas que depender de engorrosas parejas del otro sexo”?
Y Hayek, máxima figura de la muy liberal Escuela Austriaca, escribió en La fatal arrogancia: “El orden extenso [la sociedad abierta] no sólo está integrado por individuos, sino también por un extenso conjunto de órdenes de menor entidad [¡familias!], en cuyos más reducidos entornos juegan aún un cierto papel determinadas predisposiciones primitivas, tales como las de la solidaridad y el altruismo. […] Si pretendiéramos aplicar la normativa propia del orden extenso a esas agrupaciones más reducidas, acabaríamos con la misma cohesión que las aglutina”. Es la misma idea de Locke: el mercado no lo es todo, y la familia −la reproducción− no debe ser mercantilizada. Aplicar la lógica del mercado al ámbito familiar-reproductivo significaría acabar con “su cohesión”. Y, si desaparece la familia, será la propia sociedad abierta la que peligre. Cuando la familia se debilita, el poder del Estado crece. Una sociedad libre requiere familias fuertes e individuos virtuosos, como supieron ver los Padres Fundadores de EE.UU. (John Adams: “el fundamento de la moral nacional está en las familias”). Por cierto, el aprendizaje de la virtud se hace en la familia (la familia como “seedbed of virtues”).
En la obra de Hayek encontramos a veces, por otra parte, un elogio de la moral tradicional” como repositorio de “conocimiento disperso” transgeneracional que recuerda al mismísimo Edmund Burke, máximo referente de ese conservadurismo liberal −o liberalismo conservador− que Rallo considera insostenible. Así como los precios del mercado libre condensan información dispersa sobre los bienes y servicios que los consumidores necesitan, así las reglas morales tradicionales −muy especialmente, las relativas a sexualidad y familia− sintetizan el conocimiento acumulado por las generaciones pasadas en torno a cuestiones cruciales para la supervivencia de la sociedad. El mercado no es el único “orden espontáneo”: también la familia lo es. Y las reglas de la familia no son las del mercado.
Francisco José Contreras, en actual.com.
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