El Santo Padre ha celebrado hoy, II Domingo de Pascua, la Santa Misa en la Fiesta de la Divina Misericordia, tras la solemne vigilia de ayer, en que también se recordó a San Juan Pablo II, en el día en que se cumplían once años de su fallecimiento
“En Jesús no sólo podemos tocar la misericordia del Padre, sino que somos impulsados a convertirnos nosotros mismos en instrumentos de su misericordia”, lo dijo el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro, durante la Vigilia de oración por la Divina Misericordia
En su discurso, el Santo Padre recordó con alegría que este momento de oración nos introduce en el Domingo de la Misericordia, segundo Domingo de Pascua, solemnidad instituida por San Juan Pablo II, tras las revelaciones a santa Faustina Kowalska.
Compartimos con alegría y agradecimiento este momento de oración que nos introduce en el Domingo de la Misericordia, tan deseado por san Juan Pablo II ─un día como hoy, en el 2005, se nos fue─; y lo quería para cumplir una petición de santa Faustina. Los testimonios que se nos han ofrecido ─que agradecemos─ y las cartas que hemos escuchado abren rayos de luz y de esperanza para entrar en el gran océano de la misericordia de Dios. ¿Cuántos son los rostros de su misericordia, con los que Él nos sale al encuentro? Son verdaderamente muchos; es imposible describirlos todos, porque la misericordia de Dios es un continuo crescendo. ¡Dios nunca se cansa de expresarla y no deberíamos acostumbrarnos jamás a recibirla, buscarla, desearla! Es algo siempre nuevo que provoca asombro y maravilla al ver la gran fantasía creadora de Dios cuando viene a nuestro encuentro con su amor.
Dios se reveló manifestando muchas veces su nombre, y ese nombre es “misericordioso” (cfr. Ex 34,6). Qué grande e infinita es la naturaleza de Dios, tan grande e infinita es su misericordia que parece una empresa ardua poderla describir en todos sus aspectos. Pasando las páginas de la Sagrada Escritura, encontramos que la misericordia es ante todo la cercanía de Dios a su pueblo. Una cercanía que se expresa y se manifiesta principalmente como ayuda y protección. Es la cercanía de un padre y de una madre que se refleja en una bella imagen del profeta Oseas. Dice así: «Yo los atraía con lazos de bondad, con vínculos de amor, fui para ellos como quien levanta un niño hasta su mejilla, me inclinaba sobre él para darle de comer» (11,4). El abrazo de un padre y de una madre a su hijo. Es muy expresiva esta imagen: Dios nos toma a cada uno y nos levanta hasta su mejilla. ¡Cuánta ternura contiene y cuánto amor expresa! Ternura: palabra casi olvidada y de la que el mundo de hoy ─todos nosotros─ necesita. Pensé en estas palabras del profeta cuando vi el logo del Jubileo. Jesús no solo carga sobre sus hombros la humanidad, sino que su mejilla se estrecha con la de Adán, hasta tal punto que los dos rostros parecen fundirse en uno.
No tenemos un Dios que no sepa comprender y compartir nuestras debilidades (cfr. Hb 4,15). ¡Al contrario! Precisamente por su misericordia Dios se hizo uno de nosotros: «con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Gaudium et spes, 22). En Jesús, pues, no solo podemos tocar la misericordia del Padre, sino que somos empujados a convertirnos nosotros mismos instrumento de la misericordia. Puede ser fácil hablar de misericordia, mientras que es más comprometido convertirse concretamente en testigos. Es un recorrido que dura toda la vida y no debería tener descanso alguno. Jesús nos dijo que debemos ser “misericordiosos como el Padre” (cfr. Lc 6,36). ¡Y eso lleva toda la vida!
¡Cuántas caras tiene la misericordia de Dios! Se nos da a conocer como cercanía y ternura, y a la vez también como compasión y compartir, como consuelo y perdón. Quien más la recibe, más llamado está a ofrecerla, a compartirla; no puede mantenerse escondida ni retenida solo para uno mismo. Es algo que quema el corazón y lo provoca a amar, reconociendo el rostro de Jesucristo sobre todo en quien está más alejado, débil, solo, confuso y marginado. La misericordia no está quieta: va a la búsqueda de la oveja perdida, y cuando la encuentra expresa una alegría contagiosa. La misericordia sabe mirar a los ojos a cada persona; cada una es preciosa para ella, porque cada una es única. Cuánto dolor en el corazón sentimos cuando oímos: “Esa gente… esa gente, ese pobrecillo, echémoslo fuera, dejémosle dormir en la calle…”. ¿Eso es de Jesús?
Queridos hermanos y hermanas, la misericordia nunca nos puede dejar tranquilos. Es el amor de Cristo que nos “inquieta” hasta que hayamos alcanzado el objetivo; que nos empuja a abrazar y estrechar a nosotros, a implicar a cuantos necesitan misericordia para permitir que todos sean reconciliados con el Padre (cfr. 2Cor 5,14-20). No debemos tener miedo, es un amor que nos alcanza y envuelve hasta ir más allá de nosotros mismos, para permitirnos reconocer su rostro en el de los hermanos. Dejémonos conducir dócilmente por este amor y seremos misericordiosos como el Padre.
Hemos escuchado el Evangelio: Tomás era un testarudo. No había creído. Y encontró la fe precisamente cuando tocó las llagas del Señor. Una fe que no es capaz de meterse en las llagas del Señor, no es fe. Una fe que no es capaz de ser misericordiosa, como son signo de misericordia las llagas del Señor, no es fe: es idea, es ideología. Nuestra fe está encarnada en un Dios que se hizo carne, que se hizo pecado, que fue llagado por nosotros. Pero si queremos creer en serio y tener fe, debemos acercarnos y tocar esa llaga, acariciar esa llaga y también bajar la cabeza y dejar que los demás acaricien nuestras llagas.
Es bueno que sea el Espíritu Santo quien guíe nuestros pasos: Él es el Amor, Él es la Misericordia que se comunica a nuestros corazones. No pongamos obstáculos a su acción vivificante, sino sigámoslo dócilmente por los senderos que Él nos indica. Tengamos el corazón abierto, para que el Espíritu pueda transformarlo; y así, perdonados, reconciliados, metidos en las llagas del Señor, seamos testigos de la alegría que nace de haber encontrado al Señor Resucitado, vivo en medio de nosotros.
[Bendición]
El otro día, hablando con los dirigentes de una asociación de ayuda, de caridad, salió esta idea y pensé: “La diré en la Plaza el sábado”. Qué bonito sería que, como un recuerdo, un “monumento” de este Año de la Misericordia, hubiese en cada diócesis una obra estructural de misericordia: un hospital, una residencia para ancianos, para niños abandonados, una escuela donde no haya, una casa para recuperar tóxico-dependientes… Tantas cosas se pueden hacer… Sería bonito que cada diócesis pensase: ¿qué puedo dejar como recuerdo vivo, como obra de misericordia viviente, como llaga de Jesús vivo este Año de la Misericordia? Pensémoslo y hablémoslo con los Obispos. Gracias.
Con la participación de miles de fieles y peregrinos el Santo Padre Francisco celebró la mañana del II Domingo de Pascua, la Santa Misa en la Fiesta de la Divina Misericordia, tras la solemne vigilia de oración del primer sábado de abril, en que también se recordó a San Juan Pablo II, en el día en que se cumplían once años de su fallecimiento
«Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios para leer y releer, porque cuanto Jesús dijo e hizo es expresión de la misericordia del Padre. Pero no todo fue escrito; el Evangelio de la misericordia es un libro abierto donde seguir escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia.
Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer poniendo en práctica las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Mediante esos gestos sencillos y fuertes, a veces incluso invisibles, podemos visitar a cuantos tienen necesidad, llevando la ternura del consuelo de Dios. Se continúa así lo que hizo Jesús el día de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos asustados la misericordia del Padre, infundiendo sobre ellos el Espíritu Santo que perdona los pecados y da alegría.
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado hay un contraste evidente: por una parte, está el miedo de los discípulos, que cierran las puertas de la casa; por otra, está la misión de Jesús, que les envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Puede darse también en nosotros este contraste, una lucha interior entre la cerrazón del corazón y la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y salir de nosotros mismos. Cristo, que por amor entró atravesando las puertas cerradas del pecado, de la muerte y de los infiernos, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón.
Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisionan, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. La senda que el Maestro resucitado nos indica es de sentido único, procede en una sola dirección: salir de nosotros mismos, salir a dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una humanidad a menudo herida y timorata, que lleva las cicatrices del dolor y la incertidumbre. Ante el grito sufrido de misericordia y de paz, sentimos hoy dirigida a cada uno de nosotros la invitación confiada de Jesús: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios un socorro eficaz. Su misericordia no se queda a distancia: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar las muchas formas de esclavitud que afligen nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno para medicarlas. Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes hoy también en el cuerpo y el alma de tantos hermanos y hermanas.
Curando esas llagas profesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros, que tocan su misericordia, reconocerlo «Señor y Dios» (cfr. v. 28), como hizo el apóstol Tomás. Esta es la misión que se nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia, que hay que anunciar y escribir en la vida, busca personas con corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conozcan la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y la hermana; pide siervos generosos y alegres, que amen gratuitamente, sin pretender nada a cambio.
«¡Paz a vosotros!» (v. 21): es el saludo que Cristo lleva a sus discípulos; la misma paz que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz negociada, no es suspender algo que no va: es su paz, la paz que proviene del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el miedo. Es la paz que no divide sino que une; es la paz que no nos deja solos sino que nos hace sentirnos acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz, como en el día de Pascua, nace y renace siempre del perdón de Dios, que quita la inquietud del corazón. Ser portadores de su paz: esa es la misión confiada a la Iglesia el día de Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro lleno de amor en signos de misericordia.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Eterna es su misericordia» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no se acaba, no se gasta, no se rinde ante las cerrazones, y nunca se cansa. En ese “eterna” encontramos apoyo en los momentos de prueba y debilidad, porque estamos seguros de que Dios no nos abandona: se queda con nosotros para siempre. Agradezcámosle este amor suyo tan grande, que nos es imposible comprender. ¡Es tan grande! Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de sentir la misericordia del Padre y de llevarla al mundo: pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir por todas partes la fuerza del Evangelio, para escribir esas páginas del Evangelio que el apóstol Juan no escribió.
En el día que Francisco calificó como el “corazón del Año Santo de la Misericordia”, antes del rezo del ‘Regina Coeli’, el Obispo de Roma dirigió su cercanía a las poblaciones que en estos momentos tienen tanta necesidad de reconciliación y paz
En este día, que es como el corazón del Año Santo de la Misericordia, mi pensamiento va a todas las poblaciones que tienen más sed de reconciliación y de paz. Pienso, en particular, aquí en Europa, en el drama de quien padece las consecuencias de la violencia en Ucrania: de los que están en las tierras revueltas por las hostilidades que han causado ya varios miles de muertes, y de cuantos ─más de un millón─ se han visto obligados a salir de esa grave situación que perdura. Los más implicados son sobre todo ancianos y niños.
Además de acompañarles con mi constante pensamiento y oración, he sentido la necesidad de promover un apoyo humanitario a su favor. Para esto, tendrá lugar una colecta especial en todas las iglesias católicas de Europa el próximo domingo 24 de abril. Invito a los fieles a unirse a esta iniciativa con una generosa aportación. Este gesto de caridad, además de aliviar los sufrimientos materiales, quiere expresar mi cercanía y solidaridad personales y las de toda la Iglesia. Espero vivamente que pueda ayudar a promover directamente la paz y el respeto del derecho en aquella tierra tan probada.
Y mientras rezamos por la paz, recordemos que mañana se celebra la Jornada Mundial contra las minas antipersona. Demasiadas personas continúan muriendo o quedan mutiladas por estas terribles armas, y hombres y mujeres valientes que arriesgan la vida para bonificar los terrenos minados. Renovemos, por favor, el compromiso por un mundo sin minas.
Finalmente, dirijo mi saludo a todos los que habéis participado en esta celebración, en particular a los grupos que cultivan la espiritualidad de la Divina Misericordia.
Todos juntos nos dirigimos en oración a nuestra Madre: Regina cœli…
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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