El tiempo de Pascua, estallido de alegría, se extiende desde la vigilia Pascual hasta el domingo de Pentecostés
En estos cincuenta días la Iglesia nos envuelve en su alegría por la victoria del Señor sobre la muerte. Cristo vive, y viene a nuestro encuentro.
«Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, aleluya»[1]. El tiempo pascual es un anticipo de la felicidad que Jesucristo nos ha ganado con su victoria sobre la muerte. El Señor «fue entregado por nuestros pecados» y resucitó «para nuestra justificación»[2]: para que, permaneciendo en Él, nuestra alegría sea completa[3].
En el conjunto del Año litúrgico, el tiempo pascual es el “tiempo fuerte” por antonomasia, porque el mensaje cristiano es anuncio alegre que surge con fuerza de la salvación obrada por el Señor en su “pascua”, su tránsito de la muerte a la vida nueva. «El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos»[4].
Lo que sólo «unos pocos testigos elegidos de antemano por Dios»[5] pudieron experimentar en las apariciones del Resucitado, ahora se nos da en la liturgia, que nos hace revivir esos misterios Como predicaba el Papa san León Magno, «todas las cosas relativas a nuestro Redentor que antes eran visibles, ahora han pasado a ser ritos sacramentales»[6] Es expresiva la costumbre de los cristianos de Oriente que, conscientes de esta realidad, desde la mañana del domingo de Resurrección intercambian el beso pascual: «Christos anestē», Cristo ha resucitado; «alethōs anestē», verdaderamente ha resucitado.
La liturgia latina, que en la noche santa del sábado volcaba su alegría en el Exultet, en el domingo de Pascua la condensa en el hermoso introito Resurrexi: «he resucitado y aún estoy contigo, has puesto tu mano sobre mí; tu sabiduría ha sido maravillosa»[7]. Ponemos en labios del Señor, delicadamente, en términos de cálida oración filial al Padre, la experiencia inefable de la resurrección, vivida por Él en las primeras luces del domingo. Así nos animaba San Josemaría en su predicación a acercarnos a Cristo, sabiéndonos sus contemporáneos: «he querido recordar, aunque fuera brevemente, algunos de los aspectos de ese vivir actual de Cristo −Iesus Christus heri et hodie; ipse et in sæcula−, porque ahí está el fundamento de toda la vida cristiana»[8]. El Señor quiere que le tratemos y hablemos de Él no en pasado, como se hace con un recuerdo, sino percibiendo su “hoy”, su actualidad, su viva compañía.
Mucho antes de que existiera la Cuaresma y los otros tiempos litúrgicos, la comunidad cristiana celebraba ya esta cincuentena de alegría. Quien durante estos días no expresara su júbilo era considerado como alguien que no había captado el núcleo de la fe, porque «con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»[9]. Esta fiesta, tan prolongada, nos sugiere hasta qué punto «los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros»[10]. En este tiempo, la Iglesia vive ya el gozo que el Señor le depara: algo que «ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre»[11].
Este sentido escatológico, de anticipo del cielo, se refleja desde hace siglos en la praxis litúrgica de suprimir las lecturas del Antiguo Testamento durante el tiempo pascual. Si toda la Antigua Alianza es preparación, la Cincuentena pascual celebra, en cambio, la realidad del reino de Dios ya presente En la Pascua todo ha sido renovado, y no cabe figura allí donde todo es cumplimiento Por eso, en el tiempo pascual la liturgia proclama, junto al cuarto Evangelio, los Hechos de los Apóstoles y el libro del Apocalipsis: libros luminosos que tienen una especial afinidad con la espiritualidad de este tiempo.
Los escritores del Oriente y del Occidente cristianos contemplaron el conjunto de la Cincuentena pascual como un único y extenso día de fiesta. Por eso, los domingos de este tiempo no se llaman segundo, tercero, cuarto… después de Pascua, sino, sencillamente, domingos de Pascua. Todo el tiempo pascual es como un solo gran domingo; el domingo que hizo domingos a todos los domingos. Del mismo modo se comprende el domingo de Pentecostés, que no es una nueva fiesta, sino el día conclusivo de la gran fiesta de la Pascua.
Cuando llegaba la Cuaresma algunos himnos de la tradición litúrgica de la Iglesia recitaban el aleluya con un tono de despedida. En contraste, la liturgia pascual se recrea en este canto, porque el aleluya es avance del cántico nuevo que entonarán en el cielo los bautizados[12], que ya ahora se saben resucitados con Cristo. Por eso, durante el tiempo pascual, tanto el estribillo del salmo responsorial como el final de las antífonas de la Misa repiten frecuentemente esta aclamación, que une el imperativo del verbo hebreo hallal −alabar− y Yahveh, el nombre de Dios.
«¡Feliz aquel aleluya que allí entonaremos! −dice san Agustín en una homilía−. Será un aleluya seguro y sin temor, porque allí no habrá ningún enemigo, no se perderá ningún amigo. Allí, como ahora aquí, resonarán las alabanzas divinas; pero las de aquí proceden de los que están aún en dificultades, las de allá de los que ya están en seguridad; aquí de los que han de morir, allá de los que han de vivir para siempre; aquí de los que esperan, allá de los que ya poseen; aquí de los que están todavía en camino, allá de los que ya han llegado a la patria»[13]. San Jerónimo escribe que, durante los primeros siglos en Palestina, ese grito se había hecho tan habitual que quienes araban los campos decían de cuando en cuando: ¡aleluya! Y los que remaban en las barcas para trasladar a los viajeros de una a otra orilla de un río, cuando se cruzaban, exclamaban: ¡aleluya! «Un júbilo profundo y sereno embarga a la Iglesia en estas semanas del tiempo pascual; es el que nuestro Señor ha querido dejar en herencia a todos los cristianos (…); un contento lleno de contenido sobrenatural, que nada ni nadie nos podrá quitar, si nosotros no lo permitimos»[14].
«Los ocho primeros días del tiempo pascual constituyen la “octava de Pascua”, y se celebran como solemnidades del Señor»[15]. Antiguamente, durante esta octava el obispo de Roma celebraba las stationes como un modo de introducir a los neófitos en el triunfo de aquellos santos especialmente significativos para la vida cristiana de la Urbe. Era una cierta “geografía de la fe”, en la que la Roma cristiana aparecía como una reconstrucción de la Jerusalén del Señor. Se visitaban varias basílicas romanas: la vigilia de Pascua la statio tenía lugar en San Juan de Letrán; el domingo en Santa María Mayor; el lunes en San Pedro del Vaticano; el martes en San Pablo Extramuros; el miércoles en San Lorenzo Extramuros; el jueves en la basílica de los Santos Apóstoles; el viernes en Santa María ad martyres; y el sábado, de nuevo, en San Juan de Letrán.
Las lecturas de esos días guardaban relación con el lugar de la celebración. Así, por ejemplo el miércoles la statio se celebraba en la basílica de San Lorenzo Extramuros. Allí el evangelio que se proclamaba era el pasaje de las brasas encendidas[16], en clara alusión a la tradición popular romana, que relata cómo el diácono Lorenzo fue martirizado sobre una parrilla. El sábado de la octava era el día en que los neófitos deponían el alba con la que se habían revestido en su bautismo durante la vigilia pascual. La primera lectura era por eso la exhortación de Pedro que comienza con las palabras «deponentes igitur omnem malitiam…»[17]: habiéndoos despojado de toda malicia…
Los Padres de la Iglesia hablaban con frecuencia del domingo como “octavo día”. Situado más allá de la sucesión septenaria de los días, el domingo evoca el inicio del tiempo y su final en el siglo futuro[18]. Por eso, los antiguos baptisterios, como el de san Juan de Letrán, tenían forma octogonal; los catecúmenos salían de la fuente bautismal para iniciar su vida nueva, abierta ya al octavo día, al domingo que no acaba. Cada domingo nos recuerda así que nuestra vida transcurre dentro del tiempo de la Resurrección.
«Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles y también nuestra mirada a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre»[19] Empieza el tiempo de una presencia nueva del Señor: parece que está más escondido, pero en cierto modo está más cerca de nosotros; empieza el tiempo de la liturgia, que es toda ella una gran oración al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo; una oración «en cauce manso y ancho»[20].
Jesús desaparece de la vista de los apóstoles, que quizá se quedan taciturnos al principio. «No sabemos si en aquel momento se dieron cuenta de que precisamente ante ellos se estaba abriendo un horizonte magnífico, infinito, el punto de llegada definitivo de la peregrinación terrena del hombre. Tal vez lo comprendieron solamente el día de Pentecostés, iluminados por el Espíritu Santo»[21].
«Dios todopoderoso y eterno, que has querido incluir el sacramento de la Pascua en el misterio de los cincuenta días…»[22]. La Iglesia nos enseña a reconocer en esta cifra el lenguaje expresivo de la revelación. El número cincuenta tenía dos cadencias importantes en la vida religiosa de Israel: la fiesta de Pentecostés, siete semanas después de comenzar a meter la hoz en el trigo; y la fiesta del jubileo que declaraba santo el año cincuenta: un año dedicado a Dios en el que cada uno recobraba su propiedad, y cada cual podía regresar a su familia[23]. En el tiempo de la Iglesia, el «sacramento de la Pascua» incluye los cincuenta días después de la Resurrección del Señor, hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Si, con el lenguaje de la liturgia, la Cuaresma significa la conversión a Dios con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, la Pascua significa nuestra vida nueva de “con-resucitados” con Cristo. «Igitur, si consurrexistis Christo, quæ sursum sunt quærite: así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios»[24]
Al cumplirse estos cincuenta días, «llegamos al culmen de los bienes y a la metrópolis de todas las fiestas»[25], pues, inseparable de la Pascua, es como la “Madre de todas las fiestas”. «Sumad −decía Tertuliano a los paganos de su tiempo− todas vuestras fiestas y no llegaréis a la cincuentena de Pentecostés»[26]. Pentecostés es, pues, un domingo conclusivo, de plenitud. En esta Solemnidad vivimos con admiración cómo Dios, a través del don de la liturgia, actualiza la donación del Espíritu que tuvo lugar en los albores de la Iglesia naciente.
Si en la Ascensión Jesús «fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad»[27], ahora, en el día de Pentecostés, el Señor, sentado a la derecha del Padre, comunica su vida divina a la Iglesia mediante la infusión del Paráclito, «fruto de la Cruz»[28]. San Josemaría vivía y nos animaba a vivir con este sentido de presente perenne: «Ayúdame a pedir una nueva Pentecostés, que abrase otra vez la tierra»[29].
Se comprende también por eso que San Josemaría quisiera comenzar algunos medios de formación de la Obra rezando una oración tradicional en la Iglesia que se encuentra, por ejemplo, en la Misa votiva del Espíritu Santo: «Deus, qui corda fidelium Sancti Spiritus illustratione docuisti, da nobis in eodem Spiritu recta sapere, et de eius semper consolatione gaudere»[30]. Con palabras de la liturgia, imploramos a Dios Padre que el Espíritu Santo nos haga capaces de apreciar, de saborear, el sentido de las cosas de Dios; y pedimos también disfrutar del consuelo alentador del «Gran Desconocido»[31]. Porque «el mundo tiene necesidad del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo. El mundo necesita los frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Ga 5, 22). El don del Espíritu Santo ha sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos vivir con fe genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz»[32].
Félix María Arocena
Fuente: opusdei.es.
[1] Misal Romano, Miércoles de la Octava de Pascua, Antífona de entrada. Cfr. Mt 25, 34.
[2] Rm 4, 25.
[3] Cfr. Jn 15, 9-11.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 102.
[5] Hch 10, 41.
[6] San León Magno, Sermo 74, 2 (PL 54, 398).
[7] Misal Romano, Domingo de Resurrección, Antífona de entrada. Cfr. Sal 138 (139), 18.5-6.
[8] Es Cristo que pasa, n. 104. Cfr. Hb 13, 8.
[9] Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 24-XI-2013, n. 1.
[10] Rm 8, 18.
[11] 1 Co 2, 9.
[12] Cfr. Ap 5,9.
[13] San Agustín, Sermo 256, 3 (PL 38, 1193).
[14] Beato Álvaro, Caminar con Jesús, Cristiandad: Madrid, 2014, 197.
[15] Misal Romano, Normas universales del año litúrgico, 24.
[16] Jn 21, 9.
[17] 1 P 2, 1.
[18] Cfr. San Juan Pablo II, Carta Apostólica Dies Domini, 31-V-1998, n. 26.
[19] Francisco, Regina Coeli, 31-V-2015.
[20] Camino, 145.
[21] Benedicto XVI, Homilía, 28-V-2006.
[22] Misal Romano, Vigilia del Domingo de Pentecostés, colecta.
[23] Cfr. Lv 23, 15-22; Nm 28, 26-31; Lv 25, 1-22.
[24] Col 3, 1.
[25] San Juan Crisóstomo, Homilia II de Sancta Pentecoste (PG 50, 463).
[26] Tertuliano, De idolatria 14 (PL 1, 683).
[27] Misal Romano, Ascensión del Señor, prefacio.
[28] Es Cristo que pasa, n. 96.
[29] San Josemaría, Surco, n. 213.
[30] Misal Romano, Misa votiva del Espíritu Santo, colecta.
[31] Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 127-138.
[32] Francisco, Homilía en la Solemnidad de Pentecostés, 24-V-2015.
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