Francisco comenzó la ceremonia de la Pasión de Cristo que se celebra el Viernes Santo postrado en el suelo durante unos instantes
Tras las solemnes lecturas, el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa, explicó la relación entre la Justicia de Dios y su Misericordia.
Dios nos ha reconciliado consigo por Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación […].Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios. Cooperando, pues, con Él, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios, porque dice: «En el tiempo propicio te escuché y en el día de la salud te ayudé». ¡Este es el tiempo propicio, este el día de la salud!” (2 Cor 5, 18-6,2).
Son palabras de San Pablo en su Segunda Carta a los Corintios. El llamamiento del Apóstol a reconciliarse con Dios no se refiere a la reconciliación histórica entre Dios y la humanidad (esta, acaba de decir, ya ha tenido lugar a través de Cristo en la cruz); ni siquiera se refiere a la reconciliación sacramental que tiene lugar en el bautismo y en el sacramento de la reconciliación; se refiere a una reconciliación existencial y personal que se tiene que actuar en el presente. El llamamiento se dirige a los cristianos de Corinto que están bautizados y viven desde hace tiempo en la Iglesia; está dirigido, por lo tanto, también a nosotros, ahora y aquí. «El momento justo, el día de salvación» es, para nosotros, el año de la misericordia que estamos viviendo.
¿Pero qué significa, en el sentido existencial y psicológico, reconciliarse con Dios? Una de las razones, quizá la principal, de la alienación del hombre moderno de la religión y la fe es la imagen distorsionada que este tiene de Dios. ¿Cuál es, de hecho, la imagen “predefinida” de Dios en el inconsciente humano colectivo? Para descubrirla, basta hacerse esta pregunta: «¿Qué asociación de ideas, qué sentimientos y qué reacciones surgen en ti, antes de toda reflexión, cuando, en el Padre Nuestro, llegas a decir: “Hágase tu voluntad”?»
Quien lo dice, es como si inclinase su cabeza hacia el interior resignadamente, preparándose para lo peor. Inconscientemente, se conecta la voluntad de Dios con todo lo que es desagradable, doloroso, lo que, de una manera u otra, puede ser visto como limitante de la libertad y el desarrollo individuales. Es un poco como si Dios fuera el enemigo de toda fiesta, alegría y placer. Un Dios adusto e inquisidor.
Dios es visto como el Ser Supremo, el Todopoderoso, el Señor del tiempo y de la historia, es decir, como una entidad que se impone al individuo desde el exterior; ningún detalle de la vida humana se le escapa. La transgresión de su Ley introduce inexorablemente un desorden que requiere una reparación adecuada que el hombre sabe que no es capaz de darle. De ahí el temor y, a veces, un sordo resentimiento contra Dios. Es un remanente de la idea pagana de Dios, nunca del todo erradicada, y quizás imposible de erradicar, del corazón humano. En esta se basa la tragedia griega; Dios es el que interviene, a través del castigo divino, para restablecer el orden moral perturbado por el mal. A la origen de todo hay la imagen de Dios “envidioso” del hombre que la serpiente instiló en Adán y Eva.
Por supuesto, ¡nunca se ha ignorado, en el cristianismo, la misericordia de Dios! Pero a esta solo se le ha encomendado la tarea de moderar los rigores irrenunciables de la justicia. La misericordia era la excepción, no la regla. El año de la misericordia es la oportunidad de oro para sacar a la luz la verdadera imagen del Dios bíblico, que no solo tiene misericordia, sino que es misericordia.
Esta audaz afirmación se basa en el hecho de que “Dios es amor” (1 Jn 4, 08.16). Solo en la Trinidad, Dios es amor, sin ser misericordia. Que el Padre ame al Hijo, no es gracia o concesión; es necesidad, aunque perfectamente libre; que el Hijo ame al Padre no es gracia o favor, él necesita ser amado y amar para ser Hijo. Lo mismo debe decirse del Espíritu Santo, que es el amor personificado.
Es cuando crea el mundo, y en este las criaturas libres, cuando el amor de Dios deja de ser naturaleza y se convierte en gracia. Este amor es una concesión libre, podría no existir; es hesed, gracia y misericordia. El pecado del hombre no cambia la naturaleza de este amor, pero causa en este un salto cualitativo: de la misericordia como don se pasa a la misericordia como perdón. Desde el amor de simple donación, se pasa a un amor de sufrimiento, porque Dios sufre frente al rechazo de su amor. «He criado hijos, los he visto crecer, pero ellos me han rechazado»» (cf. Is 1, 2). Preguntemos a muchos padres y muchas madres que han tenido la experiencia, si este no es un sufrimiento, y entre los más amargos de la vida.
* * *
¿Y qué pasa con la justicia de Dios? ¿Es, esta, olvidada o infravalorada? A esta pregunta ha respondido una vez por todas San Pablo. Él comienza su exposición, en la Carta a los Romanos, con una noticia: «Ahora, se ha manifestado la justicia de Dios» (Rm 3, 21). Nos preguntamos: ¿qué justicia? Una que da “unicuique suum”, a cada uno la suyo, ¿distribuye por lo tanto, las recompensas y castigos de acuerdo a los méritos? Habrá, por supuesto, un momento en que también se manifestará esta justicia de Dios que consiste en dar a cada uno según sus méritos. Dios, en efecto, ha escrito poco antes del Apóstol. «El cual pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia» (Rm 2, 6-8).
Pero no es esta la justicia de la que habla el Apóstol cuando escribe: «Ahora, se ha manifestado la justicia de Dios». El primero es un acontecimiento futuro, este un acontecimiento que tiene lugar “ahora”. Si no fuese así, la de Pablo sería una afirmación absurda, desmentida por los hechos. Desde la perspectiva de la justicia retributiva, nada ha cambiado en el mundo con la venida de Cristo. Se siguen viendo a menudo, decía Bossuet[1], a los culpables en el trono y a los inocentes en el patíbulo; pero para que no se crea que hay alguna justicia en el mundo y cualquier orden fijo, si bien invertido, he aquí que a veces se nota lo contrario, a saber, el inocente en el trono y el culpable en el patíbulo. No es, por lo tanto, en esto en lo que consiste la novedad traída por Cristo. Escuchemos lo que dice el Apóstol: «Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre… para mostrar su justicia en el tiempo presente, siendo justo y justificador a los que creen en Jesús» (Rm 3, 23-26).
¡Dios hace justicia, siendo misericordioso! Esta es la gran revelación. El Apóstol dice que Dios es «justo y el que justifica», es decir, que es justo consigo mismo cuando justifica al hombre; él, de hecho, es amor y misericordia; por eso hace justicia consigo mismo −es decir, se demuestra realmente lo que es− cuando es misericordioso.
Pero no se entiende nada de esto, si no se comprende lo que significa, exactamente, la expresión “justicia de Dios”. Existe el peligro de que uno oiga hablar acerca de la justicia de Dios y, sin saber el significado, en lugar de animarse, se asuste. San Agustín ya lo había explicado claramente: «La ‘justicia de Dios, escribía, es aquella por la cual él nos hace justos mediante su gracia; exactamente como “‘la salvación del Señor” (Sal 3,9) es aquella por la cual él nos salva»[2]. En otras palabras, la justicia de Dios es el acto por el cual Dios hace justos, agradables a él, a los que creen en su Hijo. No es un hacerse justicia, sino un hacer justos.
Lutero tuvo el mérito de traer a la luz esta verdad, después que durante siglos, al menos en la predicación cristiana, se había perdido el sentido y es esto sobre todo lo que la cristiandad le debe a la Reforma, la cual el próximo año cumple el quinto centenario. «Cuando descubrí esto, escribió más tarde el reformador, sentí que renacía y me parecía que se me abrieran de par en par las puertas del paraíso»[3].
Pero no fueron ni Agustín ni Lutero quienes por primeros explicaron así el concepto de “justicia de Dios”; la Escritura lo había hecho antes de ellos. «Cuando se ha manifestado la bondad de Dios y de su amor por los hombres, él nos ha salvado, no en virtud de las obras de justicia cumplidas por nosotros, sino por su misericordia» (Tt 3, 4-5). «Dios rico de misericordia, por el gran amor con el que nos ha amado, de muertos que estábamos por el pecado, nos ha hecho revivir con Cristo, por la gracia habéis sido salvados» (Ef 2, 4).
Decir por lo tanto: «Se ha manifestado la justicia de Dios», es como decir: se ha manifestado la bondad de Dios, su amor, su misericordia. ¡La justicia de Dios no solamente no contradice su misericordia, pero consiste justamente en ella!
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¿Qué sucedió en la cruz tan importante al punto de justificar este cambio radical en los destinos de la humanidad? En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI escribió: «La injusticia, el mal como realidad no puede simplemente ser ignorado, dejado de lado. Tiene que ser descargado, vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y que ahora, visto que los hombres no son capaces, lo haga el mismo Dios −esta es la bondad incondicional de Dios»[4].
Dios no se ha contentado de perdonar los pecados del hombre; ha hecho infinitamente más, los ha tomado sobre sí y se los ha endosado. El Hijo de Dios, dice Pablo, «se ha hecho pecado a nuestro favor». ¡Palabra terrible! Ya en la Edad Media había quien tenía dificultad en creer que Dios exigiese la muerte del Hijo para reconciliar el mundo a sí. San Bernardo le respondía: «No fue la muerte del Hijo que le gustó a Dios, más bien su voluntad de morir espontáneamente por nosotros»: «Non mors placuit sed voluntas sponte morientis»[5]. ¡No fue la muerte por lo tanto, sino el amor el que nos ha salvado!
El amor de Dios alcanzó al hombre en el punto más lejano en el que se había metido huyendo de él, o sea en la muerte. La muerte de Cristo tenía que aparecer a todos como la prueba suprema de la misericordia de Dios hacia los pecadores. Este es el motivo por qué esta no tiene ni siquiera la majestad de una cierta soledad, sino que viene encuadrada en aquella de los dos ladrones. Jesús quiso quedarse amigo de los pecadores hasta el final, y por esto muere como ellos y con ellos.
* * *
Es la hora de darnos cuenta que lo opuesto de la misericordia no es la justicia, sino la venganza. Jesús no ha opuesto la misericordia a la justicia, pero sí a la ley del talión: «Ojo por ojo, diente por diente». Perdonando los pecados, Dios no renuncia a la justicia, renuncia a la venganza; no quiere la muerte del pecador, pero que se convierta y viva (cf. Ez 18, 23). Jesús en la cruz no le ha pedido al Padre vengar su causa; le pidió perdonar a sus crucificadores.
El odio y la brutalidad de los ataques terroristas de esta semana en Bruselas nos ayudan a entender la fuerza divina contenida en las últimas palabras de Cristo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Por grande que sea el odio de los hombres, el amor de Dios ha sido, y será, siempre más fuerte. A nosotros está dirigida, en las actuales circunstancias, la exhortación del apóstol Pablo: «No te dejes vencer por el mal antes bien, vence al mal con el bien» (Rom 12, 21).
¡Tenemos que desmitificar la venganza! Esa ya se ha vuelto un mito que se expande y contagia a todo y a todos, comenzando por los niños. Gran parte de las historias en las pantallas y en los juegos electrónicos son historias de venganza, a veces presentadas como la victoria del héroe bueno. La mitad, si no más, del sufrimiento que existe en el mundo (cuando no son males naturales), viene del deseo de venganza, sea en la relación entre las personas que en aquella entre los Estados y los pueblos.
Ha sido dicho que «el mundo será salvado por la belleza»[6]; pero la belleza puede también llevar a la ruina. Hay una sola cosa que puede salvar realmente el mundo, ¡la misericordia! La misericordia de Dios por los hombres y de los hombres entre ellos. Esa puede salvar, en particular, la cosa más preciosa y más frágil que hay en este momento, en el mundo, el matrimonio y la familia.
Sucede en el matrimonio algo similar a lo que ha sucedido en las relaciones entre Dios y la humanidad, que la Biblia describe, justamente, con la imagen de un matrimonio. Al inicio de todo, decía, está el amor, no la misericordia. Esta interviene solamente a continuación del pecado del hombre.
También en el matrimonio al inicio no está la misericordia sino el amor. Nadie se casa por misericordia, sino por amor. Pero después de años o meses de vida conjunta, emergen los límites recíprocos, los problemas de salud, de finanza, de los hijos; interviene la rutina que apaga toda alegría. Lo que puede salvar un matrimonio del resbalar en una bajada sin subida es la misericordia, entendida en el sentido que impregna la Biblia, o sea no solamente como perdón recíproco, sino como un «revestirse de sentimientos de ternura, de bondad, de humildad, de mansedumbre y de magnanimidad». (Col 3, 12). La misericordia hace que al eros se añade el ágape, al amor de búsqueda, aquel de donación y de compasión. Dios «se apiada» del hombre (Sal 102, 13): ¿no deberían marido y mujer apiadarse uno del otro? ¿Y no deberíamos, nosotros que vivimos en comunidad, apiadarnos los unos de los otros, en cambio de juzgarnos?
Recemos. Padre Celeste, por los méritos del Hijo tuyo que en la cruz «se hizo pecado» por nosotros, haz caer del corazón de las personas, de las familias y de los pueblos, el deseo de venganza y haznos enamorar de la misericordia. Haz que la intención del Santo Padre en el proclamar este Año Santo de la Misericordia, encuentre una respuesta concreta en nuestros corazones y haga sentir a todos la alegría de reconciliarse contigo en el profundo del corazón. ¡Que así sea!
Fuente: romereports.com / news.va.
Traducción de zenit.org.
[1]Jacques-Bénigne Bossuet, “Sermon sur la Providence” (1662), in Oeuvres de Bossuet, eds. B. Velat and Y. Champailler (Paris: Pléiade, 1961), p. 1062.
[2] S. Agustín, El Espíritu y la letra, 32,56 (PL 44, 237).
[3] Martin Lutero, Prefación a las obras en latín, ed. Weimar, 54, p.186.
[4] Cf. J. Ratzinger–Benedetto XVI, Gesù di Nazaret, II Parte, Libreria Editrice Vaticana 2011, pp. 151.
[5] S. Bernardo de Claraval, Contra los errores de Abelardo, 8, 21-22 (PL 182, 1070).
[6] F. Dostoyevski, El Idiota, parte III, cap.5.
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