Entre la multitud de hombres y de mujeres que contemplaron a Cristo en el Calvario, dos hombres siguen con la mirada todos sus movimientos
Uno está muy cerca del Crucificado; respira al unísono con Él; llega casi a sentir el palpitar de su corazón; y abre los ojos en el anhelo de no perder ni un detalle de los últimos minutos del hombre que está muriendo ante él. Se pregunta: ¿Quién acompañará a quién en el último suspiro; él a mí; o yo a él? Es el buen ladrón.
Algo lejos del lugar donde están alzadas las tres cruces, otro hombre no aparta los ojos de la Cruz central. En silencio, espera que suceda algo extraordinario. Que el Crucificado baje de la Cruz y se deshaga de sus enemigos a golpes de fuerza. Es Judas.
El Calvario comienza a llenarse de oscuridad. Se desvanecen los últimos gritos y los clamores, los llantos y los lamentos de la multitud. Cada uno, caminando sin rumbo, desorientado, regresa a su casa.
El buen ladrón increpa y manda callar a su compañero, que con sus gritos le impide seguir con atención los últimos minutos del Señor. La oscuridad se convierte, dentro de su corazón, en luz esplendorosa. Y en el rostro abatido por el cansancio, el dolor de la corona de espinas, el hambre y la fatiga, Dimas, nombre que la tradición le ha asignado, descubre la sonrisa de Cristo.
En el silencio, la oscuridad se va convirtiendo en tinieblas, en tinieblas abismales, en el corazón del hombre que, en la lejanía, mantiene fija su mirada en el hombre clavado en la Cruz, sin moverse, sin descender de ella.
Judas, “uno de los doce” consuma su traición. Su corazón comienza a ahogarse, embotado en el odio. Cristo se obstina en no desprenderse de la Cruz; ya quedará confundido hasta el fin del mundo entre dos ladrones. Encerrado en su rabia, Judas cierra su corazón, cierra su boca, para siempre.
Dimas, fija su mirada en Quien está a punto de exhalar el último suspiro, y eleva su espíritu a las alturas de Dios, a las alturas de la Cruz.
− Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino.
− Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Jamás en la tierra se había oído, ni se oirá un diálogo tan breve, y tan penetrado de sentido y de inmensidad. El encuentro de Dios en la cruz con el hombre pecador, que clama su misericordia.
Judas, sin atreverse ya a alzar la voz, musita entre dientes su protesta, su rebelión, su miseria:
− Si eres el hijo de Dios, desciende de la cruz, y todos creerán en Ti.
Sus palabras se pierden entre el rumor de las últimas voces de mando. La cohorte ha de estar preparada para el momento de la muerte de los crucificados: quebrar las piernas es el certificado de defunción.
El Señor entrega su espíritu al Padre. La sonrisa redentora de su rostro cierra las palabras finales:
− Todo está consumado.
La luz del Cielo se abre en los ojos del buen ladrón. Los ángeles abren las puertas del Paraíso, y lo presentan a Dios.
La oscuridad petrifica el corazón solitario y aislado de Judas. Sus ojos se transforman en tinieblas, ante la dura mirada del diablo. ¿Quitará alguien jamás la piedra que cierra la entrada a su tumba?
La Cruz se desploma, vencida, en el sepulcro. El alba espera ya, en silencio anhelante, la Resurrección.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com.
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