No le dieron el Nobel por sus aportaciones a la ética empresarial, sino por el vuelco que dio a la historia económica, y me ha llenado de ilusión conocer esa faceta de su vida
No sabía que Robert W. Fogel, Premio Nobel de Economía (1993), que falleció hace un par de años, había dado clases de ética de la empresa en la Escuela de Negocios Booth de la Universidad de Chicago. No le dieron el Premio Nobel por sus aportaciones a la ética empresarial, sino por el vuelco que dio a la historia económica. Pero me ha llenado de ilusión conocer esa faceta de su vida. Sobre todo porque parece que era un profesor con excelentes ideas, según cuenta John Paul Rollert, actual profesor ahora en Booth, que le trató en el pasado.
«Al describir el contenido de su curso, Fogel nos hacía notar que no discutiría cuestiones tales como si uno puede robar a su empresa o cometer fraude. Estas no son cuestiones “duras”. Por el contrario, la respuesta es: “No”». Y Rollert explica que él dice a sus alumnos que «si no están seguros de la respuesta a esas preguntas, probablemente yo les puedo ayudar muy poco con mis explicaciones de las 10 semanas de su curso». Y añade que «lo importante en una clase de ética de la empresa no consiste meramente en provocar preguntas que no tengan respuestas fáciles −como ¿dónde he de poner mi adelanto profesional entre las prioridades de mi vida?, o ¿debo levantar la voz cuando vea que se trata a un cliente de modo injusto?, o ¿qué obligaciones tiene la empresa con su comunidad local?− sino dar a los estudiantes los recursos, los medios y, sobre todo, la fortaleza para contestarlas de una manera consistente con su propio sentido de integridad moral».
Rollert añade otras ideas que sacó de su relación con Fogel, como hacer notar a los alumnos que en las cuestiones éticas se encontrarían siempre con la incertidumbre, que no encontrarían respuestas fijas sobre lo que es correcto o incorrecto. Y añade que «la mayoría de los problemas morales con que te puedes encontrar en tu trabajo se pueden evitar, aunque no resolver, cerrando la puerta de tu despacho. Pero ser un actor moral exige prestar atención a los susurros que escuchas en la capilla de tu conciencia, cuando algo parece equivocado. Tomar la decisión de escuchar atentamente, para decidir “lo que hay que hacer” y, más importante aún, estar dispuesto a actuar con determinación, son las prácticas que hay que cultivar entre los hábitos diarios que son las piedras angulares del castillo de la integridad moral».
Otro punto es la necesidad de empatía: «debes entender los puntos de vista del otro y apreciar cómo una persona razonable ha llegado a ellos. Las empresas, en no menor medida que otros grupos humanos, son comunidades negociadas en las que la gente ha de encontrar cómo actuar, mediante prueba y error». Y luego añade la importancia de la virtud de la paciencia: «el mundo humano puede ser extremadamente frustrante. La gente, o bien no verá las cosas como tú las ves o, simplemente, no las harán como tú crees que deben hacerlo. Y tú también tropezarás, no importa lo capaz, competente o inteligente que seas». «La paciencia y la generosidad del tiempo que lleva consigo, son los mayores regalos que un profesor puede hacer a sus estudiantes».
No tengo casi nada que añadir a todo lo anterior, que me parece contiene ideas muy importantes para los profesores de ética, para los directivos y para los empleados. Solo añadiré una última frase: «como toda categoría de razonamiento moral, la ética de la empresa no es una ciencia, sino un arte en el que uno triunfa por el ejemplo».