En una basílica de San Pedro llena de peregrinos, el Papa presidió la celebración de una liturgia penitencial; explicó −en un ambiente de gran sobriedad y recogimiento− que el pecado aísla y ciega a las personas
«Que vea» (Mc 10,51). Esta es la petición que hoy queremos dirigir al Señor. Ver de nuevo después de que nuestros pecados nos han hecho perder de vista el bien y alejado de la belleza de nuestra llamada, haciéndonos vagar lejos de la meta.
Este pasaje del Evangelio tiene un gran valor simbólico, porque cada uno de nosotros se encuentra en la situación de Bartimeo. Su ceguera lo llevó a la pobreza y a vivir a las afueras de la ciudad, dependiendo en todo de los demás. El pecado también tiene ese efecto: nos empobrece y nos aísla. Es una ceguera del espíritu, que impide ver lo esencial, fijar la mirada en el amor que da la vida; y lleva poco a poco a quedarse en lo superficial, hasta hacernos insensibles ante los demás y ante el bien. ¡Cuántas tentaciones tienen la fuerza de oscurecer la vista del corazón y volverlo miope! ¡Qué fácil y equivocado es creer que la vida depende de lo que se posee, del éxito o la admiración que se recibe; que la economía consiste sólo en el beneficio y el consumo; que los deseos individuales deben prevalecer por encima de la responsabilidad social! Mirando sólo a nuestro yo, nos volvemos ciegos, apagados y replegados en nosotros mismos, vacíos de alegría y vacíos de libertad. Es algo muy feo.
Pero Jesús pasa; y no pasa de largo: «se detuvo», dice el Evangelio (v. 49). Entonces, un temblor se apodera del corazón, porque se da cuenta que es mirado por la Luz, esa luz afable que nos invita a no permanecer encerrados en nuestra oscura ceguera. La presencia cercana de Jesús permite sentir que, lejos de él, nos falta algo importante. Nos hace sentir necesitados de salvación, y ese es el inicio de la curación del corazón. Luego, cuando el deseo de ser curados se hace audaz, lleva a la oración, a gritar ayuda con fuerza e insistencia, como hizo Bartimeo: «Hijo de David, ten compasión de mí» (v. 47).
Desgraciadamente, como aquellos «muchos» del Evangelio, siempre hay alguien que no quiere detenerse, que no quiere ser molestado por el que grita su dolor, prefiriendo hacer callar y regañar al pobre que molesta (cfr. v. 48). Es la tentación de seguir adelante como si nada, pero así se quedan lejos del Señor, distantes de Jesús y de los demás. Reconozcamos que todos somos mendigos del amor de Dios, y no dejemos que el Señor pase de largo. «Tengo miedo del Señor que pasa», decía san Agustín. Miedo a que pase y yo le deje pasar.
Demos voz a nuestro deseo más profundo: «[Jesús], que vea» (v. 51). Este Jubileo de la Misericordia es un tiempo favorable para acoger la presencia de Dios, para experimentar su amor y volver a él de todo corazón. Como Bartimeo, dejemos el manto y pongámonos en pie (cfr. v. 50): abandonemos lo que nos impide ser ágiles en el camino hacia él, sin miedo a dejar lo que nos da seguridad y a lo que estamos apegados; no nos quedemos sentados, levantémonos, reencontremos nuestra dimensión espiritual −en pie−, la dignidad de hijos amados que están ante el Señor para que nos mire a los ojos, nos perdone y nos recree. Y la palabra que quizás hoy llega a nuestro corazón es la misma de la creación del hombre: “levántate”. Dios nos creó de pie: “levántate”.
Hoy más que nunca, sobre todo nosotros los Pastores, estamos llamados a escuchar el grito, quizás escondido, de cuantos desean encontrar al Señor. Estamos obligados a revisar esos comportamientos que a veces no ayudan a los demás a acercarse a Jesús; horarios y programas que no salen al encuentro de las necesidades reales de los que podrían acercarse al confesionario; las reglas humanas, si valen más que el deseo de perdón; nuestra rigidez, que puede alejar la ternura de Dios. Ciertamente no debemos disminuir las exigencias del Evangelio, pero no podemos correr el riesgo de malograr el deseo del pecador de reconciliarse con el Padre, porque lo que el Padre espera antes que nada es el regreso del hijo a casa (cfr. Lc 15,20-32).
Que nuestras palabras sean las de los discípulos que, repitiendo las mismas expresiones de Jesús, dicen a Bartimeo: «Ánimo, levántate que te llama» (v. 49). Estamos llamados a infundir ánimo, a apoyar y a llevar a Jesús. Nuestro ministerio es el de acompañar, porque el encuentro con el Señor es personal, íntimo, para que el corazón se pueda abrir sinceramente y sin temor al Salvador. No lo olvidemos: sólo Dios es quien actúa en cada persona. En el Evangelio es Él quien se detiene y pregunta por el ciego; es él quien ordena que se lo traigan; es él quien lo escucha y lo sana. Hemos sido elegidos −nosotros los pastores− para suscitar el deseo de la conversión, para ser instrumentos que facilitan el encuentro, para extender la mano y absolver, haciendo visible y operante su misericordia. Que cada hombre y mujer que se acerque a un confesionario encuentre un padre: encuentre un padre que le espera; encuentre el Padre que perdona.
La conclusión del relato evangélico está cargada de significado: Bartimeo «al momento recobró la vista y lo seguía por el camino» (v. 52). También nosotros, cuando nos acercamos a Jesús, vemos de nuevo la luz para mirar al futuro con confianza, encontramos la fuerza y el valor para ponernos en camino. En efecto «quien cree ve» (Lumen fidei, 1) y va adelante con esperanza, porque sabe que el Señor está presente, sostiene y guía. Sigámoslo, como discípulos fieles, para hacer partícipes a cuantos encontramos en nuestro camino de la alegría de su amor. Y después el abrazo del Padre, el perdón del Padre, celebremos en nuestro corazón. Porque él hace fiesta.
Esquema general para el examen de conciencia
Celebración penitencial en la Basílica Vaticana
1. ¿Me acerco al Sacramento de la Penitencia con sincero deseo de purificación, de conversión, de renovación de vida y de más íntima amistad con Dios, o lo considero más bien como un peso, que solo raramente estoy dispuesto a soportar?
2. ¿He olvidado o callado a propósito pecados graves en la confesión anterior o en las confesiones pasadas?
3. ¿He cumplido la penitencia que se me impuso? ¿He reparado los errores que cometí? ¿He procurado poner en práctica los propósitos de enmendar mi vida según el Evangelio?
1. ¿Mi corazón está orientado de verdad a Dios; puedo decir que lo amo de verdad sobre todas las cosas, y con amor de hijo, en el cumplimiento fiel de sus mandamientos? ¿Me dejo absorber demasiado por las cosas temporales? ¿Es siempre recta mi intención al obrar?
2. ¿Es firme mi fe en Dios, que en su Hijo nos dirigió su palabra? ¿Doy mi plena adhesión a la doctrina de la Iglesia? ¿Me preocupo de mi formación cristiana, escuchando la palabra de Dios, participando en la catequesis, evitando todo lo que pueda socavar la fe? ¿He profesado siempre con valentía y sin miedo mi fe en Dios y en la Iglesia? ¿Me muestro como cristiano en la vida privada y pública?
3. ¿Rezo por la mañana y por la noche? ¿Mi oración es un verdadero coloquio de corazón a corazón con Dios, o es solo una práctica exterior vacía? ¿Sé ofrecer a Dios mis ocupaciones, mis alegrías y dolores? ¿Acudo a Él con confianza, también en las tentaciones?
4. ¿Tengo reverencia y amor al nombre santo de Dios, o lo he ofendido con la blasfemia, jurando en falso, o nombrándolo en vano? ¿He sido irreverente con la Virgen y los Santos?
5. ¿Santifico el día del Señor y las fiestas de la Iglesia, formando parte activa, atenta y devota en las celebraciones litúrgicas, y especialmente en la Santa Misa? ¿He evitado hacer trabajos innecesarios en los días festivos? ¿He cumplido el precepto de la confesión al menos una vez al año y de la comunión pascual?
6. ¿Tengo «otros dioses», es decir, expresiones o cosas de las que me intereso o en las que confío más que en Dios, por ejemplo: riqueza, supersticiones, espiritismo y otras formas de magia?
1. ¿Amo de verdad a mi prójimo, o abuso de mis hermanos, sirviéndome de ellos para mis intereses y reservándoles un trato que no querría para mí? ¿He dado es-cándalo con mis palabras o acciones?
2. ¿En mi familia, he contribuido con paciencia y verdadero amor al bien y a la serenidad de los demás?
Para cada componente de la familia:
− Para los hijos. ¿Soy obediente con mis padres, les honro y respeto? ¿Les ayudo en sus necesidades espirituales y materiales? ¿Me esfuerzo en el colegio? ¿Respeto a las autoridades? ¿Doy buen ejemplo en toda situación?
− Para los padres. ¿Me preocupo de la educación cristiana de mis hijos? ¿Les he dado buen ejemplo? ¿Les he apoyado y dirigido con mi autoridad?
− Para los esposos. ¿He sido siempre fiel en los afectos y en las acciones? ¿He te-nido comprensión en los momentos de inquietud?
3. ¿Sé dar de lo mío, sin egoísmo, a quien es más pobre que yo? En lo que de mí depende, ¿defiendo a los oprimidos y ayudo a los necesitados? ¿O trato con suficiencia o dureza a mi prójimo, especialmente a los pobres, débiles, viejos, marginados, inmigrantes?
4. ¿Me doy cuenta de la misión que se me ha confiado? ¿He participado en obras de apostolado y de caridad de la Iglesia, en las iniciativas y en la vida de la parroquia? ¿Rezo y doy mi aportación por las necesidades de la Iglesia y del mundo, por ejemplo, por la unidad de la Iglesia, por la evangelización de los pueblos, por la instauración de la justicia y de la paz?
5. ¿Me preocupa el bien y la prosperidad de la comunidad humana en la que vivo, o solo me preocupan mis intereses personales? Participo, cuando puedo, en las iniciativas que promueven la justicia, la moralidad pública, la concordia, las obras de beneficencia? ¿He cumplido mis deberes civiles? ¿Pago regularmente los impuestos?
6. ¿Soy justo, comprometido, honesto en el trabajo, generoso en prestar mi servicio por el bien común? ¿Pago el salario justo a mis obreros y demás subalternos? ¿He cumplido los contratos y he sido fiel a las promesas?
7. ¿He prestado a las legítimas autoridades la obediencia y el respeto debidos?
8. Si tengo algún encargo o realizo tareas directivas, ¿busco solo mi beneficio o me preocupo por el bien de los demás, con espíritu de servicio?
9. ¿He practicado la verdad y la fidelidad, o he causado mal al próximo con mentiras, calumnias, detracciones, juicios temerarios, violación de secretos?
10. ¿He atentado contra la vida y la integridad física del prójimo, he ofendido el honor, he estropeado los bienes? ¿He procurado o aconsejado el aborto? ¿He callado en situaciones donde podía animar al bien? En la vida matrimonial, ¿soy respetuoso con las enseñanzas de la Iglesia sobre la apertura y el respeto a la vida? ¿He actuado contra mi integridad física (por ejemplo, esterilización)? ¿He sido siempre fiel, incluso de pensamiento? ¿He tenido odio? ¿He sido pendenciero? ¿He pronunciado insultos y palabras ofensivas, fomentando desacuerdos y rencores? ¿He omitido culpable y egoístamente dar testimonio de la inocencia del prójimo? Conduciendo el coche o utilizando otros medios de trasporte, ¿he expuesto al peligro mi vida o la de los demás?
11. ¿He robado? ¿He deseado injustamente las cosas de los demás? ¿He hecho daño al prójimo en sus bienes? ¿He devuelto lo sustraído y he reparado los daños causados?
12. Si he recibido males, ¿me he demostrado dispuesto a la reconciliación y al perdón por amor a Cristo, o guardo en el corazón odio y deseo de venganza?
1. ¿Cuál es la orientación fundamental de mi vida? ¿Me anima la esperanza de la vida eterna? ¿He procurado reavivar mi vida espiritual con la oración, la lectura y la meditación de la palabra de Dios, la participación en los sacramentos? ¿He practicado la mortificación? ¿Estoy dispuesto y decidido a arrancar los vicios, a someter las pasiones e inclinaciones perversas? ¿He reaccionado con envidia, he dominado la gula? ¿He sido presuntuoso y soberbio; he pretendido afirmarme tanto en mí mismo hasta despreciar a los demás y preferirme a ellos? ¿He impuesto a los demás mi voluntad, pisoteando su libertad y descuidando sus derechos?
2. ¿Qué uso he hecho del tiempo, de las fuerzas, de los dones recibidos de Dios como los «talentos del Evangelio»? ¿Me sirvo de todos esos medios para crecer cada día más en la perfección de la vida espiritual y en el servicio al prójimo? ¿He sido vago y perezoso? ¿Cómo utilizo Internet y otros medios de comunicación social?
3. ¿He soportado con paciencia, con espíritu de fe, los dolores y pruebas de la vida? ¿Cómo he procurado practicar la mortificación, para cumplir lo que falta a la pasión de Cristo? ¿He cumplido la ley del ayuno y la abstinencia?
4. ¿Ho conservado puro y casto mi cuerpo, en mi estado de vida, pensando que es templo del Espíritu Santo, destinado a la resurrección y a la gloria? ¿He guardado mis sentidos y he evitado mancharme en el alma y en el cuerpo con pensamientos y deseos malos, con palabras y acciones indignas? ¿Me he permitido lecturas, discursos, espectáculos, diversiones contrarias a la honestidad humana y cristiana? ¿He sido escándalo para los demás con mi comportamiento?
5. ¿He obrado contra mi conciencia, por miedo o hipocresía?
6. ¿He procurado comportarme en todo y siempre con la verdadera libertad de los hijos de Dios y según la ley del Espíritu, o me he dejado esclavizar por mis pasiones?
7. ¿He omitido un bien que para mí era posible realizar?
Fuente: vatican.va. / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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