El Santo Padre ha recibido esta mañana en la Sala Regia a los participantes en el curso anual del foro interno de la Penitenciaría Apostólica
Su objetivo es ayudar a los sacerdotes recién ordenados y a los seminaristas próximos a hacerlo en la formación para administrar el sacramento de la Reconciliación.
Queridos hermanos, me alegra recibiros, durante la Cuaresma del Año Jubilar de la Misericordia, con ocasión del anual Curso sobre el fuero interno. Saludo cordialmente al Cardenal Piacenza, Penitenciario Mayor, y le agradezco sus amables expresiones. Saludo al Regente −que tiene una cara tan buena: ¡debe ser un buen confesor!−, a los Prelados, Oficiales y al Personal de la Penitenciaría, a los Colegios de penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las Basílicas Papales −cuya presencia se ha aumentado precisamente con motivo del Jubileo− y a todos los participantes en el Curso, que se propone ayudar a los nuevos sacerdotes y a los seminaristas próximos a la ordenación a formarse para administrar bien el sacramento de la Reconciliación.
La celebración de este Sacramento requiere una adecuada y actualizada preparación, para que cuantos se os acerquen puedan «tocar la grandeza de la misericordia, fuente de verdadera paz interior» (cfr. Bula Misericordiae Vultus, 17). «El misterio de la fe cristiana parece encontrar en esta palabra −“misericordia”− su síntesis. Se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret» (ibid., 1). En ese sentido, la misericordia, antes de ser una actitud o una virtud humana, es la elección definitiva de Dios a favor de todo ser humano por su eterna salvación; elección sellada con la sangre del Hijo de Dios.
Esta divina misericordia puede gratuitamente alcanzar a todos los que la invocan. En efecto, la posibilidad del perdón está de verdad abierta a todos, es más, está de par en par, como la más grande de las “puertas santas”, porque coincide con el corazón mismo del Padre, que ama y espera a todos sus hijos, de modo particular a los que se han equivocado más y están alejados. La misericordia del Padre puede alcanzar a toda persona de muchos modos: a través de la apertura de una conciencia sincera; por medio de la lectura de la Palabra de Dios que convierte el corazón; mediante un encuentro con una hermana o un hermano misericordiosos; en las experiencias de la vida que nos hablan de heridas, de pecado, de perdón y de misericordia.
Sin embargo, está la "vía cierta" de la misericordia, recorriendo la cual se pasa de la posibilidad a la realidad, de la esperanza a la certeza es Jesús, que tiene poder sobre la tierra para perdonar los pecados (Lc 5,24) y trasmitió esa misión a la Iglesia (cfr Jn 20,21-23). El Sacramento de la Reconciliación es pues el lugar privilegiado para experimentar la misericordia de Dios y celebrar la fiesta del encuentro con el Padre. Nos olvidamos de este último aspecto con tanta facilidad: voy, pido perdón, siento el abrazo del perdón y me olvido de celebrarlo. Esto no es doctrina teológica, pero yo diría, forzando un poco, que la fiesta es parte del Sacramento: es como si de la penitencia formase parte también la fiesta que debo hacer con el Padre que me ha perdonado.
Cuando, como confesores, vamos al confesionario para acoger a los hermanos y hermanas, debemos siempre acordarnos de que somos instrumentos de la misericordia de Dios para ellos; ¡así que estemos atentos a no poner obstáculo a este don de salvación! El confesor es, él mismo, un pecador, un hombre siempre necesitado de perdón; es el primero que no puede prescindir de la misericordia de Dios, que lo ha “elegido” y lo ha “constituido” (cfr. Jn 15,16) para esta gran tarea. A ella debe disponerse siempre con actitud de fe humilde y generosa, habiendo como único deseo que todo fiel pueda experimentar el amor del Padre. En esto no nos faltan hermanos santos a los que mirar: pensemos en Leopoldo Mandic y Pío de Pietrelcina, cuyos restos hemos venerado hace un mes en el Vaticano. Y también −me permito− uno de mi familia: el padre Cappello.
Todo fiel arrepentido, después de la absolución del sacerdote, tiene la certeza, por la fe, de que sus pecados ya no existen. ¡Ya no existen! Dios es omnipotente. Me gusta pensar que tiene una debilidad: una mala memoria. Una vez que te perdona, se olvida. ¡Y esto es grande! Los pecados ya no existen, han sido borrados por la divina misericordia. Cada absolución es, en cierto modo, un jubileo del corazón, que alegra no solo al fiel y a la Iglesia, sino sobre todo a Dios mismo. Jesús lo ha dicho: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión» (Lc 15,7). Es importante, pues, que el confesor sea también un “canal de alegría” y que el fiel, tras haber recibido el perdón, no se sienta ya oprimido por las culpas, sino que pueda gustar la obra de Dios que lo ha liberado, vivir en acción de gracias, dispuesto a reparar el mal cometido y a salir al encuentro de los hermanos con corazón bueno y disponible.
Queridos hermanos, en este tiempo nuestro, marcado por el individualismo, por tantas heridas y por la tentación de encerrarse, es un verdadero y propio don ver y acompañar a las personas que se acercan a la misericordia. Esto comporta también, para todos nosotros, una obligación aún mayor de coherencia evangélica y de benevolencia paterna; somos custodios, y nunca dueños, tanto de las ovejas como de la gracia.
Pongamos en el centro −¡y no solo en este Año jubilar!− el Sacramento de la Reconciliación, verdadero lugar del Espíritu en el que todos, confesores y penitentes, podemos experimentar el único amor definitivo y fiel, el de Dios por cada uno de sus hijos, un amor que no defrauda nunca. San Leopoldo Mandic repetía que «la misericordia de Dios es superior a todas nuestras expectativas». También solía decir a quien sufría: «Tenemos en el Cielo el corazón de una madre. La Virgen, nuestra Madre, que al pie de la Cruz sintió todo el sufrimiento posible para una criatura humana, comprende nuestros males y nos consuela». Que sea siempre María, Refugio de los pecadores y Madre de Misericordia, para guiar y apoyar el fundamental ministerio de la Reconciliación.
¿Y qué hago si me encuentro en dificultades y no puedo dar la absolución? ¿Qué se debe hacer? Ante todo, buscar si hay un camino, tantas veces se encuentra. Segundo: no quedarse solo en el lenguaje hablado, sino también en el lenguaje de los gestos. Hay gente que no puede hablar, y con el gesto dice el arrepentimiento, el dolor. Y tercero: si no se puede dar la absolución, hablar como un padre: “Mira, por esto no te puedo absolver, pero puedo asegurarte que Dios te ama, que Dios te espeta. Recemos juntos a la Virgen, para que te proteja; y ven, vuelve, porque yo te esperaré como te espera Dios”; y dar la bendición. Así esa persona sale del confesionario y piensa: “He encontrado un padre y no me ha pegado”. Cuántas veces habéis oído a gente que dice: “Yo no me confieso nunca, porque una vez fui y me regañaron”. Incluso en el caso límite en que no pueda absolver, ¡que sienta el calor de un padre! Que lo bendiga, y le diga que vuelva. Y también que rece un poco con él o con ella. Siempre este es el punto: allí hay un padre. Y también eso es fiesta, y Dios sabe cómo perdonar las cosas mejor que nosotros. Que al menos podamos ser imagen del Padre.
Agradezco a la Penitenciaría Apostólica su valioso servicio, y os bendigo de corazón a todos y al ministerio que realizaréis como canales de misericordia, especialmente en este tiempo jubilar. Acordaos, por favor, de rezar también por mí.
Y hoy yo también iré allí, con vuestros penitenciarios, a confesar en San Pedro.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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