Captó por completo mi atención y ya no pude dejar de escucharle hasta el final
Necesitamos recuperar esta idea, arraigada en nuestra cultura hasta hace poco, porque solo ella es capaz de devolvernos a la normalidad demográfica
Me llegó el vídeo de la homilía en el funeral por Antonin Scalia, el polémico juez del Supremo estadounidense recientemente fallecido. Empecé a verla por cortesía, por poder decir algo a quien me la envió, pero muy pronto me di cuenta de que me encontraba ante algo excepcional, ante una pieza ejemplar de oratoria fúnebre católica pronunciada con indecible aplomo por el propio hijo del juez, Paul Scalia. El arranque algo efectista, después de los saludos y agradecimientos obligatorios, captó por completo mi atención y ya no pude dejar de escucharle hasta el final.
Paul Scalia habló poco de su padre: no glosó su gigantesca figura profesional o humana, huyó de la hagiografía. Se limitó al agradecimiento filial. Y al hacerlo, dijo algo que me conmovió: «Nos quería [a sus nueve hijos], y procuraba mostrar ese amor y compartir la bendición de la fe que veía como un tesoro. Nos dio unos a otros para que nos apoyáramos mutuamente: es el mayor bien que los padres pueden dar y, precisamente ahora, les estamos especialmente agradecidos por él».
Los hermanos son el mayor regalo que los padres pueden dar a sus hijos. En contra de lo que pueda parecer, quienes carecen de hermanos saben lo que se pierden: un cariño total e incondicionado, fuerte y muy difícil de encontrar en otras personas, que ayuda a crecer desde los primeros meses. Y una capacidad de querer desinteresadamente que no es imposible adquirir de otra manera, pero sí mucho más difícil. Necesitamos recuperar esta idea, arraigada en nuestra cultura hasta hace poco, porque solo ella es capaz de devolvernos a la normalidad demográfica. Los incentivos económicos ayudan, pero siempre que operen sobre esa cultura previa.