Los conceptos de dignidad y de conservación del ser humano entran en juego de modo decisivo, principalmente en las posibles desigualdades entre los humanos y los posthumanos
Cuando me disponía a escribir este artículo sobre transhumanismo leí en la prensa que el Reino Unido autoriza la investigación genética sobre embriones humanos. Este es uno de los eslabones que engarzan los distintos instrumentos sobre los que se articula la filosofía del transhumanismo.
Nació en la década de los 40, si bien el concepto como tal ya había surgido del filósofo Huxley (no Aldous sino Julian), cuando en 1998 el filósofo inglés Nick Bostrom fundó la Asociación Mundial Transhumanista que postulaba que había que ir hacia una mejora de la especie humana de la mano de la ingeniería genética, la nanotecnología, la robótica y la inteligencia artificial.
Este pensamiento, que a priori suena a ciencia ficción y que ha sido el argumento de numerosos films de este género −Gattaca; Yo, Robot y unos cuantos más−, ha tomado impulso a raíz de que algunos destacados personajes como Ray Kurzweil, ingeniero de Google e inventor de algunos de los inventos tan difundidos como el OCR (reconocimiento de caracteres pera escanear documentos, sintetizadores de voz, música MP3, etc.) se haya puesto manos a la obra con iniciativas tan audaces como la llamada Singularity University, un think tank interdisciplinario que reúne periódicamente expertos de todo el mundo para apuntar posibles vías para avanzar en la idea de transhumanismo.
El objetivo final es conseguir seres posthumanos, un paso evolutivo de la especie humana, más inteligente, más capaz de tomar las mejores decisiones, sin las limitaciones actuales relacionadas con el envejecimiento, la discapacidad y la enfermedad. Individuos que con las modificaciones genéticas oportunas no envejecieran (o lo hicieran mucho más tarde y en mejores condiciones) y fueran superiores en todo al hombre actual. Serían lo que la ciencia-ficción denomina ciborgs, mitad hombre, mitad máquina.
Desde el punto de vista ético, el uso de la tecnología y la biología para corregir enfermedades y mejorar las posibilidades del ser humano no solo no es cuestionable, sino más bien digno de ser estimulado: la enfermedad y la discapacidad no son deseables, y todo esfuerzo por solucionarlas es encomiable.
Las objeciones están en querer modificar el patrimonio genético para “mejorar” (o no) el ser humano transformándolo en “otra especie” superior. Ahí los conceptos de dignidad y de conservación del ser humano entran en juego de modo decisivo. Y no solo en el sentido de un conservadurismo que se aferraría al hombre actual como un ser acabado, incapaz de evolucionar, sino principalmente en las posibles desigualdades entre los humanos y los posthumanos que, como apuntan algunos films clásicos, darían lugar a distintas formas de esclavitud de las minorías que accederían a poderes superiores, lo que sometería al resto de la humanidad.
Ciertamente, hay expertos en inteligencia artificial y en ingeniería genética que siguen pensando que esta realidad está todavía muy lejos o acaso no llegue nunca pese a los avances de la ciencia. Sin embargo, el solo hecho de que algunas mentes privilegiadas piensen en ello y den pasos en este sentido produce cierta desazón y alguna que otra noticia como la que mencionábamos al empezar y que nos indican que algo se mueve.
Yo prefiero pensar que en el camino irán quedando logros que harán más capaces a los discapacitados y menos enfermos a los que sufren ahora procesos incurables. Pero alguien deberá vigilar que nadie se extralimite y sea capaz de dominarnos al resto. Al fin y al cabo alguna experiencia similar tenemos cuando, siendo capaces de destruir al mundo con bombas atómicas, de momento no se ha lanzado ninguna. Aunque sea solo el miedo a la autodestrucción lo que frena a los poderosos…
Josep Argemí es catedrático de Pediatría. Director del Instituto de Estudios Superiores de Bioética, Facultad de Medicina y Ciencias de la Salud. Rector emérito de UIC Barcelona.