El Santo Padre ha presidido hoy la Santa Misa celebrada en la Basílica Vaticana por el Jubileo de la Curia Romana, de la Gobernación y de las Instituciones relacionadas con la Santa Sede
Homilía del Santo Padre
La fiesta litúrgica de la Cátedra de san Pedro nos ha reunido para celebrar el Jubileo de la Misericordia como comunidad de servicio de la Curia Romana, del Governatorato y de las Instituciones vinculadas a la Santa Sede. Hemos atravesado la Puerta Santa y venido a la tumba del Apóstol Pedro para hacer nuestra profesión de fe; y hoy la Palabra de Dios ilumina de modo especial nuestros gestos.
En este momento, a cada uno de nosotros el Señor Jesús repite su pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Una pregunta clara y directa, ante la que no es posible escapar o permanecer neutrales, ni retrasar la respuesta o delegarla en ningún otro. Pero no tiene nada de inquisitorio, es más, ¡está llena de amor! El amor de nuestro único Maestro, que hoy nos llama a renovar la fe en Él, reconociéndolo como Hijo de Dios y Señor de nuestra vida. Y el primero en ser llamado a renovar su profesión de fe es el Sucesor de Pedro, que lleva consigo la responsabilidad de confirmar a sus hermanos (cfr. Lc 22,32).
Dejemos que la gracia modele nuevo nuestro corazón para creer, y abra nuestra boca para hacer la profesión de fe y obtener la salvación (cfr. Rm 10,10). Hagamos nuestras las palabras de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Que nuestro pensamiento y nuestra mirada estén fijos en Jesucristo, inicio y fin de toda acción de la Iglesia. Él es el fundamento y nadie puede poner otro distinto (1Cor 3,11). Él es la “piedra” sobre la que debemos construir. Lo recuerda con palabras expresivas san Agustín cuando escribe que la Iglesia, agitada y acosada por las vicisitudes de la historia, «no cae, porque está fundada sobre la piedra, de la que deriva el nombre de Pedro. No es la piedra la que saca su nombre de Pedro, sino Pedro quien lo saca de la piedra; así como no es el nombre Cristo el que deriva de cristiano, sino el nombre cristiano el que deriva de Cristo. […] La piedra es Cristo, sobre cuyo fundamento también Pedro fue edificado» (In Joh 124,5: PL 35, 1972).
De esta profesión de fe deriva para cada uno de nosotros el deber de corresponder a la llamada de Dios. A los Pastores, ante todo, se les pide que tengan como modelo a Dios mismo que cuida de su rebaño. El profeta Ezequiel describió el modo de obrar de Dios: Va en busca de la oveja perdida, reconduce al ovil a la extraviada, venda la que está herida y cura a la enferma (cfr. Ez 34,16). Un comportamiento que es signo del amor que no conoce límites. Es una entrega fiel, constante, incondicionada, para que a los más débiles les pueda llegar su misericordia. Y no debemos olvidar que la profecía de Ezequiel parte de la constatación de la falta de pastores de Israel. Por tanto, nos hace bien a nosotros también, llamados a ser Pastores en la Iglesia, dejar que el rostro de Dios, Buen Pastor, nos ilumine, nos purifique, nos transforme y nos devuelva plenamente renovados a nuestra misión. Que hasta en nuestros ambientes de trabajo podamos sentir, cultivar y practicar un fuerte sentido pastoral, en primer lugar con las personas que encontramos todos los días. Que nadie se sienta olvidado o maltratado, sino que cada uno pueda experimentar, sobre todo aquí, los cuidados primorosos del Buen Pastor.
Estamos llamados a ser los colaboradores de Dios en una empresa tan fundamental y única como la de dar testimonio con nuestra existencia de la fuerza de la gracia que trasforma y del poder del Espíritu que renueva. Dejemos que el Señor nos libre de toda tentación que aleja de lo esencial de nuestra misión, y descubramos la belleza de profesar la fe en el Señor Jesús. La fidelidad al ministerio se conjuga con la misericordia que queremos experimentar.
Además, en la Sagrada Escritura fidelidad y misericordia son un binomio inseparable. Donde está una, ahí se encuentra también la otra, y precisamente en su reciprocidad y complementariedad se puede ver la presencia misma del Buen Pastor. La fidelidad que se nos pide es la de actuar según el corazón de Cristo. Como hemos escuchado de las palabras del apóstol Pedro, debemos apacentar al rebaño con “ánimo generoso” y ser un “modelo” para todos. De este modo, «cuando aparezca el supremo Pastor», podremos recibir la «corona de gloria que no se marchita» (1Pe 5,14).