No se trata de imponer las palabras como un automatismo lingüístico. Si los niños se resisten a eso es, de nuevo, por su genio: su instinto ético les advierte, con mucho fundamento, de que así no vale
Normal que un padre no salga de su asombro ante el prodigio de la inteligencia de los niños en general y, sobre todo −porque se fija más−, de los suyos. Qué capacidad de aprenderlo todo, exponencialmente. Y, sin embargo, no hay manera de que aprehendan que se dice: "No, gracias", "Sí por favor" y también, cuando haga falta, esto es, cada dos por tres, "Perdón".
Como ahora, para el alivio de los niños y desesperación propia, no puedo reñirles (tengo la voz en reposo vocal absoluto), me doy más cuenta. Y los ojos se me quisieran salir de las órbitas cada vez que los oigo decir: "Sí" y "No", a secas. Entonces, como el silencio es un grande amigo de la reflexión, suelto este discurso (interior): "Si han aprendido a decir incluso las palabras más difíciles, como "estereoscópico", ¿por qué no asumen de una vez que la palabra "No" es, en realidad, trisilábica: "No-gra-cias"; y "Sí" es sólo un poco más larga: "Sí-por-fa-vor"?
Pero como el silencio, si se guarda, genera la autocrítica, he caído después en que tienen ellos mucha razón en su resistencia numantina a las normas de urbanidad. Adosarle sin más ni más una coletilla protocolaria a las palabras resultaría hipócrita. El agradecimiento nos tiene que costar, porque compromete. Los "por favor", si auténticos, nos bajan del trono despótico al que tiende nuestra voluntad, siempre dispuesta a coronarse como reina absoluta del universo. Y de pedir perdón, qué voy a contarles. Cuánto cuesta.
No es extraño, pues, que todo un Papa de Roma insista en sus catequesis (nada menos) en que las palabras claves para la vida en familia son "permiso", "perdón" y "gracias". Se trata, en efecto, de una cuestión que atañe más a la moral que a la buena crianza, si caben estas distinciones. Sobre todo, cuando entendemos lo que esas palabras llevan debajo, lo que conllevan.
No se trata −contra mi primera intención− de imponerlas como un automatismo lingüístico. Si los niños se resisten a eso es, de nuevo, por su genio: su instinto ético les advierte, con mucho fundamento, de que así no vale. El reto está en educar (en el respeto al prójimo, en la gratitud universal, en la empatía) para que les broten. Como diría Simone Weil: "No tocar la aguja de la balanza ni doblarla, sino cambiar sencillamente los pesos de los platillos". Lo difícil es hacerlo. Si se les ocurre un método, por favor, díganmelo. Quedaré muy agradecido. Disculpen el desahogo.