El Santo Padre presidió la Misa del Miércoles de ceniza en la basílica de San Pedro
Homilía del Santo Padre
La Palabra de Dios, al inicio del camino cuaresmal, dirige a la Iglesia y a cada uno de nosotros dos invitaciones.
La primera es la de san Pablo: «Dejaos reconciliar con Dios» (2Cor 5,20). No es simplemente un buen consejo paterno ni tampoco una sugerencia; es una verdadera y auténtica súplica en nombre de Cristo: «Os suplicamos en nombre de Cristo: dejaos reconciliar con Dios» (ibid.). ¿Por qué una llamada tan solemne y sentida? Porque Cristo sabe cuán frágiles y pecadores somos, conoce la debilidad de nuestro corazón; lo ve herido del mal que hemos cometido y padecido; sabe cuánta necesidad tenemos de perdón, sabe que necesitamos sentirnos amados para hacer el bien. Solos no somos capaces: por eso el Apóstol no nos dice que hagamos algo, sino que nos dejemos reconciliar por Dios, permitirle que nos perdone, con confianza, porque «Dios es más grande que nuestro corazón» (1Jn 3,20). Él vence el pecado y nos levanta de las miserias, si se las confiamos. Nos toca a nosotros reconocernos necesitados de misericordia: es el primer paso del camino cristiano; se trata de entrar por la puerta abierta que es Cristo, donde nos espera Él mismo, el Salvador, y nos ofrece una vida nueva y alegre.
Puede haber algunos obstáculos que cierran las puertas del corazón. Está la tentación de blindar las puertas, o sea, convivir con el propio pecado, minimizándolo, justificándose siempre, pensando que no somos peores que los demás; así, sin embargo, se bloquean las cerraduras del alma y nos quedamos encerrados dentro, prisioneros del mal. Otro obstáculo es la vergüenza para abrir la puerta secreta del corazón. La vergüenza, en realidad, es un buen síntoma, porque indica que queremos separarnos del mal; pero nunca debe transformarse en temor o miedo.
Y hay una tercera insidia, la de alejarnos de la puerta: sucede cuando nos atrincheramos en nuestras miserias, cuando rumiamos continuamente, uniendo entre sí las cosas negativas, hasta hundirnos en los sótanos más oscuros del alma. Entonces hasta nos convertimos en familiares de la tristeza que no queremos, nos desanimamos y somos más débiles ante las tentaciones. Eso pasa porque nos quedamos solos con nosotros mismos, encerrándonos y huyendo de la luz; mientras que solo la gracia del Señor nos libera. Dejémonos pues reconciliar, escuchemos a Jesús que dice a quien está cansado y oprimido «venid a mí» (Mt 11,28). ¡No nos quedemos en nosotros mismos, sino vayamos a Él! Allí hay descanso y paz.
En esta celebración están presentes los Misioneros de la Misericordia, para recibir el mandato de ser signos e instrumentos del perdón de Dios. Queridos hermanos, que podáis ayudar a abrir las puertas de los corazones, a superar la vergüenza, a no huir de la luz. Que vuestras manos bendigan y levanten a los hermanos y hermanas con paternidad; que, a través de vosotros, la mirada y las manos del Padre se posen en sus hijos y les curen las heridas.
Hay una segunda invitación de Dios, que dice, por medio del profeta Joel: «Volved, convertíos a mí de todo corazón» (2,12). Si hay que volver es porque nos hemos alejado. Es el misterio del pecado: nos hemos alejado de Dios, de los demás, de nosotros mismos. No es difícil darse cuenta: todos vemos cómo nos cuesta tener verdadera confianza en Dios, fiarnos de Él como Padre, sin miedo; lo arduo que es amar a los demás, en vez de pensar mal de ellos; cómo nos cuesta hacer nuestro verdadero bien, mientras somos atraídos y seducidos por tantas realidades materiales, que se desvanecen y, al final, nos dejan pobres. Junto a esa historia de pecado, Jesús inauguró una historia de salvación. El Evangelio que abre la Cuaresma nos invita a ser protagonistas, abrazando tres remedios, tres medicinas que curan del pecado (cfr. Mt 6,1-6.16-18).
En primer lugar la oración, expresión de apertura y confianza en el Señor: es el encuentro personal con Él, que acorta las distancias creadas por el pecado. Rezar significa decir: “no soy autosuficiente, Te necesito, Tú eres mis vida y mi salvación”. En segundo lugar la caridad, para superar las distancias respecto a los demás. El amor verdadero no es un acto exterior, no es dar algo de modo paternalista para tranquilizar la conciencia, sino aceptar a quien necesita nuestro tiempo, nuestra amistad, nuestra ayuda. Es vivir el servicio, venciendo la tentación de la comodidad. En tercer lugar el ayuno, la penitencia, para liberarnos de estar pendientes de todo lo que pasa y entrenarnos para ser más sensibles y misericordiosos. Es una invitación a la sencillez y a compartir: quitar algo de nuestra mesa y de nuestros bienes para encontrar el bien verdadero de la libertad.
«Volved a mí −dice el Señor−, convertíos de todo corazón»: no solo con algún acto externo, sino desde lo profundo de nosotros mismos. Jesús nos llama a vivir la oración, la caridad y la penitencia con coherencia y autenticidad, venciendo la hipocresía. Que la Cuaresma sea un tiempo de benéfica “podadura” de la falsedad, de la mundanidad, de la indiferencia: para no pensar que todo va bien si yo estoy bien; para entender que lo que cuenta no es la aprobación, la búsqueda del éxito o del consenso, sino la limpieza del corazón y de la vida; para encontrar la identidad cristiana, es decir, el amor que sirve, no el egoísmo que se sirve. Pongámonos juntos en camino, como Iglesia, recibiendo la ceniza −también nosotros seremos cenizas− y teniendo fija la mirada en el Crucifijo. Él, amándonos, nos invita a dejarnos reconciliar con Dios y a volver a Él, para encontrarnos a nosotros mismos.