Durante la Audiencia general el Santo Padre explicó el origen de los jubileos, que los israelitas celebraban cada 50 años desde la antigüedad
Queridos hermanos:
Reflexionamos hoy sobre el sentido bíblico del Jubileo. Cada 50 años, en el día de la expiación, tenía lugar un gran evento de liberación. Consistía en una especie de indulto general por el que se cancelaban las deudas y se restituía la tierra a sus propietarios. La idea central es que la tierra pertenece a Dios y ha sido confiada a los hombres como administradores.
El jubileo bíblico era un verdadero jubileo de la misericordia, que tenía la función de ayudar al pueblo a vivir una fraternidad concreta buscando, a través de la ayuda recíproca, el bien del hermano necesitado.
Otras instituciones, como el pago del diezmo y las primicias, así como la prohibición de dar préstamos con intereses desproporcionados, los usureros, estaban también destinadas a favorecer a los pobres, a los huérfanos y a las viudas. El mensaje del jubileo bíblico nos invita a construir una tierra y una sociedad basada en la solidaridad, en el compartir y en la repartición justa de los recursos.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Al comenzar hoy el tiempo de cuaresma, pidámosle al Señor que nos ayude a prepararnos para la Pascua abriendo nuestros corazones a su misericordia, para que también nosotros sepamos vivirla en nuestra vida diaria, con las personas que nos rodean. Muchas gracias.
Es bonito y a la vez significativo tener esta audiencia precisamente en este Miércoles de Ceniza. Comenzamos el camino de la Cuaresma, y hoy nos detenemos en la antigua institución del “jubileo”; es una cosa antigua, atestiguada en la Sagrada Escritura. La encontramos en particular en el Libro del Levítico, que la presenta como un momento culminante de la vida religiosa y social del pueblo de Israel.
Cada 50 años, «en el día de la expiación» (Lv 25,9), cuando la misericordia del Señor se invocaba sobre todo el pueblo, el sonido del cuerno anunciaba un gran acontecimiento de liberación. Leemos en el libro del Levítico: «Declararéis santo el quincuagésimo año y proclamaréis la liberación en la tierra para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno volverá a su propiedad y a su familia […] En ese año del jubileo cada uno volverá a su propiedad» (25,10.13). Según estas disposiciones, si alguno se había visto obligado a vender su tierra o su casa, en el jubileo podía recuperarla; y si alguno había contraído deudas e, imposibilitado de pagarlas, hubiese sido obligado a ponerse al servicio del acreedor, podía volver libre a su familia y recuperar todas sus propiedades.
Era una especie de “amnistía general”, con la que se permitía a todos volver a la situación originaria, con la cancelación de toda deuda, la restitución de la tierra, y la posibilidad de gozar de nuevo de la libertad propia de los miembros del pueblo de Dios. Un pueblo “santo”, donde prescripciones como esta del jubileo servían para combatir la pobreza y la desigualdad, garantizando una vida digna para todos y una equitativa distribución de la tierra en la que vivir y de la que sacar sustento. La idea central es que la tierra pertenece originariamente a Dios y fue confiada a los hombres (cfr. Gen 1,28-29), y por eso nadie puede arrogarse la posesión exclusiva, creando situaciones de desigualdad. Esto, hoy, podemos pensarlo y repensarlo; cada uno en su corazón piense si tiene demasiadas cosas. ¿Por qué no dejarlas a quien no tiene nada? El diez por ciento, el cincuenta por ciento… Yo digo: que el Espíritu Santo os inspire a cada uno.
Con el jubileo, el que se había hecho pobre volvía a tener lo necesario para vivir, y quien se había hecho rico devolvía al pobre lo que le había cogido. El fin era una sociedad basada en la igualdad y la solidaridad, donde la libertad, la tierra y el dinero se convirtiesen en un bien para todos y no solo para algunos, como pasa ahora, si no me equivoco… Más o menos, las cifras no son seguras, pero el ochenta por ciento de las riquezas de la humanidad están en manos de menos del veinte por ciento de la población. Es un jubileo −y esto lo digo recordando nuestra historia de salvación− para convertirse, para que nuestro corazón sea más grande, más generoso, más hijo de Dios, con más amor. Os digo una cosa: si esto deseo, si el jubileo no llega al bolsillo, no es un verdadero jubileo. ¿Habéis entendido? ¡Y eso está en la Biblia! No lo inventa este Papa: está en la Biblia. El fin −como he dicho− era una sociedad basada en la igualdad y la solidaridad, donde la libertad, la tierra y el dinero fuesen un bien para todos y no para algunos. El jubileo tenía la función de ayudar al pueblo a vivir una fraternidad concreta, hecha de ayuda recíproca. Podemos decir que el jubileo bíblico era un “jubileo de misericordia”, porque se vivía en la búsqueda sincera del bien del hermano necesitado.
En la misma línea, también otras instituciones y otras leyes gobernaban la vida del pueblo de Dios, para que se pudiese experimentar la misericordia del Señor a través de la de los hombres. En esas normas encontramos indicaciones válidas también hoy, que hacen reflexionar. Por ejemplo, la ley bíblica prescribía la entrega de los “diezmos” que se destinaba a los Levitas, encargados del culto, que estaban sin tierra, y a los pobres, huérfanos y viudas (cfr. Dt 14,22-29). Estaba previsto que la décima parte de la cosecha, o de lo proveniente de otras actividades, se diese a los que estaban sin protección y en estado de necesidad, para favorecer las condiciones de relativa igualdad dentro de un pueblo donde todos debían comportarse como hermanos.
También estaba la ley concerniente a las “primicias”. ¿Qué era eso? La primera parte de la cosecha, la parte más valiosa, tenía que ser compartida con los Levitas y los extranjeros (cfr. Dt 18,4-5; 26,1-11), que no tenían campos, de modo que también para ellos la tierra fuese fuente de alimento y de vida. «La tierra es mía y vosotros estáis conmigo como forasteros e invitados», dice el Señor (Lv 25,23). Todos somos invitados del Señor, en espera de la patria celeste (cfr. Hb 11,13-16; 1Pe 2,11), llamados a hacer habitable y humano el mundo que nos acoge. ¡Y cuántas “primicias”, quien es más afortunado, podría dar a quien está en dificultad! ¡Cuántas primicias! Primicias no solo de los frutos del campo, sino de cualquier otro producto de trabajo, del sueldo, de los ahorros, de tantas cosas que se poseen y que a veces se desperdician. Esto sucede también hoy. A la Limosnería apostólica llevan muchas cartas con un poco de dinero: “Esta es una parte de mi sueldo para ayudar a otros”. Y eso es bonito; ayudar a los demás, a las instituciones de beneficencia, a los hospitales, a las casas de reposo…; dar también a los forasteros, esos que son extranjeros o están de paso. Jesús estuvo de paso en Egipto.
Y precisamente pensando en esto, la Sagrada Escritura exhorta con insistencia a responder generosamente a las solicitudes de préstamos, sin hacer cálculos mezquinos no pretender intereses imposibles: «Y cuando tu hermano empobreciere y se acogiere a ti, tú lo ampararás; como forastero y extranjero vivirá contigo. No tomarás de él usura ni ganancia, sino tendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo. No le darás tu dinero a usura, ni tus víveres a ganancia» (Lv 25,35-37). Esta enseñanza es siempre actual. ¡Cuántas familias están en la calle, víctimas de la usura! Por favor, recemos para que en este jubileo el Señor nos quite a todos del corazón esas ganas de tener más, la usura. Que volvamos a ser generosos, grandes. ¡Cuántas situaciones de usura estamos obligados a ver y cuánto sufrimiento y angustia causan a las familias! Y muchas veces, en la desesperación, cuántos hombres acaban en el suicidio porque no pueden más y no tienen esperanza, no tienen una mano tendida que les ayude; solo la mano que viene a hacerles pagar los intereses. Es un grave pecado la usura, es un pecado que clama al cielo. El Señor, en cambio, prometió su bendición a quien abre la mano para dar con generosidad (cfr. Dt 15,10). Él te dará el doble, quizá no en dinero sino en otras cosas, pero el Señor te dará siempre el doble.
Queridos hermanos y hermanas, el mensaje bíblico es muy claro: abrirse con valentía a compartir, y ¡eso es misericordia! Y si queremos misericordia de Dios comencemos a hacerla nosotros. Es eso: comencemos a hacerla entre los paisanos, entre las familias, entre los pueblos, entre los continentes. Contribuir a realizar una tierra sin pobres quiere decir construir sociedades sin discriminaciones, basadas en la solidaridad que lleva a compartir lo que se posee, en una repartición de los recursos fundada en la fraternidad y la justicia. Gracias.
Mañana, memoria de la Virgen de Lourdes, se celebra la XXIV Jornada Mundial del Enfermo, que tendrá su celebración culminante en Nazaret. En el mensaje de este año hemos reflexionado sobre el papel insustituible de María en las bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). En la solicitud de María se refleja la ternura de Dios y la inmensa bondad de Jesús Misericordioso. Invito a rezar por los enfermos y hacerles sentir nuestro amor. Que la misma ternura de María esté presente en la vida de tantas personas que se encuentran junto a los enfermos sabiendo adivinar sus necesidades, incluso las más imperceptibles, porque los ven con ojos llenos
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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