Es inconcebible el uso de la religión para golpear los derechos de las minorías religiosas en los países musulmanes
Los tristes sucesos de la Nochevieja en varios países europeos han contribuido a cierto cambio de perspectiva ante la agresividad que sufren los cristianos en tantos países del mundo, especialmente en la órbita islamista.
Pero, hasta hace nada, parecían más graves los pequeños incidentes de supuesta islamofobia, que la muerte y la opresión hasta el abandono de sus hogares, de los creyentes orientales.
Incluso, en Francia o en Austria se daba más relieve a esos actos que a los equivalentes, aunque fueran más numerosos: porque, aunque apenas se habla, había más profanaciones contra iglesias que contra mezquitas, o vandalismos contra cementerios. Y se silenciaban tristes sucesos ocurridos en campos para los refugiados, como el de Grande-Synthe, en Nord-Pas-de-Calais-Picardie: según declaraciones de oficiales de policía que vigilan el lugar, los cristianos son martirizados a diario por refugiados musulmanes. Como denunciaba el pastor protestante de Saint-Pol-sur-Mer, resulta “inaceptable que nuestros hermanos huidos de los verdugos del Estado islámico estén amenazados en nuestra casa sin que nadie les proteja”.
En ese contexto, ha sido bastante clamoroso el silencio de imanes o intelectuales musulmanes, dentro y fuera de la Unión Europea. La falta de reciprocidad es notoria. Ni siquiera en lugares que destacaban teóricamente por una mayor base intelectual, como la Universidad Al-Azhar de El Cairo: qué gran contraste entre su reacción casi rabiosa contra Benedicto XVI tras su famosa lección de Ratisbona, y su actitud frente a los excesos históricos de los Hermanos Musulmanes contra los coptos.
Por eso tiene interés la noticia difundida por la agencia Fides: doscientos cincuenta eruditos islámicos firmaron el 27 de enero la Declaración de Marrakech, que pide la libertad religiosa para todos. Se reunieron en esa ciudad invitados por el Ministerio de Fomento y Asuntos Islámicos del Reino de Marruecos y el Foro para la Promoción de la Paz en las sociedades islámicas, con sede en los Emiratos Árabes Unidos. La esencia del documento sería la llamada a desarrollar una jurisprudencia islámica sobre el concepto de ciudadanía, que incluya a todos los grupos.
Como es natural, se apoyan en Mahoma y, en concreto, en la Carta de Medina, que cumplirá ahora 1.400 años: fue una especie de acuerdo constitucional entre el Profeta y el pueblo de Medina, “que garantizaba la libertad religiosa para todos, independientemente de su fe”.
En Marrakech se ha planteado también la necesidad de revisar a fondo los programas educativos, y el modo efectivo de impartir las enseñanzas, para eliminar “cualquier tema que incite a la agresión y al extremismo, conduciendo a la guerra y al caos”.
En definitiva, esa Declaración afirma que es “inconcebible el uso de la religión para golpear los derechos de las minorías religiosas en los países musulmanes”. La cuestión está en calibrar hasta qué punto existe un fundamento más o menos teológico en la actual violencia. Cada vez se extiende más la convicción de que son otras las motivaciones de los radicales.
Lo decía a finales de 2015, en La Contra de La VanguardiaDounia Bouzar, una antropóloga social musulmana que trabaja en París y trata de recuperar a jóvenes captados por el yihadismo, fenómeno cada vez más inquietante en Occidente. Sus palabras eran fuertes: “Ni estado ni islámico: ¡secta asesina!”
Curiosamente, la cuestión se ha exacerbado en el actual debate francés sobre laicidad: las discusiones se reabren continuamente, especialmente desde la legislación prohibitiva respecto del velo islámico en la escuela. No es en modo alguno una cuestión pacífica, aunque la ley originaria se promulgó en 1905…
Da la impresión de que se ha sacado de quicio una frase aislada de la conocida filósofa Elisabeth Bandinter, más bien progresista. Afirmó que no tenía miedo a ser tachada de islamófoba, al juzgar las realidades presentes que afectan a la esencia de la convivencia democrática. Y se originó un notorio revuelo a cuenta de los distintos enfoques de esa laicidad republicana. Hasta ahora, la izquierda se caracterizaba por un respeto a los musulmanes que contrastaba con la habitual crítica de lo cristiano.
Ciertamente, Francia ha condenado hechos fragrantes anticristianos, también porque han sucedido en regiones en que tuvo un papel importante en el siglo XX como potencia responsable de colonias o protectorados. Pero ha sido muy exigua la acción política, también dentro del Hexágono. Y lo que está en juego hoy en el mundo es la cristianofobia, con los rasgos clásicos del genocidio en determinados países. Lo ha recordado hace unos días en Roma Ignace Youssef III Younan, patriarca de Antioquía de los Sirios, en el doble plano de la responsabilidad de algunas potencias occidentales, y del silencio de las máximas autoridades islámicas. Antes lo había reiterado Louis Raphael Sako, patriarca de Babilonia de los caldeos. Ojalá la Declaración de Marrakech sea punto de apoyo para un cambio de rumbo.