Antes que las riquísimas enseñanzas del Evangelio acerca de la misericordia, destaca el testimonio y la actividad del propio Jesús
Cuando nos asomamos a las páginas del Evangelio contemplamos el modo de ser y de actuar del propio Redentor del hombre. Seguir de cerca a Jesús significa aprender de Él y realizar, dentro de nuestras limitaciones, lo que Él mismo lleva a cabo. “Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad” (Papa Francisco, Bula Misericordiae vultus, n. 8).
El relato evangélico está lleno de encuentros personales, en que se manifiesta la inmensa bondad de su corazón. Cada una de esas escenas nos interpela y nos conmueve. No es un afecto genérico o en serie. “Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión” (idem).
El amor misericordioso se dirige a todos, pero también a cada uno. “Jesús, ante la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas y extenuadas, perdidas y sin guía, sintió desde lo profundo del corazón una intensa compasión por ellas (cfr Mt 9, 36). A causa de este amor compasivo curó los enfermos que le presentaban (cfr Mt 14, 14) y con pocos panes y peces calmó el hambre de grandes muchedumbres (cfr Mt 15, 37)” (idem).
El destinatario del amor compasivo de Jesús es siempre la persona concreta. “Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales. Cuando encontró a la viuda de Naim, que llevaba su único hijo al sepulcro, sintió gran compasión por el inmenso dolor de la madre en lágrimas, y le devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte (cfr Lc 7, 15)” (idem). El milagro no aparece como fruto de un razonamiento abstracto, como el imperativo de un deber ser, sino como manifestación de un afecto misericordioso.
Así también Jesús se compadeció de un pobre poseso, al que curó de su mal. “Después de haber liberado el endemoniado de Gerasa, le confía esta misión: «Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho y la misericordia que ha obrado contigo» (Mc 5, 19)” (idem).
El afecto de Jesús se dirige a curar al hombre del mayor de los males, que es el pecado. “También la vocación de Mateo se coloca en el horizonte de la misericordia. Pasando delante del banco de los impuestos, los ojos de Jesús se posan sobre los de Mateo. Era una mirada cargada de misericordia que perdonaba los pecados de aquel hombre y, venciendo la resistencia de los otros discípulos, lo escoge a él, el pecador y publicano, para que sea uno de los Doce” (idem).