La humanidad necesita de la esperanza y del testimonio misericordioso de los hijos de Dios
Estamos viviendo el Año de la misericordia, convocado por el Papa Francisco para toda la Iglesia. Su inicio tiene un especial significado: “He escogido la fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia reciente de la Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este evento. Para ella iniciaba un nuevo periodo de su historia. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo en un modo más comprensible” (Papa Francisco, Bula Misericordiae vultus, n. 4).
El Papa san Juan XIII, al comienzo del evento conciliar, indicaba así el camino que habría de seguir el Concilio: «En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad (…) La Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad católica, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella».
Y al concluir sus sesiones, el beato Pablo VI se expresaba de esta manera: «Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad (…). La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio (…). Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor.
El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas (…). Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades».
Si bien la proclamación de la verdad y el empeño por vivirla es exigente, ello no implica el gesto severo ni el rechazo de ninguna persona y de tantos afanes y valores buenos y nobles que aparecen por todas partes en el mundo de nuestros días. La humanidad necesita de la esperanza y del testimonio misericordioso de los hijos de Dios. Así podremos concluir el Año Jubilar de la Misericordia, “tendremos ante todo sentimientos de gratitud y de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad por habernos concedido un tiempo extraordinario de gracia. Encomendaremos la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el inmenso cosmos a la Señoría de Cristo, esperando que derrame su misericordia como el rocío de la mañana para una fecunda historia, todavía por construir con el compromiso de todos en el próximo futuro” (idem, n. 5).
Con el fuerte deseo de una nueva primavera para la Iglesia y para el mundo entero: “¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios! A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros” (idem).