Nos quedamos mejor que bien, porque hemos practicado la cortesía al hablar o escribir a quien presuntamente queremos bien
Es una moda educada. Es una sugerencia amable por parte de quienes te quieren bien. Un detalle de buen decir. Pero es una trampa. ¿No sería más afectuoso decir yo te cuido, te cuidamos, te acompañoal médico, te quito tal faena porque yo te la trabajo mientras descansas un poco? Pero no: lo que se lleva es el “cuídate”. Cuidamos el medio ambiente, evitamos el calentamiento del planeta, atendemos a los animales y plantas, preservamos nuestra casa del viento sucio…, pero tú: cuídate. Tú mismo. Y nos quedamos mejor que bien, porque hemos practicado la cortesía al hablar o escribir a quien presuntamente queremos bien.
He leído recientemente varios artículos sobre el cuidado de los otros. Uno de ellos, escrito por una profesora italiana, venía a decir que no basta con el conocimiento teórico del ser humano, sino que es necesario el conocimiento práctico. Recordando una frase que puso en circulación Pablo VI, afirmaba que hemos de ser “expertos en humanidad”, porque el hombre y la mujer son criaturas vulnerables, dependientes, necesitadas de ser captadas en sus necesidades espirituales, psíquicas y corporales. Esto se aprende practicándolo, sin posibilidad de sustitución por la técnica o la especulación. Por algo son las madres de familia quienes ordinariamente captan mejor las carencias de cada miembro del clan, es quien está más capacitada para entender la vulnerabilidad y el misterio del dolor.
“En el verdadero realismo del hombre se encuentra el humanismo y en el humanismo se encuentra a Dios”, escribió Ratzinger. Y cuando ya era Benedicto XVI subrayó en ‘Spe Salvi’ que la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Ahí no cabe el “cuídate”. Cuando empatizamos con los demás, cuando nos hacemos cargo de sus cargas, de sus gozos y tristezas, de su salud y dolores, de sus miserias y grandezas, de sus necesidades de todo tipo, estamos llamados, impulsados, compelidos a poner por obra, por ejemplo, las catorce obras de misericordia, como está recordando el Papa Francisco en este Año Santo dedicado a este nobilísimo menester. Es un año para ejercer muy particularmente el cuidado de los demás, de todos, porque todos somos vulnerables e indigentes.
Mucho tiene que ver todo lo que vengo escribiendo con una expresión de sólo tres palabras acuñada por san Josemaría: “unidad de vida”. Aunque esos términos están pensados desde una perspectiva cristiana, servirían a todos los que desean ser expertos en humanidad, los que cuidan la causa de los seres humanos. Desde esa perspectiva cristiana, el Concilio Vaticano II nos dejó, entre otras muchas ideas semejantes, esta afirmación: “Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos”. La Creación es el fundamento de la unidad de naturaleza, que nos iguala a todos en idéntica dignidad. A modo de paréntesis, se puede añadir que negada la naturaleza común queda refutada la igualdad radical de todos, que no depende de ninguna ley, sino que es algo inscrito en nuestro ser.
Así se puede enseñar, como hizo san Josemaría, que todas las profesiones tienen pareja nobleza. Su verdadero valor dependerá del modo en que la ejercite cada uno de nosotros. No me he alejado del tema sino aparentemente. La referida unidad de vida nos induce a vivir la igualdad con todos y a cuidarlos para prestarles ayuda desde nuestra coherencia personal de vida −con el debido respeto a su libertad− porque somos todos de la misma raza, porque somos iguales, porque nuestra propia dignidad exige esa atención. Se puede decir que el egoísta encerrado en sí mismo está forjando una vida que engendra una unidad enfermiza, enraizada en un ego que le imposibilita ver las necesidades ajenas. Y no he dicho bien, porque nada que afecte a los otros es ajeno a uno mismo. No tiene sentido lo que vengo rechazando desde el principio −el “cuídate”− por incoherente.
El Papa Francisco proclamaba el día del inicio de su pontificado: la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia…
Al atardecer de la vida, escribió san Juan de la Cruz, se nos examinará del amor, de ese dar y darse en que éste consiste; se nos preguntará por la atención que hemos prestado a nuestros semejantes, se nos inquirirá acerca de los cuidados procurados, que están en la médula de nuestro ser. Nadie nos premiará por las veces que hemos dicho: “cuídate”.