Invitación del Santo Padre en la Solemnidad de la Epifanía del Señor
Las palabras del profeta Isaías −dirigidas a la ciudad santa Jerusalén– nos llaman a levantarnos, a salir, a salir de nuestros encierros, salir de nosotros mismo, y a reconocer el esplendor de la luz que ilumina nuestra existencia: «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). “Tu luz” es la gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz propia, no puede.
Lo recuerda con una bella expresión san Ambrosio, utilizando la luna como metáfora de la Iglesia: «En verdad como la luna es la Iglesia: […] brilla no con su propia luz, sino con la de Cristo. Saca su propio esplendor del Sol de justicia, de modo que puede decir: “No soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí”» (Exameron, IV,8,32). Cristo es la verdadera luz que ilumina; y, en la medida en que la Iglesia permanece anclada a Él, en la medida en que se deja iluminar por Él, consigue iluminar la vida de las personas y de los pueblos. De ahí que los santos Padres reconocieran en la Iglesia el “mysterium lunae”.
Necesitamos esa luz que viene de lo alto para corresponder de manera coherente a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de Cristo no es una decisión entre muchas que podemos hacer, ni tampoco es una profesión. Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la Iglesia, ser misionera equivale a expresar su misma naturaleza: ser iluminada por Dios y reflejar su luz. Ese es su servicio. No hay otro camino. La misión es su vocación: hacer brillar la luz de Cristo es su servicio. Cuántas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre.
Los Magos, de los que nos habla el Evangelio de Mateo, son testigos vivientes de que las semillas de verdad están presentes en todas partes, porque son don del Creador que llama a todos a reconocerlo como Padre bueno y fiel. Los Magos representan a los hombres de todas partes de la tierra que son acogidos en la casa de Dios. Ante Jesús ya no existe división alguna de raza, de lengua ni de cultura: en aquel Niño, toda la humanidad encuentra su unidad.
Y la Iglesia tiene la tarea de reconocer y hacer surgir de modo más claro el deseo de Dios que cada uno lleva en sí. Ese es el servicio de la Iglesia, con la luz que ella refleja: ¡que salga el deseo de Dios que cada uno lleva dentro! Como los Magos, muchas personas, también en nuestros días, viven con el “corazón inquieto” que sigue preguntando sin hallar respuestas ciertas: es la inquietud del Espíritu Santo que se mueve en los corazones. También están a la búsqueda de la estrella que indica el camino de Belén.
¡Cuántas estrellas hay en el cielo! Sin embargo, los Magos siguieron una distinta, nueva, que para ellos brillaba mucho más. Habían escrutado durante mucho tiempo el gran libro del cielo para encontrar una respuesta a sus interrogantes −tenían el corazón inquieto−, y finalmente la luz apareció. Aquella estrella les cambió. Les hizo olvidar los intereses ordinarios, y se pusieron en seguida en camino. Dieron escucha a una voz que en lo íntimo les empujaba a seguir aquella luz −es la voz del Espíritu Santo que actúa en todas las personas−, y les guio hasta que hallaron al rey de los Judíos en una pobre casa de Belén.
Todo esto es una enseñanza para nosotros. Hoy nos vendrá bien repetir la pregunta de los Magos: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (Mt 2,2). Estamos obligados, sobre todo en un periodo como el nuestro, a ponernos en búsqueda de los signos que Dios ofrece, sabiendo que requieren nuestro compromiso para descifrarlos y comprender así su voluntad. Se nos pide ir a Belén para hallar al Niño y a su Madre.
Sigamos la luz que Dios no ofrece −pequeñita…; el himno del breviario poéticamente nos dice que los Magos “lumen requirunt lumine”: aquella pequeña luz−, la luz que surge del rostro de Cristo, lleno de misericordia y fidelidad. Y, una vez llegados ante Él, adorémoslo con todo el corazón, y presentémosle nuestros dones: nuestra libertad, nuestra inteligencia, nuestro amor. La verdadera sabiduría se esconde en el rostro de este Niño. Aquí, en la sencillez de Belén, se sintetiza la vida de la Iglesia. Aquí está la fuente de aquella luz, que atrae a sí a toda persona del mondo y orienta el camino de los pueblos en la senda de la paz.
Los Magos nos enseñan a no contentarnos con la mediocridad, dijo el Papa a la hora del Ángelus
En el Evangelio de hoy, el relato de los Magos venidos de oriente a Belén para adorar al Mesías, confiere a la fiesta de la Epifanía una bocanada de universalidad. Y ese es el hálito de la Iglesia, que desea que todos los pueblos de la tierra puedan encontrar a Jesús y experimentar su amor misericordioso. Este es el deseo de la Iglesia: que encuentren la misericordia de Jesús, su amor.
Cristo está recién nacido, aún no sabe hablar, pero todas las gentes −representadas por los Magos− pueden ya encontrarlo, reconocerlo, adorarlo. Dicen los Magos: «Hemos visto su estrella y venimos a adorarlo» (Mt 2,2). Herodes lo escuchó apenas los Magos llegaron a Jerusalén. Estos Magos eran hombres prestigiosos, de regiones lejanas y culturas diversas, y se habían encaminado hacia la tierra de Israel para adorar al rey que había nacido. La Iglesia desde siempre ha visto en ellos la imagen de toda la humanidad, y con la celebración de hoy, fiesta de la Epifanía, quiere respetuosamente señalar a todo hombre y toda mujer de este mundo al Niño que ha nacido para la salvación de todos.
En la noche de Navidad Jesús se manifestó a los pastores, hombres humildes y despreciados −algunos dicen bandidos−; fueron ellos los primeros en llevar un poco de calor a aquella fría gruta de Belén. Ahora llegan los Magos desde tierras lejanas, también atraídos misteriosamente por aquel Niño. Los pastores y los Magos son muy distintos entre sí; pero una cosa les une: el cielo. Los pastores de Belén acudieron en seguida a ver a Jesús no porque fuesen particularmente buenos, sino porque velaban de noche y, alzando los ojos al cielo, vieron una señal, escucharon su mensaje y lo siguieron.
Lo mismo los Magos: escrutaban los cielos, vieron una nueva estrella, interpretaron la señal y se pusieron en camino, desde lejos. Los pastores y los Magos nos enseñan que, para encontrar a Jesús, es necesario saber elevar la mirada al cielo, no estar centrados en sí mismos, en su egoísmo, sino tener el corazón y la mente abiertos al horizonte de Dios, que siempre nos sorprende, saber acoger sus mensajes, y responder con prontitud y generosidad.
Los Magos, dice el Evangelio, «al ver la estrella, sintieron una grandísima alegría» (Mt 2,10). También para nosotros hay un gran consuelo al ver la estrella, o sea, al sentirnos guiados y no abandonados a nuestro destino. Y la estrella es el Evangelio, la Palabra del Señor, como dice el salmo: «Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi camino» (119,105). Esa luz nos guía a Cristo. ¡Sin la escucha del Evangelio no es posible encontrarlo!
Los Magos siguiendo la estrella llegaron al lugar donde se encontraba Jesús. Y ahí «vieron al Niño con María su madre, se prostraron y lo adoraron» (Mt 2,11). La experiencia de los Magos nos exhorta a no contentarnos con la mediocridad, a no “ir tirando”, sino a buscar el sentido de las cosas, a escrutar con pasión el gran misterio de la vida. Y nos enseña a no escandalizarnos de la pequeñez y de la pobreza, sino a reconocer la majestad en la humildad, y sabernos arrodillar ante ella.
Que la Virgen María, que acogió a los Magos en Belén, nos ayude a elevar la mirada de nosotros mismos, a dejarnos guiar por la estrella del Evangelio para encontrar a Jesús, y a sabernos abajar para adorarlo. Así podremos llevar a los demás un rayo de su luz, y compartir con ellos la alegría del camino.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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