Volcar toda nuestra atención en los demás o en la tarea que llevemos entre manos es capaz de encender nuestra vida y de llenarla de gozo
Desde hace años digo a los estudiantes que me piden consejo sobre las “salidas profesionales” que lo más importante en esta vida es disfrutar con lo que uno hace: cuando uno goza con su trabajo es señal de que ha acertado en la elección y de que además lo hace bien. Suelo poner el ejemplo de los grandes futbolistas que son los que más disfrutan cuando meten un gol o de tantos cocineros que realmente son felices cuando comprueban que sus comensales −como suele decirse− se chupan los dedos.
San Josemaría dejó escrito en Forja que “la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra”. Santa Catalina de Siena decía que “todo el camino hasta el cielo es cielo”. Con estas afirmaciones querría rechazar aquella visión tenebrosa de la vida humana como un valle de lágrimas y lamentos. El sufrimiento y las penas −que, por supuesto, no faltan en la vida de nadie− son las sombras que hacen precisamente que resplandezca más la luz.
Los seres humanos estamos hechos de tal manera que disfrutamos con aquellas tareas que ocupan toda nuestra atención hasta el punto de que se nos pasan las horas volando, casi sin darnos cuenta. No importa que esa actividad requiera un considerable esfuerzo. Por ejemplo, el cuidado de los niños, que tantas veces exige toda la atención, puede ser agotador, pero es capaz también de llenar de sentido nuestros días. Una antigua alumna, que trabajaba en una conocida consultora británica, publica cada semana en Facebook con abundantes fotos los avances de su primer hijo, nacido hace apenas dos meses: “Días cansados, pero preciosos… ¡No quiero que crezca!” Y a la semana siguiente reproducía un fascinante post sobre la maternidad que terminaba así: “Deberían haberme advertido que convertirme en madre lo cambiaría todo, pero que nunca querría volver para visitar a mi antiguo yo, ni un solo segundo. Deberían haberme avisado de que mi vida estaba a punto de adquirir una riqueza, una belleza y una plenitud tan grandes que al mirar atrás pensaría: ‘Pobre de mí. Antes no lo sabía'”.
Todos la comprendemos bien. Elegir tener un hijo y poder dedicarle toda la atención que necesite es algo maravilloso, capaz de llenar de gozo la existencia. Lo mismo puede decirse de todas las tareas que tienen el servicio a los demás en su punto de mira, pues una vida plena tiene muchísimo que ver con el cariño. Nuestro contento, nuestro gozo, brota espontáneamente al comprobar que somos queridos, al advertir que nuestra vida tiene sentido más allá de nosotros mismos.
En estas semanas estoy leyendo a Dorothy Day (1897-1980), la activista social norteamericana en proceso de beatificación. Muchas cosas me han impresionado de su vida y de sus textos, pero aquí querría mencionar solo una que es relevante para lo que quiero sostener. A los que deseaban entrar a formar parte del Catholic Worker, el movimiento que ella había creado les decía: “Empieza por el lugar donde vives: identifica las necesidades de tu barrio y pon en práctica en él las obras de misericordia. (…) Escoge el trabajo que más gozo te produzca y no tengas miedo de cambiar siguiendo la llamada del espíritu”. Elige el trabajo que más gozo te produzca: ¡qué sabia recomendación!
En este mismo sentido, recuerdo el consejo oído hace más de treinta años al beato Álvaro del Portillo, Gran Canciller entonces de la Universidad de Navarra: “Poned a las personas en tareas que les gusten −nos decía un día a la Junta de Gobierno−. Veréis que trabajan mucho mejor, con más eficacia, y además disfrutan con lo que hacen”. Me pareció un consejo valiosísimo, podríamos decir quizá que de sentido común, pero que jamás había escuchado con anterioridad.
La pasada semana tuve ocasión de visitar Cuba para asistir a un pequeño congreso en La Habana. Me llevé para leer en el viaje el reciente libro de Magdalena Bosch La ética amable (Eunsa, Pamplona, 2015) que realmente me encantó ya desde el propio título. Está muy bien pensado y magníficamente escrito. Lo que aquí quiero destacar es cómo en ese librito en el que va desgranándose la ética aristotélica se esclarece que la felicidad se identifica con la propia excelencia, con el empeño personal por ser mejor y por hacer lo mejor: no solo es “la actividad mejor del alma”, sino que además “suele generar sentimientos positivos como resultado” (p. 52). Y unas pocas páginas más adelante la filósofa catalana añade: “El bien puede crear adicción, porque realizarlo produce gozo” (p. 55).
Esta es la clave. Volcar toda nuestra atención en los demás o en la tarea que llevemos entre manos es capaz de encender nuestra vida y de llenarla de gozo. El disfrute es señal inequívoca de que estamos haciendo lo que debíamos hacer y de que además lo estamos haciendo bien.