Invocando la ternura de Dios y a la Inmaculada, el Santo Padre abrió la Puerta de la Misericordia en la Basílica de San Pedro
En la bula de convocatoria del Año Jubilar extraordinario, dedicado a la misericordia divina, el Papa Francisco invita a mirar el rostro de Cristo, que revela de forma concreta el modo de ser de Dios.
«En breve tendré la alegría de abrir la Puerta Santa de la Misericordia. Como hice en Bangui, cumplimos este gesto, a la vez sencillo y fuertemente simbólico, a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y que pone en primer plano el primado de la gracia. En efecto, en estas lecturas se repite con frecuencia una expresión que evoca la que el ángel Gabriel dirigió a una joven muchacha, asombrada y turbada, indicando el misterio que la envolvería: «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28).
La Virgen María está llamada en primer lugar a regocijarse por todo lo que el Señor hizo en ella. La gracia de Dios la envolvió, haciéndola digna de convertirse en la madre de Cristo. Cuando Gabriel entra en su casa, también el misterio más profundo, que va más allá de la capacidad de la razón, se convierte para ella en un motivo de alegría, motivo de fe, motivo de abandono a la palabra que se revela. La plenitud de la gracia transforma el corazón, y lo hace capaz de realizar ese acto tan grande que cambiará la historia de la humanidad.
La fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza del amor Dios. Él no sólo perdona el pecado, sino que en María llega a prevenir la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene a este mundo. Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva. El comienzo de la historia del pecado en el Jardín del Edén desemboca en el proyecto de un amor que salva. Las palabras del Génesis nos remiten a la experiencia diaria de nuestra existencia personal. Siempre existe la tentación de la desobediencia, que se manifiesta en el deseo de organizar nuestra vida al margen de la voluntad de Dios. Es la enemistad que insidia continuamente la vida de los hombres para oponerlos al diseño de Dios. Sin embargo, la historia del pecado sólo se comprende a la luz del amor que perdona. El pecado sólo se entiende con esa luz. Si todo quedase relegado al pecado, seríamos los más desgraciados de las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del amor de Cristo encierra todo en la misericordia del Padre. La palabra de Dios que hemos escuchado no deja lugar a dudas a este propósito. La Virgen Inmaculada es para nosotros testigo privilegiado de esa promesa y de su cumplimiento.
Este Año Extraordinario es también un don de gracia. Entrar por la puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno. Es Él el que nos busca. Es Él el que sale a nuestro encuentro. Será un año para crecer en la convicción de la misericordia. ¡Cuánto se ofende a Dios y a su gracia cuando se afirma sobre todo que los pecados son castigados por su juicio, en vez de destacar que son perdonados por su misericordia! (cf. san Agustín, De praedestinatione sanctorum 12, 24) Sí, así es precisamente. Debemos anteponer la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios tendrá lugar siempre a la luz de su misericordia. Que atravesar la Puerta Santa, por tanto, haga que nos sintamos partícipes de ese misterio de amor. Abandonemos toda forma de miedo y temor, que no es propio de quien es amado; vivamos, más bien, la alegría del encuentro con la gracia que todo lo transforma.
Hoy, aquí en Roma y en todas las diócesis del mundo, cruzando la Puerta Santa, queremos recordar también otra puerta que los Padres del Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, abrieron al mundo. Esta fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza de los documentos producidos, que hasta el día de hoy permiten comprobar el gran progreso realizado en la fe. En primer lugar, el Concilio fue un encuentro; un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de las aguas poco profundas que durante muchos años la habían recluido en sí misma, para reemprender con entusiasmo el camino misionero. Era volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su casa, en el trabajo...; dondequiera que haya una persona, allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio, la misericordia y el perdón de Dios. Un impulso misionero, por tanto, que después de estas décadas seguimos retomando con la misma fuerza y el mismo entusiasmo. El jubileo nos estimula a esta apertura y nos obliga a no descuidar el espíritu surgido en el Vaticano II, el del Samaritano, como recordó el beato Pablo VI en la conclusión del Concilio. Que al cruzar hoy la Puerta Santa nos comprometamos a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano».
Apertura de la Puerta Santa de la Basílica Vaticana
Al final de la misa llegó el momento culminante de la ceremonia: la apertura de la Puerta Santa, el inicio del Jubileo de la Misericordia.
El Papa emérito también estuvo presente.
Oh Dios, que revelas tu omnipotencia sobre todo con la misericordia y el perdón, dónanos vivir un año de gracia, tiempo propicio para amarte a Ti y a los hermanos en la alegría del Evangelio. Sigue efundiendo sobre nosotros tu Santo Espíritu, para que no nos cansemos de dirigir con confianza la mirada a aquel que hemos traspasado, a tu Hijo hecho hombre, rostro resplandeciente de tu infinita misericordia, refugio seguro para todos nosotros pecadores, necesitados de perdón y de paz, de la verdad que libera y salva. Él es la Puerta, a través de la cual venimos a ti, manantial inextinguible de consolación para todos, belleza que no conoce ocaso, alegría perfecta en la vida sin fin. Interceda por nosotros la Virgen Inmaculada, primer y resplandeciente fruto de la victoria pascual, aurora luminosa de los cielos nuevos y de la tierra nueva, puerto feliz de nuestra peregrinación terrenal. A ti, Padre Santo, a tu Hijo, nuestro Redentor, al Espíritu Santo, el Consolador, todo honor y gloria en los siglos de los siglos.
Padre Santo, rico en misericordia y grande en el amor, te alabamos con todo el corazón y te damos gracias por la sobreabundancia de tus dones. Míranos a nosotros, que en este día hemos abierto la Puerta Santa y con alegría hemos dado comienzo al tiempo jubilar. Concede, te rogamos, a todos los que cruzamos la Puerta de la Misericordia con el corazón arrepentido, renovado empeño y filial confianza, que hagan experiencia viva de tu ternura paternal y que reciban la gracia del perdón para testimoniar, con palabras y obras, el rostro de la misericordia, Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Tras celebrar la Misa de inicio del Jubileo de la Misericordia y abrir la Puerta Santa de la Basílica vaticana de San Pedro, el Santo Padre ha dirigido el rezo del Ángelus ante miles de fieles reunidos en la plaza de San Pedro.
«Hoy, la fiesta de la Inmaculada nos hace contemplar a la Virgen que, por singular privilegio, fue preservada del pecado original desde su concepción. Aunque vivía en el mundo marcado por el pecado, no fue tocada por él: María es nuestra hermana en el sufrimiento, pero no en el mal ni en el pecado. Es más, el mal en ella fue derrotado antes de rozarla, porque Dios la llenó de gracia (cfr. Lc 1,28). La Inmaculada Concepción significa que María es la primera salvada por la infinita misericordia del Padre, como primicia de la salvación que Dios quiere dar a cada hombre y mujer, en Cristo. Por eso, la Inmaculada es imagen sublime de la misericordia divina que ha vencido al pecado. Y nosotros, hoy, al inicio del Jubileo de la Misericordia, queremos mirar esa imagen con amor confiado y contemplarla en todo su esplendor, imitando su fe.
En la concepción inmaculada de María estamos invitados a reconocer la aurora del mundo nuevo, trasformado por la obra salvadora del Padre y del Hijo y del Espírito Santo. La aurora de la nueva creación realizada por la divina misericordia. Por eso, la Virgen María, jamás contagiada por el pecado y siempre llena de Dios, es madre de una humanidad nueva. Es madre del mundo recreado.
Celebrar esta fiesta comporta dos cosas. Primero: acoger plenamente a Dios y su gracia misericordiosa en nuestra vida. Segundo: convertirnos a nuestra vez en artífices de misericordia mediante un camino evangélico. La fiesta de la Inmaculada se vuelve entonces la fiesta de todos si, con nuestros “sí” diarios, logramos vencer nuestro egoísmo y hacer más alegre la vida de nuestros hermanos, a darles esperanza, enjugando alguna lagrima y dando un poco de alegría. A imitación de María, estamos llamados a ser portadores de Cristo y testigos de su amor, mirando ante todo a los que son los privilegiados a los ojos de Jesús. Son los que él mismo nos ha indicado: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me hospedasteis, desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 35-36).
La actual fiesta de la Inmaculada Concepción tiene un específico mensaje que comunicarnos: nos recuerda que en nuestra vida todo es don, todo es misericordia. Que la Virgen Santa, primicia de los salvados, modelo de la Iglesia, Esposa santa e inmaculada, amada por el Señor, nos ayude a descubrir cada vez más la misericordia divina como distintivo del cristiano. No se puede entender a un cristiano verdadero que no sea misericordioso, como no se puede entender a Dios sin su misericordia. Esa es la palabra-síntesis del Evangelio: misericordia. Es el rasgo fundamental del rostro de Cristo: ese rostro que reconocemos en los distintos aspectos de su existencia: cuando sale al encuentro de todos, cuando cura a los enfermos, cuando se sienta a la mesa con los pecadores, y sobre todo cuando, clavado en la cruz, perdona; ahí vemos el rostro de la misericordia divina. No tengamos miedo: dejémonos abrazar por la misericordia de Dios que nos espera y perdona todo. Nada es más dulce que su misericordia. Dejémonos acariciar por Dios: es tan bueno, el Señor, y perdona todo.
Por intercesión de María Inmaculada, que la misericordia tome posesión de nuestros corazones y transforme toda nuestra vida».
Después del Ángelus
«Esta tarde iré a la Plaza de España para rezar a los pies del monumento a la Inmaculada. Y luego iré a Santa Maria La Mayor. Os pido que os unáis espiritualmente a mí en ese peregrinaje, que es un acto de devoción filial a María, Madre de Misericordia. A Ella confiaré la Iglesia y toda la humanidad, y de modo particular la ciudad de Roma.
Hoy ha atravesado la Puerta de la Misericordia también el Papa Benedicto. Le enviamos desde aquí un saludo, todos, al Papa Benedicto.
Os deseo a todos una buena fiesta y un Año Santo lleno de frutos, con la guía e intercesión de nuestra Madre. Un Año Santo lleno de misericordia, para vosotros y, desde vosotros, para los demás. ¡Por favor, pedirlo al Señor también para mí, que lo necesito tanto!»
Después de saludar a los fieles que se congregaron en la Plaza de España, el Pontífice se acercó hasta la impresionante estatua de la Inmaculada, y pronunció la siguiente oración:
Virgen María, en este día de fiesta por tu Inmaculada Concepción, vengo a presentarte el homenaje de fe y de amor del pueblo santo de Dios que vive en esta Ciudad y Diócesis.
Vengo en nombre de las familias, con sus alegrías y fatigas; de los niños y de los jóvenes, abiertos a la vida; de los ancianos, cargados de años y de experiencia; de modo particular vengo a ti de parte de los enfermos, de los encarcelados, de quien siente más duro el camino.
Como Pastor vengo también en nombre de cuantos Han llegado de tierras lejanas en busca de paz y de trabajo. Bajo tu manto hay sitio para todos, porque tú eres la Madre de la Misericordia.
Tu corazón está lleno de ternura hacia todos tus hijos: la ternura de Dios, que en ti tomó carne y se hizo nuestro hermano, Jesús, Salvador de cada hombre y de cada mujer.
Mirándote a ti, Madre nuestra Inmaculada, reconocemos la victoria de la divina Misericordia sobre el pecado y sobre todas sus consecuencias; y se enciende en nosotros la esperanza en una vida mejor, libre de esclavitudes, rencores y miedos.
Hoy, aquí, en el corazón de Roma, sentimos tu voz de madre que llama a todos a ponerse en camino hacia aquella Puerta, que representa a Cristo.
Tú dices a todos: “Venid, acercaos confiados; entrad y recibid el don de la Misericordia; no tengáis miedo, no tengáis vergüenza: el Padre os espera con los brazos abiertos para daros su perdón y acogeros en su casa. Venid todos a la fuente de la paz y de la alegría”.
Te agradecemos, Madre Inmaculada, para que en este camino de reconciliación no nos haces ir solos, sino que nos acompañas, estás a nuestro lado y nos sostienes en toda dificultad.
Bendita seas, ahora y siempre, Madre. Amén.
Fuente: vatican.va / romereports.com / news.va.
Traducción: Luis Montoya.
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