El Santo Padre ha hablado en la Audiencia general de hoy sobre la importancia de algunos momentos de la vida familiar
Queridos hermanos y hermanas:
En la vida familiar aprendemos desde pequeños la convivialidad, bellísima virtud que nos enseña a compartir, con alegría, los bienes de la vida. El símbolo más evidente es la familia reunida entorno a la mesa doméstica, donde se comparte no sólo la comida, sino también los afectos, los acontecimientos alegres y también los tristes.
Esta virtud constituye una experiencia fundamental en la vida de cada persona y es un termómetro seguro para medir la salud de las relaciones familiares. Una familia que no come unida o que mientras come no dialoga y está mirando la televisión o cada uno con su telefonino o con su aparatito es una familia "poco familiar”. Yo diría es una familia automática.
Los cristianos tenemos una especial vocación a la convivialidad. Jesús no desdeñaba comer con sus amigos. Y representaba el Reino de Dios como un banquete alegre. Fue también en el contexto de una cena donde entregó a los discípulos su testamento espiritual, e instituyó la Eucaristía. Y es precisamente en la celebración Eucarística donde la familia, inspirándose en su propia experiencia, se abre a la gracia de una convivialidad universal y a una fraternidad sin fronteras, según el corazón de Cristo, que entrega su Cuerpo y derrama su Sangre por la salvación de todos.
Saludo a los peregrinos de lengua española y a todos los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Roguemos para que cada familia participando en la Eucaristía, se abra al amor de Dios y del prójimo, especialmente para con quienes carecen de pan y de afecto. Que el próximo Jubileo de la Misericordia nos haga ver la belleza del compartir. Gracias.
En estos días la Iglesia italiana está celebrando el Congreso nacional en Florencia. Cardenales, obispos, consagrados, laicos, todos juntos. Os invito a rezar a la Virgen un Avemaría por ellos [Avemaría].
Hoy reflexionaremos sobre una cualidad característica de la vida familiar que se aprende desde los primeros años de vida: la convivencia, o sea, la actitud de compartir los bienes de la vida y de estar felices por poderlo hacer. Compartir y saber compartir es una virtad preciosa. Su símbolo, su “icono”, es la familia reunida en torno a la mesa. Compartir la comida −y, más allá que el alimento, también los afectos, los relatos, los acontecimientos…− es una experiencia fundamental. Cuando hay una fiesta, un cumpleaños, un aniversario, nos encontramos alrededor de la mesa. En algunas culturas es costumbre hacerlo incluso en el luto, para estar cerca de quien sufre por la pérdida de un familiar.
La convivencia es un termómetro seguro para medir la salud de las relaciones: si en una familia hay algo que no va, o alguna herida escondida, en la mesa se sabe enseguida. Una familia que no come casi nunca junta, o que no hablan en la mesa sino que ven la televisión, o el smartphone, es una familia “poco familia”. Cuando los hijos en la mesa están pegados a la tablet o al móvil, y no se escuchan entre sí, eso no es familia; ¡es una pensión!
El Cristianismo tiene una especial vocación a la convivencia, todos lo saben. El Señor Jesús enseñaba con gusto estando a la mesa, y representaba a veces el reino de Dios como un convite festivo. Jesús eligió la mesa también para entregar a los discípulos su testamento espiritual −lo hizo en la cena−, condensado en el gesto memorial de su Sacrificio: don de su Cuerpo y de su Sangre como Comida y Bebida de salvación, que alimentan el amor verdadero y duradero.
En esta perspectiva, podemos muy bien decir que la familia es “de casa” en la Misa, precisamente porque lleva a la Eucaristía su propia experiencia de convivencia y la abre a la gracia de una convivencia universal, del amor de Dios por el mundo. Participando en la Eucaristía, la familia se purifica de la tentación de cerrarse en sí misma, fortificada por el amor y la fidelidad, y extiende los confines de la fraternidad según el corazón de Cristo.
En este tiempo nuestro, marcado por tantas clausuras y demasiados muros, la convivencia, generada por la familia y dilatada por la Eucaristía, se convierte en una oportunidad crucial. La Eucaristía y las familias alimentadas por ella pueden vencer las clausuras y construir puentes de acogida y de caridad. Sí, la Eucaristía de una Iglesia de familias, capaces de restituir a la comunidad el fermento de la convivencia y de la hospitalidad recíproca, ¡es una escuela de inclusión humana que no teme enfrentamientos! No hay pequeños, huérfanos, débiles, indefensos, heridos ni desilusionados, desesperados ni abandonados, que la convivencia eucarística de las familias no pueda alimentar, reconfortar, proteger y hospedar.
La memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender. Nosotros mismos hemos conocido, y aún conocemos, qué milagros pueden suceder cuando una madre tiene mirada y atención, cuidado y esmero por los hijos ajenos, además de los suyos. Hasta ayer, ¡bastaba una madre para todos los niños del patio! E incluso sabemos la fuerza que adquiere un pueblo cuyos padres están dispuestos a moverse para proteger a los hijos de todos, porque consideran los hijos un bien indiviso, del que son felices y orgullosos de proteger.
Hoy muchos contextos sociales ponen obstáculos a la convivencia familiar. Es verdad, hoy no es fácil.Hay que encontrar el modo de recuperarla. En la mesa se habla, en la mesa se escucha. Nada de silencio, ese silencio que no es el silencio de las monjas, sino el silencio del egoísmo, donde cada uno va a lo suyo, o a la televisión o al ordenador… y no se habla. No, ¡nada de silencio! Hay que recuperar esa convivencia familiar, aunque adaptándola a los tiempos. La convivencia parece haberse convertido en algo que se compra y se vende; y eso es otra cosa. Entonces, el alimento no es siempre el símbolo del justo compartir de bienes, capaz de alcanzar a quien no tiene ni pan ni cariño. En los países ricos se nos empuja a gastar en una alimentación excesiva, y luego lo volvemos a gastar para remediar el exceso. Y ese “negocio” insensato distrae nuestra atención de la verdadera hambre del cuerpo y del alma. Cuando no hay convivencia hay egoísmo, cada uno piensa en sí mismo.Tanto que la publicidad la ha reducido [el problema del hambre] a una especie de lánguidos aperitivos y tomar dulces. Mientras, tantos, demasiados hermanos y hermanas se quedan fuera de la mesa. ¡Es un poco vergonzoso!
Miremos el misterio del Convite eucarístico. El Señor parte su Cuerpo y derrama su Sangre por todos. Ciertamente no hay división que pueda resistir este Sacrificio de comunión; solo la actitud de falsedad, de complicidad con el mal puede excluir de ello. Cualquier otra distancia no puede resistir el poder indefenso de ese pan partido y de ese vino derramado, Sacramento del único Cuerpo del Señor. La alianza viva y vital de las familias cristianas, que precede, sostiene y abraza en el dinamismo de su hospitalidad las fatigas y las alegrías diarias, coopera con la gracia de la Eucaristía, que es capaz de crear comunión siempre nueva con su fuerza que incluye y que salva.
La familia cristiana mostrará precisamente así la amplitud de su verdadero horizonte, que es el horizonte de la Iglesia Madre de todos los hombres,de todos los abandonados y excluidos, en todos los pueblos. Pidamos para que esa convivencia familiar pueda crecer y madurar en el tiempo de gracia del prójimo Jubileo de la Misericordia.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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