Un viento fortísimo nos impulsa a “adaptarnos” a lo que suele denominarse de manera eufemística “la sociedad actual” o “la vida moderna”
Todos estamos sujetos a las ráfagas de aquel viento, siempre intenso y a menudo huracanado. La presión que sufre el cristiano es aún más fuerte que la de los demás, porque si algo dista de la “adaptación” a lo que por ahí funciona, de ser acomodaticio, son las enseñanzas de Cristo. El cristiano consciente sabe que no es el Evangelio el que se debe adaptar al mundo, sino que para que el mundo funcione bien lo óptimo está en que aplique lo que Cristo ha prescrito y nos narran los Evangelios. No es una diferencia menor.
A lo largo de los siglos así lo ha mantenido la Iglesia en sus enseñanzas.
Pero una gran parte de los hombres de hoy se ha vuelto lo que el psiquiatra Enrique Rojas denomina “hombre light”, la persona superficial, que busca poder, fama, buena vida, que las cosas o las personas sean divertidas sin importarle algo más profundo, mucha sexualidad por supuesto pero sin compromiso, consumismo y hedonismo en todo, el hacer lo que a uno le apetece en un momento determinado. Todo en él es flojo, ligero, sin solidez ni profundidad.
A los seres humanos de finales del siglo XX y primeras décadas del XXI se nos han aflojado las neuronas. Por cualquier cosa se dice que aquél o aquélla tienen tal síndrome, o tal trauma, o ha cogido una depresión. A todos nos suenan estupideces como “el síndrome postvacacional” o incluso el “síndrome de la mañana del lunes”. Algo que en otras épocas hubiéramos denominado sencillamente “pereza”. De algo han de vivir algunos psiquiatras logrando que quien no quiere cumplir con su deber se autojustifique.
Quienes ya peinamos canas recordamos épocas de vida mucho más duras que la actual. Infinitamente más. Hemos visto en qué consiste de verdad que en una casa no haya “nada” para comer, porque era así en sentido literal, o que tras la comida se recojan los mendrugos de pan para la noche o para el día siguiente aunque estén duros. Hoy en día ciertamente hay también situaciones graves, pero en la gran mayoría de las casas, incluidas familias sencillas, cualquier muchacho abre la nevera y se encuentra con diversas frutas y mermeladas, variedades de quesos, yogures y embutidos, jamón del salado y del dulce, y tantas cosas más, pero arma un escándalo porque no hay sobrasada que es lo que en este día más le apetecía.
Y, por supuesto, la gente va de fiesta en fiesta, se sale a cenar o se asiste a espectáculos de manera habitual, y a partir del miércoles ya se desean unos a otros “feliz fin de semana”.
El viento de este hedonismo, comodidad, superficialidad, llega a todas partes. Nos sopla e influye también a los cristianos. Nos hemos vuelto flojos, buscamos un cristianismo fácil, con escaso compromiso, con mínimo ejercicio y sin estar dispuestos a expresar y transmitir nuestras convicciones en la vida social, profesional, familiar, cuando debemos hacerlo con claridad y firmeza aunque con todo el respeto a los demás y con las formas adecuadas. Y también con alegría porque sabemos que son un tesoro y que hacemos bien a los demás cuando se lo transmitimos. Tenemos miedo a que nos llamen “fundamentalistas”. Como aquel que decía que era católico pero que no era tan fundamentalista como para ir todos los domingos a misa. No había entendido nada de la vida cristiana, ni de lo que es la misa, ni de lo que es el fundamentalismo.
En todo ello no mejoraremos sin cultivar la vida interior, sin oración. Y sin el esfuerzo de profundizar y de luchar en la formación del carácter para adquirir virtudes humanas.
También entre los obispos, sacerdotes o religiosos puede penetrar el espíritu acomodaticio. Hacer la doctrina fácil, de plastilina, adaptable. Se ve de manera especial, y a menudo, en la predicación sobre aspectos como los de mostrar la grandeza y también los límites de la sexualidad desde la óptica cristiana, la indisolubilidad del matrimonio o la inviolabilidad de la vida humana. O en poner casi a ras de tierra el listón en la exigencia de la oración, de la práctica religiosa o de recordar la importancia de la confesión.
Quienes rebajan la exigencia sin duda lo hacen llenos de buena voluntad, esperan que de esta forma no se vacíen las iglesias o que incluso acuda más gente. Pero la experiencia demuestra que no es así. Basta contrastar un hecho: aquellas instituciones religiosas, movimientos apostólicos, prelaturas, grupos de fe… que son exigentes, tienen seguidores y surgen vocaciones. Y por el contrario, los que se han relajado, los que han bajado el listón para dar facilidades, no. Con lógica humana parece que debería ser lo contrario, que cuando se ponen las cosas más fáciles se tienen más “clientes”. Pero es este un asunto en que hay ingredientes de otro orden. Hasta en esto las matemáticas de Dios son distintas a las nuestras.