El periodista Javier Martínez-Brocal, ha decidido volcar en un libro sus encuentros con Francisco, una figura «capaz de cambiar el mundo con la fuerza de la misericordia y la ternura»
Apenas un puñado de personas tienen la fortuna de poder asomarse a la vida de una personalidad como el Papa Francisco y comprobar en primera persona que el líder de miles de millones de cristianos es un hombre imprevisible, que derrocha humanidad y que habla con los gestos más que con las palabras. Ese es el privilegio que vive a diario el periodista y colaborador de ABC Javier Martínez-Brocal, que ahora ha decidido volcar en un libro, El Papa de la misericordia (Planeta).
En la publicación, que será presentada este miércoles en Madrid por monseñor Carlos Osoro, el autor construye a través de anécdotas y gestos pocos conocidos del Santo Padre el puzle de una figura «capaz de cambiar el mundo con la fuerza de la misericordia y la ternura». «Para entender al Papa Francisco, más que escuchar lo que dice hay que mirar lo que hace y mirar como él mira», explica el autor. Desde la fumata blanca de aquella lluviosa tarde del 13 de marzo de 2013, Martínez-Brocal ha podido conversar personalmente con el Papa Francisco. El resultado de esa experiencia es este libro cuyo extracto adelantamos a continuación.
Su primer Jueves Santo como Papa, Francisco decidió saltarse la tradición de celebrar la misa en la catedral de San Juan de Letrán y en su lugar escogió la cárcel de menores de Casal de Marmo, a las afueras de Roma. Después de la misa, se detuvo a charlar algunos minutos con ellos en el gimnasio. Les había traído del Vaticano huevos de chocolate y unas colombas, el dulce que se regala en Italia con motivo de la Pascua. Uno de ellos lo miraba intrigado.
− ¡Padre! Muchas gracias por haber venido −le dijo−. Se veía que algo le intrigaba, que quería seguir hablando, pero no se atrevía. El Papa lo miró invitándolo a continuar.
− Padre... Yo quiero saber una cosa: ¿Por qué has venido justo aquí, a Casal del Marmo? Solo esto. ¿Por qué?
− Lo tenía en el corazón, lo he sentido −empezó a responder el Papa−. Me pregunté: ¿dónde están las personas que pueden ayudarme a ser más humilde, a servir como debe servir un obispo? Lo he preguntado a otros: ¿a quiénes les gustaría que les visitara el Papa? Y me dijeron: quizá a los de Casal del Marmo. Y por eso he venido. Pero me sale del corazón. Lo que nos sale del corazón no puede explicarse.
Cuando en noviembre de 2013 vio en televisión el desastre que dejaba a su paso el tifón Yolanda en Tacloban (Filipinas) −10.000 muertos por vientos de 200 km/h−, el Papa decidió que iría allí para abrazarlos lo antes posible. Y cumplió su promesa a pesar de que en el último momento un nuevo tifón de grado 2 amenazó con anular la visita. Durante el vuelo, el cardenal de Manila, Luis Antonio Tagle, le propuso celebrar la misa en un lugar cerrado, por ejemplo, en la catedral.
− Pero ¿cuántas personas caben en la catedral? −le preguntó Francisco.
− Pienso que varios cientos, quizá mil, respondió el cardenal.
− ¿Cuántos me esperan para la misa en la explanada del aeropuerto? −insistió.
− Calculamos que en torno a medio millón de personas −respondió el cardenal.
− Pues entonces no hay cambio de planes, zanjó el Papa.
Y así llego a Tacloban. Francisco no dejó que la terrible tormenta aguara la fiesta, se enfundó un impermeable amarillo y pasó saludando sonriente entre las filas como si luciera un espléndido sol. Tras la misa llegó al aeropuerto completamente empapado. Pocos minutos después de que su avión despegara rumbo a Manila, el jet del Gobierno con quince funcionarios se salió de la pista por culpa del viento.
Las cocineras saben que come poco, pero de vez en cuando le tientan el paladar con sus platos preferidos: el asado argentino, las empanadas con ensalada de pepperoni, la colita de cuadril (carne de ternera) y el dulce de leche. Una vez llegó al almuerzo un poco antes de lo previsto y vio que la sala aún no estaba preparada. Como tenía prisa, entró en las cocinas por si tenían algún plato listo y podía empezar a comer antes. Se llevó una sorpresa porque vio que las cocineras y los camareros estaban almorzando todos juntos en la misma mesa. Dicen que al Papa se le iluminó la cara, pero que todos los demás se quedaron pálidos.
− ¿Puedo almorzar con ustedes? −les preguntó a la vez que acercaba una silla a la mesa.
Francisco estuvo tan a gusto que desde entonces, una vez al mes, repite. Lo considera una buena oportunidad para escuchar problemas reales: dificultades domésticas, malabarismos para cuidar a un pariente enfermo, recoger a los niños del colegio y llegar a fin de mes, o la satisfacción de ver a un hijo en la universidad.
Una de sus pequeñas revoluciones en el Vaticano tiene que ver con el consumo de luz. Cuando atravesaba los pasillos del Palacio Apostólico, las luces estaban siempre encendidas. Por eso, empezó a buscar interruptores para apagarlas.
− Muchos sacerdotes de América Latina no tienen dinero para pagarse la electricidad. Yo no puedo derrocharla −se justificaba.
Era un frío domingo de febrero. El Papa se prepara para visitar la parroquia de San Michele Arcangelo en Pietralata, un barrio a las afueras de Roma. Antes de salir, Francisco cayó en la cuenta de que iba a estar muy cerca de un campo de chabolas (...) en el que malviven muchos prófugos. Cuando se subió al coche, se lo dijo al conductor.
− Mira, antes de llegar vamos a pararnos en una zona de barracas que está en la calle Messi d’Oro. Vamos a darles una sorpresa.
No fue en absoluto fácil llegar hasta allí. (...) Casi escondida tras unos árboles y plantas, había una puerta rodeada de planchas de aluminio, que delimitaba las cabañas. Dentro había dos niños que jugaban.
− ¡Mamá, mamá, ahí fuera está el Papa!, avisó uno de ellos.
La mujer se asomó y vio a un hombre alto vestido de blanco en la puerta del recinto.
− ¡Oh, Dios, que emoción!, decía mientras caminaba a toda prisa.
− ¡Un aplauso!, dijo un señor.
En pocos segundos Francisco estaba rodeado de una nube entusiasmada de personas.
Laura Daniele, en abc.es.
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