Advierto, con seriedad y rotundidad, que psicológicamente resulta tremendamente peligroso jugar a ser otro, aun si solo se persigue un ingenuo divertimento
A nada conduce el presentarse desde la imaginación, sentirse arropado por alguien desconocido, halagado por una persona que en el cara a cara quizá variaría de opinión, contarle las dificultades a un extraño lejano en vez de solventarlas, huir al refugio de lo indefinido en vez de desahogarse con las personas cercanas.
Me declaro un apasionado entusiasta de las nuevas tecnologías. Sin embargo, me referiré a un posible desequilibrio psíquico provocado por el uso excesivo o desmedido de Internet. Es un trastorno que aventuro a predecir abarrotará las consultas de psicólogos y psiquiatras en los próximos años, aunque mis dotes de profeta están aún por demostrar. Lo he bautizado como el «síndrome de la soledad global», y en él se distinguen dos niveles diferenciados.
El primer nivel afecta a los aspectos periféricos de la personalidad, y se desarrolla según el patrón de las adicciones. Aparecerá en personas obsesionadas, enganchadas, fanáticas por jugar, navegar o chatear. Capaces de charlar con cualquiera en los espacios virtuales, pero hoscas o reacias a relacionarse con su mujer, marido, padres, hijos...
Se manifiesta en síntomas aparentemente menudos: interrumpir una conversación, con descortesía, para contestar un whatsApp; mantener encendidas las alarmas a toda hora y en cualquier lugar; la obsesión apremiante para responder un mensaje; preferir la soledad conectada a un encuentro familiar, social (y mil detalles similares). Se conectan progresivamente al mundo virtual y se desconectan del mundo real. Es como si se evaporaran de lo real. Lo cual provoca que nos asilvestremos (mala educación) en el necesario contacto social para el existir humano. ¡Y nos estamos acostumbrando! La cuestión cobra especial relevancia, y requiere unas medidas pertinentes, si el sujeto permanece demasiado tiempo en ese otro mundo y descuida sus obligaciones o reduce las horas de sueño.
El segundo nivel penetra ya en las entretelas de la intimidad. No es tanto la cantidad de tiempo cuanto el calado de los resortes internos que intervienen. Por eso puede desembocar con facilidad en un problema personal grave, incluso rozar la anormalidad o la patología. Su grupo de riesgo lo conforman aquellas personas demasiado aficionadas a chatear con gentes desconocidas. Intentaré explicarlo: Nos conviene un rodeo previo para mejor encarar el tema. Desde siempre la oscuridad y el disfraz fue el escenario preferido por la picaresca y la golfería, porque el anonimato minimiza la responsabilidad personal. Pues bien, el universo virtual abre un hueco inmenso hacia lo desconocido.
Chatear con desconocidos conlleva el posible riesgo de hablar con un disfraz. Un disfraz que, en teoría, podría encubrir una personalidad desequilibrada, mentirosa, embaucadora... o, sencillamente, alguien llano y normal. En cualquier caso, ese personaje tiene la oportunidad de aprovechar la conversación como máscara o camuflaje. Y en un diálogo así, a tientas, corremos el riesgo cierto de caer en las garras del engaño o la falsedad, del fingimiento o del embrollo, o de las intenciones tórridas y torcidas. Representa un riesgo que no hay que exagerar, pero tampoco minimizar.
Pero también el propio sujeto que chatea se coloca en una cómoda posición para deslizarse por el plano inclinado de lo simulado o fingido. Qué sencillo resulta, bajo la impunidad del anonimato, escribir una frase bonachona o un galanteo; presentarse con una personalidad más cercana a nuestro 'yo ideal' que a nuestro 'yo real'; desfigurar levemente la biografía; convertir una aspiración en un logro, o en éxito un fracaso, etcétera. Resulta tan fácil que hasta se escapan sin propósito o intención de engañar.
Sin embargo, mantenemos una comunicación aparentemente sincera entre dos personas previsiblemente distorsionadas o fingidas: gravísimo error. Una aventura tal se nos puede ir de las manos. Advierto, con seriedad y rotundidad, que psicológicamente resulta tremendamente peligroso jugar a ser otro, aun si solo se persigue un ingenuo divertimento. Y todavía peor si nos mueve el intento de presentarnos según nuestras fantasías, o novelar la genuina realidad, o deslizarse por paisajes vitales ideales, o pretender llamar la atención o buscar un consuelo. Eso afectaría al núcleo mismo de nuestra personalidad.
Y la cuestión se complica exageradamente si esa persona atraviesa una situación de carencia afectiva, o tristeza. Es como juguetear con fuego en el polvorín del psiquismo. A nada conduce el presentarse desde la imaginación, sentirse arropado por alguien desconocido, halagado por una persona que en el cara a cara quizá variaría de opinión, contarle las dificultades a un extraño lejano en vez de solventarlas, huir al refugio de lo indefinido en vez de desahogarse con las personas cercanas... Evadirse de la realidad siempre causa secuelas en el psiquismo.
Hemos de finalizar con una moraleja que enfatiza lo obvio: la comunicación personal demanda un sincero conocimiento persona a persona. Todo lo demás es, al menos, una fuente de incertidumbres. ¿Acaso no nos pueden engañar también en la comunicación directa? No sólo pueden sino que, en ocasiones, nos engañan. Sin embargo, uno tiene más recursos y otras mañas. Y en cualquier caso, ante el desengaño se termina siempre con el corazón malherido y una bruma de desesperanza en el alma...
José Benigno Freire Pérez. Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra