El futuro de la civilización europea depende en gran parte de la decidida defensa y promoción de los valores de la vida, núcleo de su patrimonio cultural
Terminó el sínodo de obispos sobre la familia en Roma. Hará falta algún tiempo para asimilar las recomendaciones que los participantes dejan en manos del Papa. Todas han sido aprobadas por la mayoría indispensable: más de dos tercios. Pero el consenso deja de ser nota habitual, para recibir muchos noes en proposiciones conflictivas.
Entretanto, me queda la sensación de que sigue sin abordarse a fondo el problema del envejecimiento de la población mundial y, muy concretamente de la de Europa. Viene de antiguo. Hace ya casi medio siglo desde que el primer país, Alemania, llegó a la cifra fatídica del crecimiento cero, después de traspasar a la baja las tasas de natalidad que aseguran el relevo generacional. Estos últimos días, cuando algunos vaticanistas presentaban una especie de confrontación entre Europa y África, pensaba que podía ser real, pero en términos distintos: justamente porque los problemas de la familia se ven de modo distinto con la óptica de los años, se establecen diferencias lógicas en quienes los observan desde el optimismo de la juventud o el pesimismo de la vejez.
Lo señaló el Concilio Vaticano II y documentos magisteriales posteriores, como la exhortación apostólica postsinodal de san Juan Pablo IIEcclesia in Europa, de 2003. A partir de una proposición concreta, escribía en n. 95: “El envejecimiento y la disminución de la población que se advierte en muchos Países de Europa es motivo de preocupación; en efecto, la disminución de los nacimientos es síntoma de escasa serenidad ante el propio futuro; manifiesta claramente una falta de esperanza y es signo de la «cultura de la muerte» que invade la sociedad actual”.
El papa recordaba otros signos que, con la disminución de la natalidad, "contribuyen a delinear el eclipse del valor de la vida y a desencadenar una especie de conspiración contra ella”. La crisis resultaba evidente por la ya amplísima difusión del aborto, realizado incluso con productos químico-farmacéuticos que hacen innecesario acudir al médico y eluden la responsabilidad social. Como es bien sabido, la creciente legislación bioética promulgada en tantos Estados ha incorporado como legales soluciones prácticas que desconocen la esencia moral del amor humano y de la procreación de los hijos.
El envejecimiento pesimista avanza también hacia la ampliación de los supuestos de legalización de la eutanasia, no sin resistencia en países como Francia (quizá también como reflejo de una mayor cultura de la vida, que le sitúa en los primeros lugares de las tasas de fecundidad de Europa). No es preciso recordar ahora el espléndido análisis de este tipo de cuestiones condensado en la encíclica Evangelium vitae de 1995, desde la convicción pontificia de que “el futuro de la civilización europea depende en gran parte de la decidida defensa y promoción de los valores de la vida, núcleo de su patrimonio cultural”.
Por eso, los obispos presentes en aquel sínodo extraordinario sobre Europa animaba a los matrimonios y familias cristianas “a ayudarse mutuamente a ser fieles a su misión de colaboradores de Dios en la procreación y educación de nuevas criaturas”, y pedía a los Estados y a la Unión Europea “políticas clarividentes que promuevan las condiciones concretas de vivienda, trabajo y servicios sociales, idóneas para favorecer la constitución de la familia, la realización de la vocación a la maternidad y a la paternidad, y, además, aseguren a la Europa de hoy el recurso más precioso: los europeos del mañana”.
La apuesta sigue abierta, como recordó en su día Benedicto XVI en el último viaje pastoral a Alemania. Manifestó una vez más la necesidad de la nueva evangelización, superadora de las rutinas, el ensimismamiento o la falta de entusiasmo, a diferencia de la realidad alegre detectada −desde la enorme falta de medios humanos− en su viaje a países jóvenes de África. El domingo 25 de septiembre de 2011, en la homilía pronunciada en la explanada del aeropuerto turístico de Friburgo, concluía: “La Iglesia en Alemania continuará siendo una bendición para la comunidad católica mundial si permanece fielmente unida a los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, si cuida de diversos modos la colaboración con los países de misión y se deja también contagiar por la alegría en la fe de las jóvenes Iglesias”.
La continuidad del papa Francisco resulta evidente. Basta citar sólo el título de su documento casi programático: Evangelii gaudium, la alegría del Evangelio. El esfuerzo por el rejuvenecimiento de la fe y la renovación en Cristo tendrá consecuencias doctrinales y culturales, capaces de cimentar una concepción de la vida optimista.