No han dejado de ser actuales las consideraciones del papa Francisco cuando hizo pública su extensa y bella oración por la familia: “Todos, estamos llamados a rezar por el Sínodo”
El papa Francisco ha conmemorado solemnemente, durante la celebración de la actual asamblea, el quincuagésimo aniversario de la creación por Pablo VI del Sínodo de los Obispos: ha venido organizándose desde entonces cada tres años, aparte de sesiones extraordinarias para algunas regiones, como Europa, Asia o, más recientemente, Oriente Medio. Sin duda, ha facilitado un mayor conocimiento mutuo y el espíritu de colegialidad entre los obispos, así como cierta apertura hacia el ecumenismo, por la invitación a representantes cualificados de las grandes iglesias y confesiones cristianas.
Ciertamente, se trata de una institución compleja, que exige el trabajo habitual en Roma de un buen número de personas en la secretaría general del Sínodo. Allí llegan y se elaboran las aportaciones y sugerencias de todos los rincones del mundo. Las conferencias episcopales, particularmente en esta edición, han canalizado también las observaciones de cuantos fieles lo han deseado en respuesta al cuestionario elaborado para precisar y completar algunos aspectos de la relatio final del Sínodo de 2014, adoptada como instrumentum laboris del actual. De esta manera, la asamblea no refleja sólo la colegialidad, sino también el sensus fidei universal de los creyentes.
A lo largo del tiempo, se han introducido retoques, para mejorar el funcionamiento del sínodo, sobre todo, en la etapa final de la asamblea: no es fácil redactar contra reloj las conclusiones, tras intervenciones de los participantes −a veces, demasiado variadas. Como señala y agradece Francisco, los responsables trabajan hasta avanzada la noche. Hay que seguir perfilando la metodología, porque en este “mundo en que vivimos, y que estamos llamados a amar y servir en sus contradicciones, la Iglesia requiere el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión. Sólo la forma de la colegialidad es la forma en que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”.
Las nuevas tecnologías facilitan la participación, y permiten −a pesar de los riesgos de manipulación tantas veces señalados que, al fin, son aceptados, porque lo mejor es enemigo de lo bueno tener en cuenta el planteamiento exacto de posibles nuevos problemas doctrinales y morales, así como las líneas de solución experimentadas o desechadas en las diversas regiones. Pienso que ha pasado el tiempo en que la moda era la unificación, la pastoral de conjunto. Quizá con Benedicto XVI se consolidó el juego prudente de unidad y diversidad, para hacer difundir en plenitud el mensaje universal de Cristo.
Se llevan así también a sus últimas consecuencias algunas enseñanzas decisivas del Concilio Vaticano II sobre el pueblo de Dios, formado por todos los bautizados, “consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15). Cita larga de Lumen gentium, 10, que concluye: “El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo”.
Muchas son las conclusiones de esa doctrina conciliar, que arranca de la llamada universal a la santidad y al apostolado, y evita por tanto la clásica confusión entre Iglesia y Jerarquía. En concreto, “la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos» presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente «a la fe confiada de una vez para siempre a los santos» (Judas 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13)” (Lumen gentium, 12).
No han dejado de ser actuales −también en el plano del cada vez más urgente ecumenismo las consideraciones del papa Francisco en Evangelii gaudium, así como su consejo del pasado 25 de marzo, cuando hizo pública su extensa y bella oración por la familia: “Todos, estamos llamados a rezar por el Sínodo. ¡Esto es lo que necesitamos y no chismes!” Termina así: “Sagrada Familia de Nazaret, que el próximo Sínodo de los Obispos despierte en todos la conciencia del carácter sagrado e inviolable de la familia, de su belleza en el plan de Dios. Jesús, María y José, escuchad, responded a nuestra súplica. Amén''.