El sufrimiento, la enfermedad, el envejecimiento o la muerte son procesos naturales que radican en la condición más profunda del hombre, y no cabe entenderlos como elementos degradantes de la dignidad humana
El viernes recién pasado murió finalmente la pequeña Andrea Lago, niña de doce años ingresada en un hospital de Santiago de Compostela (España) por una extraña encefalopatía conocida como Síndrome deAicardi-Goutières, un trastorno neurológico muy raro, que se produce cada varios millones de nacimientos. De origen genético, la enfermedad no tiene cura ni tratamiento que detenga los devastadores efectos del mal, por lo que sólo queda esperar que el paciente se deteriore y muera, tratando de ofrecerle los mejores cuidados paliativos.
Lo anterior no pasaría de ser una lamentable noticia de naturaleza privada, si no fuera porque la pequeña fue dejada morir sin soporte vital de ninguna especie, con el acuerdo de los padres, el hospital, el poder judicial y parte significativa de la opinión pública. Los padres habían solicitado para su hija una “muerte digna”, y el comité de ética del hospital (sic) respaldó dicha petición, en el sentido de que se le retirara todo apoyo para mantenerse con vida.
Los medios de comunicación, por su parte, de manera unívoca e incesante, participaron de la campaña por la “muerte digna”. Finalmente, el 9 de octubre la niña murió, tras cuatro días en los que sólo recibió la hidratación suficiente para metabolizar los sedantes. Es decir, murió de hambre y de sed, y no por el proceso natural de su enfermedad.
El magistrado archivó el caso argumentando a favor de los padres de la pequeña. Concluyó que el tratamiento inicial −nutrición artificial e hidratación a través de la gastostomía− era “paliativo y podía calificarse como extraordinario y desproporcionado”. Otorgó además una importante relevancia a lo que los padres pensaban sobre el dolor de su hija, ya que “son doce años al cuidado integral de esta niña, y parece razonable pensar que la progenitora haya aprendido a interpretar el lenguaje verbal de la pequeña”, como si alguien pudiera decidir si sigue vivo, y otro pudiera interpretar por gestos semejante opción.
Sin entrar a juzgar el comportamiento de los padres −pues ha de ser muy duro vivir lo que ellos vivieron−, subsiste en este caso una cuestión de fondo: la solución ofrecida por el hospital y el juez, y defendida machaconamente por los medios de comunicación y por las ONGs partidarias de la eutanasia, parece entender como incompatibles la dignidad humana con el sufrimiento. Esta es la misma figura argumental que se encuentra detrás del aborto por malformación o enfermedad grave, −uno de los supuestos de despenalización del proyecto presentado por el gobierno de la señora Bachelet-.
Pienso que esta cuestión es de la máxima importancia, y nos obliga a tomar decisiones sobre la concepción de persona que vamos a usar para legislar. El dolor es una dimensión necesaria de la existencia del hombre, y al negarlo, rechazamos también parte de esa condición. La dignidad de una persona no puede ser opuesta a su propia naturaleza. El sufrimiento, la enfermedad, el envejecimiento o la muerte son procesos naturales que radican en la condición más profunda del hombre, y no cabe entenderlos como elementos degradantes de la dignidad humana.
Lo que realmente despoja de contenido la dignidad del hombre es el mal moral, en cualquiera de sus formas. El dolor, así como el placer o el bienestar, son más bien ocasión y oportunidad para obrar rectamente, a pesar de ambos. Por eso dice Séneca en las Cartas a Lucilio 2 que “el alma es quien hace noble, y es sobre ella que podemos elevarnos a cualquier condición por encima de la fortuna”.
En el caso de la pequeña Andrea, parece haber la omisión de una medida básica de cuidado ordinario, no de un tratamiento médico propiamente tal, y menos de un tratamiento extraordinario o desproporcionado, como dice el juez. Dar de comer y de beber a alguien es una acción totalmente exigible y mínima, que lleva a pensar que lo que se ha hecho con esta pequeña es en realidad un acto eutanásico; dejarla morir por exclusión de los medios proporcionados, cuando lo razonable hubiera sido ejercer los cuidados paliativos necesarios para acompañarla en su proceso de muerte, sin causarla directamente, como se ha hecho con el beneplácito de todos.
Es cierto que la niña iba a morir de todas formas, pero la cuestión es si muere por efecto de su enfermedad, o por la omisión de terceros, que le niegan toda asistencia humanitaria en aras de una dignidad mal entendida. Por cierto: el argumento de que la matamos porque se iba a morir de todas formas es peligrosísimo, porque todos nosotros vamos a morir de todas formas. Sería cuestión de encontrar la excusa para sacarnos de escena antes.
La creciente impresión de que se puede intervenir en los procesos del origen y del término de la vida, asociando la dignidad a la calidad de vida parece responder a los parámetros de una sociedad hedonista, que sólo encuentra su razón de ser en el placer y en el bienestar, y por lo tanto considera indigna, inapropiada o fuera de lugar la vida con sufrimiento, es decir, la vida humana integral.
Ojalá el caso de la pequeña Andrea nos haga reflexionar, antes de que empecemos a aprobar leyes de interrupción voluntaria del embarazo, de eutanasia, de testamento vital, y todas esas soluciones que, mientras más reclaman estar próximas a la dignidad humana, más se alejan de ella, convirtiéndonos a todos en objetos desechables una vez que dejamos de estar instalados en el bienestar, ya sea porque nos sobreviene la enfermedad o la vejez, o cualquier otra razón que le parezca apropiada al parlamento de turno.
Raúl Madrid Profesor Titular. Pontificia Universidad Católica de Chile.