Negamos la amistad, la buena vecindad incluso, a quien piense diferente de nosotros; lo consideramos, de entrada, enemigo
Comienzo los cursos de escritura con dos prácticas: en la primera los alumnos se describen y en la siguiente deben retratar a otro o a otra. Ambos ejercicios responden a objetivos docentes muy precisos, pero sobre todo sirven para que sesenta personas que no se habían encontrado antes se conviertan de pronto en amigos, porque se conocen y se miran más allá de prejuicios, de formas de vestir o de apariencias sospechosas, y descubren cuánto tienen en común.
En la juventud ese fenómeno de aproximación se produce a una velocidad que los mayores no estamos en condiciones de imitar. Por eso Francisco, en su visita a Cuba, encargó a los jóvenes la recuperación de la amistad social, tan necesaria siempre en los países que han pasado por un régimen comunista, donde el tejido humano se rompe o queda infectado por la sospecha y la delación, por el rencor.
Francisco muy bien podría haber encargado lo mismo a los jóvenes estadounidenses o a los españoles. Tanto Estados Unidos como España son países divididos, polarizados. En realidad, ocurre en casi todas partes. Negamos la amistad, la buena vecindad incluso, a quien piense diferente de nosotros. Lo consideramos, de entrada, enemigo. Alguien de cuya existencia no podemos alegrarnos. Casi siempre, porque no los conocemos bien, no los escuchamos, descartamos sus argumentos sin examinarlos, no les damos una oportunidad.
A veces las redes sociales concentran a quienes piensan lo mismo y los arrojan en jauría contra quien disiente. Tampoco ayuda la menguante lectura de periódicos y libros, de la que ha surgido una furiosa ignorancia ilustrada por eslóganes tan incisivos como falsos, moldeadores eficaces de mentes estrechas.