Durante la Audiencia general el Papa se ha referido a la promesa "al amor” que el niño recibe desde sus primeros instantes de vida, al ser acogido y amado por sus padres
El Santo Padre explicó que se refería a las promesas más importantes, decisivas para sus expectativas ante la vida, para su confianza en los seres humanos y su capacidad de concebir el nombre de Dios como una bendición.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy reflexionaremos sobre el tema de las promesas que hacemos a los niños. No me refiero a esas pequeñas promesas que hacemos habitualmente para que se porten bien o se esfuercen en el colegio, más bien a la promesa contenida en el hecho de traerles a la vida. Esta promesa de acogida, cuidado, cercanía y atención concreta, se puede resumir en una palabra: Amor.
A los chicos les prometemos amor. Una promesa de amor, en definitiva, que hemos aprendido de nuestros padres antes incluso de ser conscientes y que, con una actitud inerme y confiada, todo niño espera que le sea correspondida íntegramente. Si esto no sucede, se les hiere profundamente. Por eso, Jesús en el Evangelio nos alerta de que Dios y sus ángeles velan sobre esta responsabilidad.
El niño recibe de su familia, con su nombre y con las primeras palabras y sonrisas, y caricias, la belleza de estar con los demás, aprendiendo a ser libre y aceptar a los otros. En el bautismo, la Iglesia a través de los padres y la comunidad se une a estas promesas. Desde el momento que el niño es capaz de sentirse amado por sí mismo, siente que hay un Dios que lo ama. Su espontanea confianza en Dios no debe ser nunca vulnerada, sobre todo con nuestra presunción de sustituir al Señor.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. De modo especial quiero saludar a los 33 mineros chilenos que estuvieron atrapados en las entrañas de la Tierra durante 70 días. Creo que cualquiera de ustedes sería capaz de venir acá y decirnos qué significa esperanza. Gracias por tener esperanza en Dios.
Que la Virgen María y san José, que tuvieron bajo su custodia al Hijo de Dios, nos enseñen a acoger a Jesús en cada niño. Muchas gracias.
Queridos hermanos y hermanas, hoy como las previsiones del tiempo eran un poco inseguras y se preveía lluvia, esta audiencia se hace a la vez en dos sitios: nosotros aquí en la plaza y 700 enfermos en el Aula Pablo VI que siguen la audiencia en la pantalla gigante. Todos estamos unidos y los saludamos con un aplauso.
La palabra de Jesús es fuerte hoy: Ay del mundo por los escándalos. Jesús es realista y dice: Es inevitable que vengan los escándalos, pero ¡ay del hombre que causa el escándalo! Yo quisiera, antes de iniciar la catequesis, en nombre de la Iglesia, pediros perdón por los escándalos que en estos últimos tiempos han sucedido tanto en Roma como en el Vaticano; os pido perdón.
Hoy reflexionaremos sobre un tema muy importante: las promesas que hacemos a los niños. No hablo tanto de esas promesas que les hacemos durante al día para tenerlos contentos o para que se porten bien (quizá con alguna trampilla inocente: te doy un caramelo, y promesas parecidas…), para animarles a esforzarse en el colegio o disuadirles de algún capricho. Hablo de otras promesas, de las promesas más importantes, decisivas para sus expectativas respecto a la vida, para su confianza con los seres humanos, para su capacidad de concebir el nombre de Dios como una bendición. Son promesas que le hacemos.
Los adultos estamos preparados para hablar de los niños como una promesa de la vida. Todos decimos: los niños son una promesa de la vida. Y también somos propensos a emocionarnos, diciendo a los jóvenes que son nuestro futuro; es verdad. Pero me pregunto, a veces, si somos igualmente serios con su futuro, con el futuro de los niños y con el futuro de los jóvenes. Una pregunta que deberíamos hacernos más a menudo es esta: ¿somos leales con las promesas que hacemos a los niños, haciéndeles venir a nuestro mundo? Nosotros los hacemos venir al mundo, y eso es una promesa: ¿qué les prometemos?
Acogida y cuidados, cercanía y atención, confianza y esperanza, son otras tantas promesas básicas que se pueden resumir en una sola: amor. Prometemos amor, o sea, amor que se expresa en la acogida, en los cuidados, en la cercanía, en la atención, en la confianza y en la esperanza, pero la gran promesa es el amor. Ese es el modo más justo de acoger a un ser humano que viene al mundo, y todos lo aprendemos, incluso antes de ser conscientes.
Me gusta mucho cuando veo a los padres y madres, al pasar entre vosotros, traerme a un niño o una niña pequeños, y les pregunto: ¿Cuánto tiempo tiene? Tres semanas, cuatro semanas… y le pido la bendición del Señor. También eso se llama amor. El amor es la promesa que el hombre y la mujer hacen a cada hijo: desde que es concebido en el pensamiento. Los niños vienen al mundo y esperan ver confirmada esa promesa: lo esperan de modo total, confiado, indefenso. Basta mirarles: en todas las etnias, en todas las culturas, en todas las condiciones de vida.
Cuando sucede lo contrario, los niños quedan heridos por un escándalo, por un escándalo insoportable, tanto más grave en cuanto no tienen los medios para descifrarlo. No pueden entender lo que pasa. Dios vela sobre esa promesa, desde el primer instante. ¿Os acordáis de lo que dice Jesús? Los ángeles de los niños reflejan la mirada de Dios, y Dios nunca pierde de vista a los niños (cfr. Mt 18,10). ¡Ay de quienes traicionen su confianza! Su confiado abandono a nuestra promesa, que nos compromete desde el primer instante, nos juzga.
Y quisiera añadir otra cosa, con mucho respeto por todos, pero también con mucha franqueza. Su espontánea confianza en Dios jamás debería ser herida, sobre todo cuando eso pasa con motivo de una cierta presunción (más o menos inconsciente) de sustituirnos por Él. El tierno y misterioso trato de Dios con el alma de los niños no debería ser nunca violado. Es un trato real, que Dios lo quiere y Dios lo protege. El niño está preparado desde el nacimiento para sentirse amado por Dios, está preparado para eso. En cuanto es capaz de sentir que es amado por sí mismo, un hijo siente también que hay un Dios que ama a los niños.
Los niños, recién nacidos, comienzan a recibir en don, junto al alimento y los cuidados, la confirmación de las cualidades espirituales del amor. Los actos del amor pasan a través del don del nombre personal, del compartir el lenguaje, las intenciones de las miradas, las iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la belleza del vínculo entre los seres humanos apunta a nuestra alma, busca nuestra libertad, acepta la diversidad del otro, lo reconoce y lo respeta como interlocutor. Un segundo milagro, una segunda promesa: ¡nosotros −padres y madres− nos entregamos a ti, para darte a ti mismo! Y eso es amor que lleva una chispa de Dios. Pero vosotros, padres y madres, tenéis esa chispa de Dios que dais a los niños, vosotros sois instrumento del amor de Dios, ¡y eso es hermoso, bello, bonito!
Solo si miramos a los niños con los ojos de Jesús, podemos entender de verdad en qué sentido, ¡defendiendo a la familia, protegemos la humanidad! El punto de vista de los niños es el punto de vista del Hijo de Dios. La Iglesia misma, en el Bautismo, a los niños les hace grandes promesas, con las que compromete a los padres y a la comunidad cristiana.
Que la santa Madre de Jesús −por medio de la que el Hijo de Dios vino a nosotros, amado y engendrado como un niño− haga a la Iglesia capaz de seguir el camino de su maternidad y de su fe. Y san José −hombre justo, que lo acogió, protegió y honró valientemente la bendición y la promesa de Dios− nos haga a todos capaces y dignos de acoger a Jesús en cada niño que Dios manda a la tierra.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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