Con independencia de sus eventuales dificultades prácticas, el matrimonio indisoluble es un ideal de una belleza incomparable
EL último día del año pasado dije que el gran asunto de este 2015 sería el Sínodo de la Familia que empezó ayer. Sin embargo, no he prestado atención a sus preparativos, distraído por el procés, que, como el de Kafka, no acaba.
Lo cual me ha recordado que el argumento más elemental contra la independencia de Cataluña es, mutatis mutandis, el más incontestable para defender la doctrina de siempre, la de Cristo (reléase San Marcos 10, 2-16), sobre la familia, el matrimonio y la sexualidad.
Reza ese argumento que los catalanistas procuran hacer, pasmosamente, un negocio pésimo: para ser catalanes, como ya son, renuncian a ser españoles y europeos. Traduciéndolo al lenguaje de Barrio Sésamo, es cambiar tu sandía, tu melocotón y tu cereza por… tu misma cereza. Ea. El negocio es tan malo que resulta otro indicio de que los verdaderos catalanes no pueden ser los catalanistas. Y es la prueba de que nacionalismo es negación, más que nada.
Los que quieren adaptar la doctrina de la Iglesia a los mandamientos del mundo proponen un trueque análogo. Como católicos contemporáneos tenemos la pera (el catolicismo) y la manzana (el mundo). Viviendo en el siglo, como se decía, ya somos tan modernos como el que más. Lo dijo Borges: "Ser moderno es ser contemporáneo, ser actual: todos fatalmente lo somos. Nadie −fuera de cierto aventurero que soñó Wells− ha descubierto el arte de vivir en el futuro o en el pasado". Quienes pretenden asimilar la Iglesia a los tiempos que corren nos ofrecen la dichosa manzana que ya teníamos a cambio de perder la pera.
Con independencia de sus eventuales dificultades prácticas, el matrimonio indisoluble es un ideal de una belleza incomparable, que no es de nuestra época. Nuestro Eduardo Jordá escribía: "Esos esposos que se cogen de la mano por los siglos de los siglos en las estatuas yacentes de las iglesias medievales […] son la forma más hermosa que los humanos hemos inventado para representar el amor conyugal". La Iglesia intemporal, eterna, tiene que acoger también las estatuas vivas, erguidas, de los esposos que queremos cogernos de la mano por los siglos de los siglos. Y eso se hace como se hicieron las estatuas yacentes: defendiendo la doctrina de Jesús sobre el matrimonio y la familia. Lo demás ya está fuera, alrededor, por todas partes, en el Código Civil. Que la Iglesia se sumase al coro, no añadiría nada nuevo y perderíamos lo de siempre.