Aplicando una ternura inteligente pueden cerrarse heridas a nivel familiar, pueden pensarse mejor las relaciones laborales para minimizar los conflictos y puede aminorarse la beligerancia social
Me ha impactado la expresión que utilizó el papa Francisco en Cuba: “la revolución de la ternura”. Si no entendí mal, lo que venía a decir es que lo verdaderamente revolucionario en Cuba y en todas partes es que nos queramos unos a otros y no tengamos miedo de expresarlo así.
No sé por qué al escuchar esa expresión vinieron a mi memoria los ensayos de algunos de mis alumnos del pasado curso a los que pedí que escribieran sobre su vida familiar. Quedaron en mi memoria un puñado de ellos en los que con dolor hablaban de gritos, incomprensión, mal genio, discusiones, malentendidos, clamorosos silencios, etc., y toda la retahíla de conductas desafortunadas que con frecuencia afligen a tantas familias. Como escribe León Tolstoi en el arranque de su maravillosa novela Anna Karenina: “Todas las familias felices se parecen, mientras que cada familia infeliz es infeliz a su propia manera”.
Si volvemos ahora la vista al espacio laboral, cuánta violencia, abuso y mobbing encontramos por doquier y a todos los niveles: incluso algunos defienden una lamentable competitividad entre las personas −más o menos solapada bajo formas de control− con el torpe argumento de que en el ámbito empresarial “o comes o eres comido”.
Y qué decir del ámbito social donde vemos a diario las descalificaciones e insultos de políticos de todo signo y donde tan a menudo nos encontramos en tantos espacios con relaciones interpersonales marcadas por la mutua agresividad: desde algunas comunidades de vecinos hasta las reclamaciones legítimas de tantas personas, pasando por las penosas discusiones entre divorciados por la custodia de sus hijos. Quizá tenga un carácter anecdótico o circunstancial, pero me impresionaron los gritos desaforados y las terribles miradas de odio que se cruzaban entre sí los defensores y los oponentes del lamentable “Toro de la Vega” de Tordesillas: solo por eso sería ya suficiente para eliminar ese evento de origen medieval.
Pues bien, decir que la ternura es revolucionaria no significa que a base de besos y de caricias puedan resolverse todos los problemas, pero sí, de alguna manera, que aquellos que más nos afectan tienen de ordinario que ver con nuestra relación con quienes tenemos a nuestro lado, nuestros próximos, parientes, colegas, vecinos. Y en estos casos, aplicando una ternura inteligente pueden cerrarse heridas a nivel familiar, pueden pensarse mejor las relaciones laborales para minimizar los conflictos y puede aminorarse la beligerancia social. Nos enternecemos porque amamos y la revolución de la ternura se nutre del amor. Fue conmovedor el discurso del papa Francisco en Filadelfia, hablando de la familia, cuando, ante la ingenua pregunta de un niño: “¿Qué hacía Dios antes de crear al mundo?”, tuvo que improvisar una respuesta: “Antes de crear al mundo… Dios amaba”.
Venía a mi memoria la intuición central del pensador y educador norteamericano John Dewey, que tanta influencia ha tenido a lo largo del siglo XX en la reforma de la enseñanza hacia su democratización. Como me explicaba en una ocasión el profesor de Harvard, Hilary Putnam, la intuición central de Dewey fue la de que la aplicación de la inteligencia a los problemas morales es en sí misma una obligación moral. Esto es, la misma razón humana que con tanto éxito se ha aplicado en las más diversas ramas científicas −desde la física atómica hasta la medicina más sofisticada− ha de aplicarse también en arrojar luz sobre los problemas morales, sobre la mejor manera de organizar la convivencia social.
En este sentido, me gusta decir que la ternura es revolucionaria si es inteligente, esto es, si se aplica con cabeza y decididamente a la resolución de las dificultades que se plantean en los espacios de convivencia humana. La ternura inteligente se alimenta, por supuesto, del respeto a las personas, a sus diferencias y del amor a la libertad.
A veces se desprecia la ternura como una conducta propia de personalidades débiles, pero en realidad tratar con ternura a los demás requiere de ordinario una gran fortaleza personal. Es necesario en muchas circunstancias aprender a pedir perdón, a decir “lo siento, me equivoqué”, “no lo haré más”, y −como enseña el papa Francisco− exige también emplear muchas veces esas otras dos expresiones tan típicas del cariño: “gracias” y “por favor”. También la sonrisa amable y la escucha paciente son formas de la ternura.
Estoy persuadido de que la ternura es verdaderamente revolucionaria si no tenemos miedo a querernos y a expresarnos adecuadamente ese cariño, y si además la aplicamos con inteligencia para lograr así cauterizar las heridas que torpemente tantas veces nos hemos infligido unos a otros.