Educar no es una ocupación humana cualquiera, de la que se pueda prescindirse sin grave daño para las personas
El hombre nace indigente y desprotegido, necesitado del cariño y de la solicitud. “La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación primordial de los esposos a participar en la obra creadora de Dios; ellos, engendrando en el amor y por amor una nueva persona, que tiene en sí la vocación al crecimiento y al desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de ayudarla eficazmente a vivir una vida plenamente humana” (San Juan Pablo II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 36).
Los seres humanos, a diferencia de las bestias, no se limitan a engendrar, sino que tiene por delante la ardua y larga responsabilidad de educar a la prole. “Como ha recordado el Concilio Vaticano II: «Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y por tanto hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, que todas las sociedades necesitan»” (idem).
Se trata de una responsabilidad primaria. “El derecho-deber educativo de los padres se califica como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros” (idem). La mentalidad totalitaria, que todavía prolifera en muchos lugares, es especialmente dañina en el campo educativo. Papá Estado es completamente incapaz de suplantar al padre y a la familia, engendradores y primeros educadores.
Engendrar y educar son una tarea de amor, “no puede olvidarse que el elemento más radical, que determina el deber educativo de los padres, es el amor paterno y materno que encuentra en la acción educativa su realización, al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El amor de los padres se transforma de fuente en alma, y por consiguiente, en norma, que inspira y guía toda la acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del amor” (idem).
Educar es tarea difícil, con dificultades personales y ambientales. El clima consumista y hedonista no la facilita. “Aun en medio de las dificultades, hoy a menudo agravadas, de la acción educativa, los padres deben formar a los hijos con confianza y valentía en los valores esenciales de la vida humana. Los hijos deben crecer en una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero, convencidos de que “el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene” (idem, n. 37).
La superación del egoísmo instintivo es reto de gradual superación. “En una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y conflictos a causa del choque entre los diversos individualismos y egoísmos, los hijos deben enriquecerse no sólo con el sentido de la verdadera justicia, que lleva al respeto de la dignidad personal de cada uno, sino también y más aún del sentido del verdadero amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los demás, especialmente a los más pobres y necesitados (…) El don de sí, que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad, representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad” (idem).
La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. “Ante una cultura que «banaliza» en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda la persona −cuerpo, sentimiento y espíritu− y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor” (idem).
Dimensión básica de la educación es el aprendizaje del amor. “La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos. En este contexto es del todo irrenunciable la educación para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el «significado esponsal» del cuerpo. Más aún, los padres cristianos reserven una atención y cuidado especial −discerniendo los signos de la llamada de Dios− a la educación para la virginidad, como forma suprema del don de uno mismo que constituye el sentido mismo de la sexualidad humana” (idem).
Una auténtica educación sexual no debe ser una iniciación a malas prácticas de lujuria y promiscuidad. “Por esto la Iglesia se opone firmemente a un sistema de información sexual separado de los principios morales y tan frecuentemente difundido, el cual no sería más que una introducción a la experiencia del placer y un estímulo que lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los años de la inocencia” (idem).