La globalización, ¿no es en buena medida un invento del primer mundo que va en detrimento de los más pobres?
Es bien conocida la expresión aldea global, acuñada por el sociólogo canadiense Marshall McLuhan, quien la utilizó en varias de sus obras, pero tal vez fue popularizada más universalmente con su libro “Guerra y paz en la aldea global”, publicado en 1968. La idea del sociólogo es que los modernos medios de comunicación, principalmente los audiovisuales producen un cambio de grandes dimensiones porque permiten ver y escuchar la noticia de cualquier punto del planeta con una gran inmediatez. Y aún no existía Internet.
Se trata de un cambio trascendente, porque antes del siglo XX en que todos estos medios de carácter audiovisual comenzaron a difundirse, las comunicaciones eran dominadas por la palabra escrita. Acceder a la información escrita resalta que hay un autor de esa búsqueda que relata su versión, que pasó un tiempo y media una distancia entre los hechos y la lectura, que las consecuencias de la información no serán inmediatas, y que requiere un esfuerzo consciente de la persona para convertirla en otras sensaciones. Al otro lado, mediando un abismo, es posible una mayor participación al detectarlo en la radio, la televisión o el cine, pero tal vez se piensa menos.
Estos audiovisuales ponen al alcance de todos las mismas noticias, idénticos comentarios, iguales imágenes, lo que forjará de nuestro mundo una aldea global, en la que todo es más cercano, pero es a la par aldeano. De hecho, McLuhan advierte que en nuestra sociedad aparecen comportamientos tribales, que el sociólogo no juzga, sino que se limita a reflejar lo que pocos años más tarde nos aparece como evidente. Por otra parte, el concepto de aldea global ha sido empleado en varios modos, no siempre coincidentes con el de su progenitor. A todo esto, posteriormente, se ha unido el término globalización, que no es exactamente lo que se entiende por aldea global. Al menos, hay teóricos que lo distinguen.
La globalización es un proceso económico, tecnológico, social y cultural a escala planetaria que consiste en la creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo uniendo sus mercados, sociedades y culturas, a través de una serie de transformaciones sociales, económicas y políticas que les dan un carácter global. La globalización es a menudo identificada como un proceso dinámico producido principalmente por las sociedades que viven bajo el capitalismo democrático o la democracia liberal, y que han abierto sus puertas a la revolución informática, llegando a un nivel considerable de liberalización y democratización en su cultura política, en su ordenamiento jurídico y económico nacional, y en sus relaciones internacionales. Hasta aquí, reproduzco de una enciclopedia.
¿Pero es solamente eso la globalización? ¿No es en buena medida un invento del primer mundo que va en detrimento de los más pobres? El Papa Francisco ha hablado de globalización de la indiferencia. El ser humano −ha escrito en Laudato si’− ya no reconoce su posición justa respecto al mundo, y asume una postura autorreferencial, centrada exclusivamente en sí mismo y su poder. Escribe cargado de razón, porque el invento de los llamados países democráticos apenas tiene en cuenta la repercusión de sus decisiones económicas en los estados menos desarrollados. Incluso entre los avanzados −léase Unión Europea− hay discriminaciones en función de la potencia financiera que beneficia a los más adinerados a costa de los menos ricos. Globalización y aldea global son diferentes, pero por caminos diversos conducen a la tribu: primero a la nación, luego al estado federado con otros, a la región o autonomía, al municipio, a la familia, a cada persona. Somos globales y aldeanos, sabemos de todo, pero aislados en nuestro rincón.
Además de los gobiernos en sus variadas instancias, existe la Red, que activa movimientos y tramas sociales; surgen guerras por parte de estados armados y de sedicentes estados no convencionales, pero con potentes ejércitos, ante los que se reacciona de modo diferente según los intereses de los países más ricos. En este clima, la actitud del patriota que ejercita esa porción de la virtud de la piedad para con el país donde ha nacido y del que ha recibido tanto, es poco menos que imposible. Sin embargo, por aquello de la vuelta a la tribu, sí es posible el patriotero, definido así por el DRAE: que alardea excesiva e inoportunamente de patriotismo. Estamos virtualmente unidos con el mundo y quizá nuestro corazón padece de soledad, se ha empequeñecido en la aldea.
No trato de política partidista. Celebraría que investigásemos la moralidad de tantos procesos enumerados conexos con la ética, sin pretender agotar el tema: ¿es lícito volver a la tribu, sin tener en cuenta las tribus vecinas con las que hemos convivido siglos? Honradamente hablando, ¿qué parte tienen en mi tribu otros que han colaborado a forjarla? ¿Es ético que la globalización sea mayormente pagada por los desheredados? ¿Requerirían democracia liberal y capitalismo económico unas cuantas reformas, de manera que las relaciones nacionales e internacionales fueran más justas con los más pobres? ¿Advertimos el alcance de ideas tan importantes −y no todas positivas− como democracia, ecología, relativismo, natalidad, ideología de género, normas sociales, referencias universales o efectos globales que puede causar una decisión?