Estoy persuadido de que recibir a algunos millares de familias sirias podría hacernos mejores, podría hacernos más sensibles a las necesidades extremas de tantas personas
El reciente anuncio que ha hecho la presidenta Angela Merkel de que van a habilitarse las instalaciones del antiguo aeropuerto de Berlín-Tempelhof para acoger a millares de refugiados sirios trajo a mi memoria la emoción con la que en la primavera de 1988 aterrizaba en ese aeropuerto para una visita académica a la ciudad cercana de Szczecin. El imperio comunista se tambaleaba, pero ni había caído el muro ni habían desaparecido los vopos, sus temidos vigilantes. Tuve que cruzar Alemania del Este, que parecía −y lo era− un estado policial. En contraste, el aeropuerto de Tempelhof, rodeado de edificios urbanos y compartido con el ejército norteamericano, me pareció un auténtico monumento a la libertad.
Con ocasión del bloqueo soviético en torno a Berlín, este aeropuerto había sido la cabeza del puente aéreo por el que aviones americanos e ingleses habían transportado entre junio de 1948 y septiembre de 1949 unas 4.500 toneladas diarias de alimentos y otros bienes para alimentar a los dos millones y medio de personas que vivían entonces en Berlín occidental. Al aeropuerto de Tempelhof se le unieron, al poco tiempo, el de Tegel en el sector francés y el de Gatow en el británico.
Tempelhof dejó de funcionar como aeropuerto en el año 2008 y desde entonces en sus edificios se han celebrado numerosas ferias y congresos. Me ha parecido emocionante que Merkel haya decidido acoger a todos los refugiados de guerra sirios que lleguen a Alemania y que precisamente quiera habilitar para ellos ese espacio tan céntrico y simbólico, convertido actualmente en un enorme parque.
A decir verdad, me han impactado mucho las imágenes que nos llegan en estos días de las familias de origen sirio superando vallas en Macedonia, arrastrándose por debajo de las concertinas en Hungría y caminando con decisión por las vías de tren, persuadidas de que si llegan a Austria, Alemania o Suecia, allí les tratarán bien.
Por ahora no vienen hacia España, aunque afortunadamente se han alzado unas pocas voces aquí ofreciéndoles acogida. Me apena que un país que tiene 65 millones de turistas extranjeros anuales y cuyo número de inmigrantes desciende cada año desde la crisis económica sea tan reacio a recibirlos. Algunos políticos en un “ataque de responsabilidad” argumentan que recibir refugiados afectará a nuestro nivel de vida. ¡Qué bueno sería −pienso yo− que nos afectara personalmente! No somos tan egoístas como creen esos políticos calculadores. Estoy persuadido de que recibir a algunos millares de familias sirias podría hacernos mejores, podría hacernos más sensibles a las necesidades extremas de tantas personas. Me emocionó el reciente titular en el Süddeutsche Zeitung: “El siglo XXI será juzgado algún día por el modo cómo ha tratado a los refugiados”.
Hace unos pocos días me escribía mi padre −que tiene ya 92 años− recordando el 79 aniversario de su salida de España por Port Bou el 2 de agosto de 1936 −tenía entonces 13 años− con sus padres y los demás hermanos pequeños, huyendo de las penalidades de la guerra civil. Fueron muy bien acogidos, junto con otros millares de refugiados más, tanto en Francia como en Italia: toda su vida sintieron una enorme gratitud a quienes les ayudaron en aquella situación tan difícil.
“La calidad de una sociedad se mide por cómo trata a los más débiles, a los más vulnerables”, me decía con convicción una experta en cooperación internacional. Las imágenes que transmiten todas las noches los telediarios me impactan y me interpelan: en parte, me avergüenzan, porque sé que no es justo lo que está ocurriendo y siento que debería hacer algo; en parte, me paralizan, porque ni puedo parar la guerra en Siria ni eliminar esas fronteras en las que tantos se juegan la vida.
“No podemos suprimir esas fronteras −me decía la directora de un instituto en la que una buena parte de los alumnos son inmigrantes−, pero sí podemos actuar personalmente y cuidar cada uno a quienes están ya aquí, a nuestro lado, eliminando las fronteras que todavía hay en nuestros corazones”. Es verdad. Cuántas veces podemos advertir en el fondo de nuestro corazón una cierta aversión o repugnancia hacia los que son de otro país, tienen otra cultura, otros hábitos, otras costumbres alimentarias, a quienes “huelen distinto” de nosotros. Sin duda, se trata de un instinto de tipo animal, pero con la cabeza podemos reconocer con claridad que todos los seres humanos de todos los pueblos, lenguas y continentes somos verdaderamente hermanos. Afirmar esa fraternidad nuestra es un triunfo del espíritu sobre la estricta biología y sobre el imperio de la comodidad material.
Por mi parte, puedo al menos escribir estas líneas. El ejemplo de Merkel con el aeropuerto de Berlín-Tempelhof trae a mi recuerdo todos esos aeropuertos regionales abandonados, algunos con excelentes instalaciones y ni siquiera inaugurados. ¿Alguien se atreve a pedir su transformación en espacios de acogida para los refugiados sirios? Sería quizá la forma de convertir unos monumentos al despilfarro público en aeropuertos para la paz.