El catolicismo tibio, de quita y pon, no sobrevivirá al tsunami cultural y político que se avecina. Un catolicismo integrador puede hacer algo más que sobrevivir; puede convertir
En las Navidades de 1969, el profesor Joseph Ratzinger intervino en la radio bajo un título provocativo: ¿Cómo será la Iglesia del futuro? Uno de los párrafos finales estaba destinado a convertirse en las palabras quizá más citadas de la extensa bibliografía de Ratzinger cuando se convirtió en el Papa Benedicto XVI:
"De la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través de una decisión... Pero en estos cambios... la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin".
Nuestro simplista mundo redujo enseguida esta visión a una "propuesta" de Ratzinger para "una Iglesia más pequeña y más pura", como si el Papa Benedicto, treinta y cinco años antes de su elección, estuviese ya pidiendo −incluso deseando− separar el grano de la paja mucho antes del regreso del Señor en toda su gloria. Aún hoy pueden encontrarse ecos de esta equivocada lectura en ciertos círculos católicos donde parece existir una fiebre por escribir manuales de Hágase-Su-Propia-Catacumba. Sea como fuere, en las meditaciones de Ratzinger sobre el futuro en 1969 hay una percepción real, por lo cual alguna separación del grano y de la paja proveniente de esa mala interpretación puede ser correcta.
Para empezar, durante su pontificado el Papa Benedicto ciertamente no pidió que la Iglesia disminuyese de tamaño deliberadamente. Ningún Papa quiere hundir la Iglesia. Y en cualquier caso, la idea de la Iglesia como la comunidad prístina, pura e inmaculada de los perfectos es de impronta protestante radical, no católica.
En 1969 Ratzinger describía más bien lo que imaginaba como inevitable en su situación alemana, dados los ácidos de secularización que ya estaban actuando, a menudo ayudados e inducidos por formas innovadoras de la teología católica. En una sociedad cada vez más definida por el principio del placer y en una cultura cuyas primeras premisas incluyen un agresivo escepticismo sobre la religión bíblica, el catolicismo ya no podía vivir de la vieja correa de transmisión étnica. En el futuro, la gente no iba a decir que era católica sólo porque sus abuelas hubiesen nacido en Múnich.
Y esta perspectiva era aplicable mucho más allá de la Baviera natal de Ratzinger.
Los obispos de Iberoamérica vieron un fenómeno similar en sus países, donde durante mucho tiempo el catolicismo se había "conservado", primero por imposición legal y luego por hábito cultural. Comprendieron que el catolicismo "conservado" no tenía futuro. Por ello, en 2007 los obispos iberoamericanos llamaron a la Iglesia católica a redescubrir su carácter misionero, a convertirse, como más tarde plantearía el Papa Francisco, en una Iglesia "en permanente estado de misión", en la cual todos los católicos comprendiesen que han sido bautizados con una vocación misionera.
El mismo criterio −que el catolicismo por ósmosis ha muerto− y la misma terapéutica −la Iglesia debe reivindicar su naturaleza misionera− están en la raíz de todos los sectores vivos de la Iglesia católica en los Estados Unidos, ya sea parroquia, diócesis, seminario, orden religiosa, movimiento laico de renovación o nueva asociación católica. Y aunque es verdad que la Iglesia en esos Estados Unidos va a tener que luchar duro, tanto interna como externamente, para mantener la integridad y la identidad católica de lo que Ratzinger denominaba "edificios construidos en una coyuntura más favorable", no hay razón para pensar que esa lucha ya se haya perdido y de que sea hora de dirigirse hacia las catacumbas.
La verdad ulterior que debe extraerse de la visión de Ratzinger sobre la Iglesia del futuro es que el catolicismo del siglo XXI "reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros". El catolicismo tibio, de quita y pon, no sobrevivirá al tsunami cultural y político que se avecina. Un catolicismo integrador puede hacer algo más que sobrevivir; puede convertir.