"Los débiles vuelven a quedar a merced de los fuertes en este retorno imprevisto de la ley de la selva. ¿Cómo se compagina la noble retórica de la dignidad de la persona y del respeto a los derechos humanos con este brutal retroceso?"
"En Chile hay abortos clandestinos, y la gente que tiene recursos lo hace en buenas condiciones; la gente que no tiene recursos lo hace en malas condiciones, con riesgos para la salud de la mujer". Esta reciente declaración de la Presidenta Bachelet expresa una lógica singular.
¿Qué ocurriría si la aplicamos a otros ámbitos? Por ejemplo, al delito fiscal. Es sabido que los millonarios y las grandes empresas pueden eludir con facilidad el pago de impuestos. Cuentan con los abogados y asesores fiscales más cualificados, capaces de aprovechar los huecos de la legislación o de organizar tramas de empresas fantasma radicadas en paraísos fiscales ("ingeniería financiera"). En cambio, el modesto empleado por cuenta ajena o el jubilado que malvive de su pensión no cuentan con esos recursos, no están en condiciones de emitir boletas para enmascarar transacciones dudosas. Ante esta disparidad, ¿no sería una exigencia de la igualdad despenalizar por completo el delito fiscal? Así, todos −ricos y pobres− podrían defraudar por igual.
¿Y qué decir del crimen organizado? La codicia ha sido y sigue siendo un poderoso móvil de la conducta humana. Muchos consideran que los bienes están mal repartidos y optan simplemente por apropiarse de lo ajeno, con o sin violencia (en Chile, últimamente más bien con una violencia creciente).
De siempre, los delincuentes han sabido organizarse para robar con más eficiencia: desde bandas locales hasta carteles multinacionales, que tratan a los gobiernos de tú a tú (México). También aquí el simple ciudadano de a pie se ve discriminado: no cuenta con la capacidad logística ni con el armamento de las grandes bandas. ¿Por qué no despenalizar también el robo, para que todos puedan acceder a los bienes ajenos en igualdad de condiciones?
Si el aborto trata de la eliminación de vidas humanas, un Estado de Derecho que haga honor a su nombre debería preocuparse de la protección de los más débiles.
Cuando en los años 70 se debatió en el Parlamento alemán la legalización del aborto, el diputado socialista Adolf Arndt señaló que esa medida equivalía a la capitulación del Estado de Derecho, que había consistido precisamente en el sometimiento voluntario del más fuerte al imperio de la ley. Durante siglos de evolución social y política en Occidente hemos ido generando procedimientos para regular tanto el acceso como el ejercicio del poder, de modo que quien manda se sujeta a reglas y se asegura la protección de los débiles. Esta evolución culmina en el Estado de Derecho: elección democrática de los gobernantes, separación de poderes, imperio de la ley.
Supuesto que se admita −lo que es mucho admitir− que entre la madre y el feto se da un insuperable conflicto de intereses, no deja de ser terrible que la solución sancionada por la ley sea la muerte de la parte más débil, el feto, a manos justamente de aquellos a cuyo cuidado está entregado: la madre que decide abortar cuenta con la ayuda de médicos, autoridades y jueces.
Nadie media para alcanzar una solución pacífica a ese supuesto conflicto, como se suele hacer en otros ámbitos de la vida. El seno materno, lugar acogedor y seguro por excelencia, se convierte así en una trampa mortal, en el punto más negro de la carretera de la vida.
Los débiles vuelven a quedar a merced de los fuertes en este retorno imprevisto de la ley de la selva. ¿Cómo se compagina la noble retórica de la dignidad de la persona y del respeto a los derechos humanos con este brutal retroceso?